AUTOR: DAVID GUARDADO

Es uno de esos días grises donde el confort y la melancolía encuentran en uno mismo, su piso compartido. Coliving de emociones, frases posmodernas. La tenue luz del monitor no consigue aplacar la oscuridad de la sala. Pienso en Pandora y aquello de que la esperanza es lo último que se pierde. Contrapuntos, supongo. Afuera llueve y deslizo mi mirada hacia la ventana. Las palmeras se agitan con fiereza y mientras me dejo estar apreciando su balanceo. Un maremagnum de reminiscencias se arremolinan ante mí y sucumbo al torrente de emociones que inexorable se abre paso entre mis entrañas. Supongo que cuando el pasado es un lugar hostil el sendero del recuerdo se convierte en un desfiladero resbaladizo. No obstante siempre hay un asidero, un locus amoenus al que vuelvo: los puzzles con mi abuelo.

Con el paso de los años mis hábitos cambiaron y dejé el puzzle analógico en pos del digital, es decir, el que encontré en los videojuegos. Aunque todos entendemos grosso modo en qué consiste un puzzle, también es cierto que en el videojuego tiene distintas manifestaciones que derivan en experiencias muy distintas. Por esta razón me parece necesario detenerme unos instantes para esbozar, a brocha gorda, un esquema general desde el cual partir. No obstante, la finalidad de este texto no es la de hacer una genealogía del puzzle en el medio videolúdico y aunque aquí ilustraré cada caso con los ejemplos más significativos para mí, estoy convencido de que existe una plétora de ellos.

El puzzle puede actuar como el leitmotiv principal pero estar subyugado a ser un medio para un fin, es decir, que se desarrolle la historia. Aquí encontramos aventuras en 2D y 3D como por ejemplo, Inside (Play Dead, 2016) o Little Nightmares (Tarsier Studios, 2017) donde esta mecánica, por normal general, no supone ningún reto y se diluye en la experiencia global. Sin embargo, en los juegos de terror en primera persona como puede ser Visage (SadSquare Studio, 2018) o Madison (Bloodius Games, 2022) el rompecabezas es parte indisoluble de la experiencia. Pese a esto también pueden actuar como un contrapunto, es decir, como un momento de relajación que sirve para crear ritmo a nivel narrativo. Uncharted 4 (Naughty Dog, 2016) usa los acertijos como un alivio tras tanta acción desenfrenada. Y por qué no decirlo, para que haya un poco de coherencia temática, que somos un cazatesoros. Sin embargo, otros casos como el de Silent Hill (Team Silent, 1999) utilizan las pausas de los puzzles para incrementar la tensión y mostrar lo perturbador del lugar en el que nos encontramos. O eso quiero pensar, porque vaya vía crucis el rompecabezas que nos regaló el bueno de Keichiiru Toyama.

Dejando a un lado el Tetris ( Alekséi Pázhitnov, 1984) ya que la base se sustenta en el desafío y la competición, el puzzle puede no ser solo la mecánica principal sino también la base de la experiencia jugable. Videojuegos como The Witness (Thekla Inc, 2016), The Pedestrian (Skookum Arts, 2017) o Superliminal (Pillow Castle, 2019) desdibujan tanto la narrativa que todo el peso recae en los desafíos, ya que estos dotan de sentido a la historia y no al revés. En un mundo que nos fuerza constantemente a resolver problemas siempre bajo conceptos tan amables como los de eficacia, determinación u optimización, los juegos de puzzles son un faro en medio del caos que supone nuestra vida.

Pero, ¿cómo puede ser esto? A priori parece contraintuitivo, ¿no? Ya que si nos vemos abocados a la resolución constante de conflictos no sería de extrañar que el ocio lo enfoquemos como una vía de escape. Y esto tiene sentido… pero no tiene por qué ser así. Pensémoslo. Suena el despertador. Notificaciones del móvil. Ducha y desayuno. Acto seguido salimos a la calle. Nos vemos envueltos en el despertar de un nuevo día. Jóvenes vociferando. Alboroto. Tráfico. Todos llegan tarde. Todos tienen prisa. Todos tienen un reloj en su muñeca pero nadie tiene tiempo. Llegamos al metro y nos hacinamos en esa cárcel de hojalata. El crepitar de la ciudad contrasta inexorablemente con la calma de The Witness o el piano de Superliminal mientras recorremos las distintas estancias.

Este tipo de videojuegos poseen una gran capacidad pedagógica ya que fomentan la tolerancia a la frustración y motivan el desarrollo del pensamiento lateral para resolver conflictos. La misma Isi Cano, experta en el mundo retro, tiene un proyecto personal en las aulas llamado Baba is cool 1. Este proyecto nace a partir del videojuego de puzzles Baba is you (Hempuli, 2019) donde, a través del editor que posee el juego, ayuda a los más jóvenes a crear sus propios niveles. Y esto tiene un montón de enseñanzas implícitas, desde las más pragmáticas como aprender lógica y lenguaje de programación hasta las más humanistas, donde crear se entiende como un proceso divertido y, además, refuerza la idea de que el videojuego puede ser una herramienta educativa.

Los puzzles, en cualquiera de sus formas, nos fuerzan a parar invitándonos a pensar sobre nuestras vidas desde un lugar seguro y acogedor como puede serlo la ciudad de The Pedestrian. Frente al posible escapismo que nos brindan las historias puramente narrativas, haciendo que pongamos el foco fuera de nosotros, los rompecabezas actúan como un espejo que nos recuerda nuestra existencia. Es fácil entrar en un bucle, dejar que la marea nos arrastre y olvidarnos de aquello que nos hace vibrar con la vida. En estos días de modernidad líquida, relaciones vacuas y mentalidad instrumental, hacer una actividad por el mero placer de realizarla se percibe como una pérdida de tiempo.

No obstante no debemos preocuparnos en demasía ya que todo esto es, por desgracia, lo que nos ocurre a todos. El paso de la adolescencia a la adultez está marcado por un punto de inflexión trágico: lo que antes eran fines en sí mismos ahora son medios para un fin. Obviamente este proceso no ocurre de un momento para otro; más bien es algo que vamos interiorizando paulatinamente. Jugar al adulting implica aceptar que tienes que vender gran parte de tu tiempo al capital y, a su vez, cuidar a tu familia, pareja, amigos, hogar… y todo ello nos fuerza a gestionar y optimizar cada día de nuestra vida. Al final acabamos aceptando que nuestra vida esté marcada por un vertiginoso movimiento constante y las actividades que deberían actuar como un contrapunto, como un check point vital de descanso, acaban generando estrés y nerviosismo.

Es casi una quimera escapar a esta narrativa cuando gran parte de nuestra identidad se construye en base a nuestro trabajo. Es muy atractivo adscribirse a los mantras que entona Tyler Durden en Fight Club (David Fincher, 1999): ‘Tú no eres tu trabajo. Tú no eres todo el dinero que tienes en el banco. Tú no eres el coche que conduces. Tú no eres el contenido de tu cartera’ pero la ficción, en este caso, se encuentra en las antípodas de nuestra realidad. ¿Qué estás haciendo ahora? ¿En qué trabajas? ¿Cuánto dinero ganas? Son preguntas frecuentes en los grupos sociales cerca de la treintena. Siempre se presupone que debemos estar haciendo algo, algo productivo, claro. Porque no es lo mismo jugar a videojuegos que jugar a videojuegos porque es nuestro trabajo.

A veces me pregunto por qué, cuando llegaba a casa, tras doce horas de pie trabajando sin respiro en una cadena hostelera cuyas condiciones laborales eran ilegales e inmorales, me dejaba caer en la silla de mi escritorio y jugaba al Superliminal. Una espalda destrozada, unas piernas agarrotadas y unos brazos extenuados. Un saco de huesos. Fatigado, sí, pero cuerpo y mente no habían habitado el mismo espacio en esas doce horas ya que la noche anterior no había sido capaz de resolver uno de los acertijos y no podía dejar de pensar en qué se me estaba escapando.

Todas estas ideas repiquetean en mi cabeza cual gotas de lluvia impactando contra el cristal mientras escribo estas líneas. No querría acabar sin contaros algo. Mientras le preparaban la Cicuta a Sócrates este aprendía un aria para su flauta. Sus verdugos, sorprendidos, le preguntaron de qué le iba a servir aprenderla, a lo que el filósofo respondió: ‘para saberla antes de morir’. Por eso estoy aquí hablando de los juegos de puzzles, porque me recuerdan que esta vida tiene que ser algo más, que hacer lo que nos gusta es una seña de identidad y que luchar por las personas que queremos no es una debilidad. Supongo que por eso sigo recorriendo las estancias de Superliminal. Quizá porque ya no me quedan demasiados anclajes vitales. Quizá porque siempre acabamos volviendo a aquellos lugares en los que fuimos felices.


Referencias

1 Cano, Isi. “BABA IS COOL. Crea Digital, 2022



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