Era sábado, un día ocioso pero que el Músico, guitarrista de vocación y profesor parado de profesión, odiaba con toda su alma.

El sol ya brillaba a las siete de la mañana y se colaba entre las cortinas de la ventana para acabar iluminando la pulcra habitación del Músico. Aquella estancia era prácticamente la mitad del apartamento en el que residía desde hacía tres años. Él mismo se afanó en alquilar uno que tuviese esa organización: no tenía más acompañantes que sus instrumentos. Y la perspectiva de tener nuevos acompañantes se limitaba, por el momento, a tener nuevos instrumentos.

La estancia, por tanto, estaba repleta de instrumentos musicales de toda índole: un bajo y cinco guitarras de distintos tipos y valores, dispuestos de manera ordenada en un mueble que él mismo había fabricado; un violín reluciente junto a otro aparentemente destrozado por el uso y el tiempo, expuestos para él mismo en una vitrina de cristal; un teclado colocado en un rincón de manera que al sentarse en el banco diese la espalda al resto de la habitación; un violonchelo guardado en una funda de cuero; en otro rincón, varios instrumentos de percusión y viento amontonados de manera nada aleatoria; y decenas de cables y aparatos electrónicos dispuestos juntos a los instrumentos que los requerían.

El Músico pasó una hora despierto en la cama pensando si levantarse era la mejor idea.  Cuando se hubo decidido a salir de entre las sábanas se vistió con la misma ropa que el día anterior para disponerse a hacer lo mismo que hizo entonces a esa hora: café, tostadas y ver aún adormilado la tele en la pequeña sala a la que daría vergüenza llamar salón. Esta habitación apenas tenía más mobiliario que un pequeño soporte para la tele y el DVD y un escritorio con un ordenador. Antes había una mesa amplia en la que comer; cuando descubrió que comer en la cocina era más rápido, la quitó y dejó ese espacio completamente vacío.

Antes de dar el último bocado de tostada y terminarse el café ya había encendido el ordenador para consultar sus cinco o seis páginas habituales. Cuando lo hizo la primera vez las cerró todas y las volvió a abrir de manera impulsiva hasta que se hartó y volvió escopetado a su dormitorio.

Aquel día no sabía qué tocar. No sabía qué ensayar. La pasión que sentía por la música era todavía incandescente en su interior y siempre lo sería, pero la monotonía del día a día se las había ingeniado para que terminase detestando todo, incluso a él mismo y a su música. Agarró ofuscado una guitarra clásica y trató de tocar el Asturias de Isaac Albéniz, la pieza que llevaba ensayando semanas. Al cuarto compás pisó mal una cuerda y le vibró en exceso. Golpeó con fuerza la caja de la guitarra, que todavía profería un sonido grave cuando, enfurecido, la volvió a dejar en el mueble. Después de aquello se decidió a no tocar nada más aquel día, por lo que se limitó a perder el tiempo en el ordenador y mirando redes sociales en busca de alguna atención por parte de quién sabe quién.

El día pasó lento, pero la noche llegó y el Músico concilió el sueño tras dos horas mirando con recelo los instrumentos que le rodeaban, vagamente iluminados por la trémula luz de la luna.

Y volvió a levantarse el domingo y volvió a desayunar exactamente lo mismo de siempre. Volvió a encender la tele. Volvió a mirar el ordenador. Volvió a pensar qué tocar. Pero tenía miedo a siquiera intentarlo y que le saliese una abominación musical como la del sábado. Se marchó de la habitación para acabar en el ordenador, consultando las redes sociales. Como de tanto en tanto hacía, buscó entre sus fotos antiguas de Facebook para ver quién había sido antes y quién era entonces. El Músico sentía una extraña nostalgia por épocas pasadas: no querría volver a ellas, pero aun así las prefería a la actual.

Siempre acababa parándose en la misma foto: con veinte años, el Músico se encontraba de pie en la terraza de un bar universitario tocando su vieja guitarra acústica. Aquel día la gente le aplaudió y le vitoreó. Nunca se había sentido tan respetado, tan lleno de vida, tan importante, tan acogido y tan fuerte y seguro.

Pero aquel chaval se había desvanecido como el tiempo. Ahora sólo quedaba una cáscara vacía, un retazo de la pasión que un día tuvo. La vida solitaria y aburrida no le había endurecido, sino que le había lacerado; le había ido desgastando muy poco a poco.

El Músico sintió la necesidad de llorar. Lo hizo unos segundos, pero se sintió estúpido. Nadie vería esas lágrimas; no tenía sentido derramarlas.

Entró en un pequeño estado de shock. Era relativamente habitual en él. Normalmente, ese estado se diluía al poco tiempo de manera natural, pero esta vez fue diferente. Se levantó bruscamente del ordenador y corrió a su habitación. Cogió su vieja guitarra acústica, la miro con fiereza. Le susurraba algo ininteligible mientras abría la puerta y bajaba las escaleras a la calle.

Aquella calle era concurrida, pero no demasiado. Si el Músico se hubiera parado a pensar únicamente por un instante si la idea de tocar de manera improvisada frente a ese azaroso público era buena, nunca lo hubiera hecho. Pero se dejó llevar por aquel estado de euforia psicótica y comenzó a tocar tan pronto sacó la guitarra de su funda y comprobó que estuviese afinada.

El Músico no tenía una gran voz, pero imprimía a las canciones una película de cariño que, simplemente con la ayuda de una guitarra acústica, conseguía recrear un ambiente cálido y amigable.

Empezó con el Space Oddity de David Bowie:

For here
Am I sitting in a tin can
Far above the world
Planet Earth is blue
And there’s nothing I can do

El Músico detectó unas cuántas miradas, pero ningún interés. Notó, quizá, cierto recelo de algunas personas mayores que trataban de disfrutar de su paseo del domingo, preferiblemente sin el ruido que profería aquel cantante desconocido. Algún niño trató de pararse a mirar con la curiosidad con la que los niños miran todo, pero sus padres acabaron tirando de ellos para que continuasen caminando.

El Músico decidió intentarlo de nuevo con el Wish You Were Here de Pink Floyd.

So, so you think you can tell
Heaven from Hell,
Blue skys from pain.
Can you tell a green field
From a cold steel rail?
A smile from a veil?
Do you think you can tell?

How I wish, how I wish you were here.

Encontró la misma respuesta que con la anterior. “¿Pero qué tengo que esperar? ¿Tiene sentido esperar algo?”, pensó el Músico mientras suspiraba.

“Otra vez, otra vez”, se repitió. Y tocó You Are My Sunshine, de Johnny Cash.



The other night dear, as I lay sleeping
I dreamed I held you in my arms
But when I awoke, dear, I was mistaken
So I hung my head and I cried

El Músico empezaba a notar que había menos gente en la calle. No sabía si por impresión propia, si porque se acercaba la hora de comer o porque su música espantaba las personas como el fuego a los animales.

Entró en una obnubilación que le hizo mirar al suelo durante varios minutos, absorto en un estado mental difícil de definir y aún más de controlar. Sin salir de este, el Músico situó los dedos en los trastes. Empezó a rasguear las cuerdas y a entonar en voz baja una canción, nacida del subconsciente más profundo:

Well I stepped into an avalanche,
It covered up my soul;
When I am not this hunchback that you see,
I sleep beneath the golden hill.
You who wish to conquer pain,
You must learn, learn to serve me well.

You strike my side by accident
As you go down for your gold.
The cripple here that you clothe and feed
Is neither starved nor cold;
He does not ask for your company,
Not at the centre, the centre of the world.

When I am on a pedestal,
You did not raise me there.
Your laws do not compel me
To kneel grotesque and bare.
I myself am the pedestal
For this ugly hump at which you stare.

You who wish to conquer pain,
You must learn what makes me kind;
The crumbs of love that you offer me,
They’re the crumbs I’ve left behind.
Your pain is no credential here,
It’s just the shadow, shadow of my wound.

I have begun to long for you,
I who have no greed
I have begun to ask for you,
I who have no need.
You say you’ve gone away from me,
But I can feel you when you breathe.

Do not dress in those rags for me,
I know you are not poor
You don’t love me quite so fiercely now
When you know that you are not sure,
It is your turn, beloved,
It is your flesh that I wear.

Cuando el Músico terminó de tocar mantuvo la cabeza agachada durante un rato.

—Tocas muy bien—pareció decir alguien. El Músico levantó la cabeza bruscamente y se encontró con una chica de ojos melosos y pelo negro, que portaba un chelo a la espalda. El Músico tardó unos segundos en volver al mundo real y entender qué estaba pasando—. Es Avalanche, ¿verdad? —le dijo la chica.

—S-Sí…—musitó el Músico.

—Eres músico profesional, ¿verdad? Ha sido increíble, me ha encantado. — La chica le regaló una amplia sonrisa.

Y el Músico rompió a llorar. Tan fuerte era su llanto que asustó a aquella chica, que le miraba de hito en hito sin comprender la situación. Se había llevado las manos a la cara con tal de parar el mar de lágrimas. Cuando vio que aquello era en vano, levantó la cabeza y miró a aquella chica con los ojos verdes y la sonrisa de un chaval de veinte años.


Espada y Pluma te necesita

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SOBRE EL AUTOR

2 pensamientos

  1. Hay un par de tontás que no te voy a mencionar aquí. Si te quita el sueño, me lo preguntas ya sabes donde por MP, si quieres, pero vamos…

    Lo mejor es que logras hacer que me preocupe por el músico, generas empatía y deseo por descubrir si su estado de ánimo mejora a lo largo del relato. Buenas descripciones escénicas. La historia engancha ensegida, y eso es lo mejor que le puede pasar a un relato.

    Y un final esperanzador que le va genial. Me van los finales abiertos, como ya sabes. Yo los uso, especialmente en los relatos cortos.

    Es una de esas historias que mejoran cualquier antología de relatos. Quedaría estupenda en compañía de otras tuyas.
    Me ha gustado mucho, de verdad.

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