Caminaba por la orilla, sin que el mar se atreviera a lamerme los pies. Necesitaba pensar tranquilamente, y me costaba hacerlo en casa o en el invernadero. Y Maluco estaba muy pesado aquellos días. No es que ahora no lo siga siendo, pero fue una época muy complicada para él, enterarse de lo que le había hecho a sus joyas de la corona fue un duro golpe, al parecer. Yo no tuve (ni tengo) la culpa de que fueran necesarias para el hechizo que mantiene bajo control la luna roja. Podría haber usado las de cualquier otro gato, pero se estuvo dedicando a perseguir a todas las gatas del barrio y me pareció una oportunidad ideal para no dejar que su linaje se propagase más.
No era aquello lo que yo quería pensar, pero siempre divago. Estoy demasiado acostumbrada a leer grimorios que explican mil cosas intrascendentes antes de contarte cómo montar hechizos y pociones, y eso también se pega.
Yo andaba por la orilla del mar aquella noche sin luna mientras las olas me evitaban porque necesitaba encajar en mi cabeza lo que había ocurrido hacía unas horas. Se suponía que yo no debería de haberme enterado hasta un tiempo después, pero eran pocas las cosas que mi bola no me mostraba cuando yo se lo pedía, aunque fuera sin querer, como aquello. El cielo estaba tan negro como lo estaría su futuro, y aunque eso no lo había visto en el cristal, sabía de sobra qué era lo que le esperaba. Cuando lo había conocido de chiripa, no se me había ocurrido que podría ser tan conflictivo. Imaginé que sería solo una chiquillada que se le pasaría con el tiempo. Pero no.
Pisaba la arena mojada recordando cómo había estado a punto de atropellarme con el coche la primera vez que lo vi. En realidad estaba a punto de estamparse contra un muro y yo estaba entre su coche y el muro por pura casualidad. Los frenos gritando sabiendo que no podían parar el impacto, sus pupilas dilatadas por el miedo y la adrenalina, y las sirenas de la policía de fondo. No recuerdo alzar el brazo y parar el coche en seco, pero sé que lo hice. También sé que lo saqué de allí arrastras, lo lancé entre unos arbustos y me ocupé de confundir a los agentes que pretendían detenerle. Estaba mosqueada con él, pero asumí que no seguiría siendo así de estúpido. No me equivoqué: fue a peor. Se quedó mirándome entre los arbustos y a partir de entonces, durante los cinco años siguientes, hizo todo lo que pudo por acabar en prisión.


Le habían dicho que podía hacer una última llamada. No llamó a su madre, ni a su abuela, ni al abogado de sus amigos. Me llamó a mí. Cogí el teléfono y colgué en cuanto le escuché respirar al otro lado de la línea, porque intuí lo que aquello significaba. Me negué. Me hice la loca. Siempre se me ha dado divinamente. Maluco estuvo semanas preguntando quién había llamado a aquel teléfono que no sonaba nunca.
Aquella noche no había sido diferente de cualquier otra. Exceptuando el hecho de que era luna nueva y recibiría una visita que no estaba segura de saber cómo enfrentar.
Después de mucho rato volví a casa. Al aire que olía a canela y a la cacerola que tenía al fuego, haciendo chup-chup tranquilamente.
X.X.X.
—Llevamos media hora aquí, nos tenemos que pirar, macho.
—Espera un poco más.
—Si alguien te ve…
—¡Cállate! ¡No hay nadie en la calle!
—¡Por eso lo digo, si te ven…!
—Ahí vuelve. Ahora vengo, no te muevas.
—No tardes o me abro.
—Que te calles.
X.X.X.
Cuando escuché los toques en la puerta sabía de sobra quién era. Y estaba esperando a que llamase, en realidad. Hasta un segundo antes de poner la mano en el picaporte no sabía si realmente iba a abrirle la puerta. No tenía por qué, y no se lo debía. Aún y así lo hice, porque a veces soy impulsiva. Como cuando le libré de la policía aquella vez.
Estaba allí, con la cara cubierta de sudor y una sonrisa en los labios. Como si hubiera hecho una chiquillada.
—¿Qué quieres?
—Me he escapado.
—Qué bien.
—¿Puedo pasar? Si me ven aquí estaré en problemas.
Me aparté para dejarle entrar. No pude dejar de ver a su amigo, sentado en el coche y mirando a todos lados con cara de susto. Me hizo un poco de gracia, pero lo disimulé.
—No me imaginaba así tu casa.
No le contesté porque no sabía qué estaba esperando exactamente ni quería corroborar qué hacía en mi casa. Pero dejé que hablase, porque parecía necesitarlo, aunque no lo supiera. Maluco gritó desde el sofá que debería avisar cuando trajese gente a casa, y se largó al invernadero mirándome mal y con el rabo tieso. Lo ignoré.

—Tu gato es bastante parlanchín —dijo, mirando cómo se alejaba. Seguía estudiando mi casa con curiosidad, y en ese escrutinio volvió a encontrarse conmigo—. Para ser una bruja lo tienes todo muy bonito.
—La brujería no está reñida con la decoración de interiores. ¿Quieres seguir cotilleando mi casa o venías a por algo concreto?
Seguía pareciendo muy seguro de sí mismo. Estaba convencido de que era el puto amo, y lo que yo dijera difícilmente le haría cambiar de opinión.
—Bueno, he venido a que me des un beso, porque ahora que soy un fugitivo tengo que huir —pese a que estaba intentando con todas mis fuerzas mantener la cara tan impasible como pudiera, se me escapó una ceja. Él sonrió, malentendiendo mi gesto—. Soy el chico malo de la peli, pero sigo queriendo un beso de la chica.
—Pues puedes esperar sentado en el coche de tu amigo, porque no pienso besarte.
—Me he esforzado mucho durante muchos años para estar aquí. ¡Me he escapado de la cárcel!
—Y eso es digno de premio, claro. No entiendo tu línea de pensamiento, pero tampoco me interesa demasiado, la verdad.
—Venga, me lo he ganado —se acercó y me sonrió como si siguiera teniendo trece años y no hubiera matado a nadie con un tubo de escape.
—No te has ganado nada. Y ahora vuelve con tu colega, no tenía cara de estar tranquilo.
—Es sólo que tiene miedo de la bruja del barrio —lo tenía muy cerca, me sacaba casi un palmo y olía a haberse pegado una carrera. Noté también un deje de sangre limpiada con prisas, y me di cuenta de que si lo podía notar era porque lo tenía demasiado cerca—. Bueno, y que vives en una calle sin alumbrado llena de casas abandonadas, pero es porque eres bruja.
—La gente suele temernos. Lo hacen por algo.
—Yo aún no lo he entendido.
—Y no lo entenderás nunca. Sigues teniendo trece años —le dije.
Se lo dije con crueldad. No lo notó, pero yo lo sabía. Sabía cómo iba a acabar y sabía que no debía interferir. Bastante daño había hecho ya. Pero además estaba enfadada con él por empeñarse en involucrarme en cosas en las que no debería meterme. Fui cruel desvelándole su destino, precisamente porque lo hice de forma tan velada que ni siquiera se dio cuenta.
—Pues los diecinueve los cumplo mañana —me contestó, sonriendo otra vez. Era desesperante.
—Felicidades. Vete con tu amigo.
—Mi beso —se obstinó. Lo tenía tan cerca que sabía que podría agarrarme y cogerlo a la fuerza si quería, y supuse que de la misma manera que yo lo sabía, él debía intuir que no debía intentarlo. O quizá no quisiera obligarme sino que yo quisiera dárselo. No lo sé, no me metí en su mente a averiguarlo.
—Te saco tantos años que me condenarían por ello.
—Soy mayor de edad. Y debes de tener veinticinco, tampoco es para tanto.
Se me escapó la risa ante el razonamiento. No solo me había quitado unos ciento cincuenta años, es que encima pensaba que me preocupaban las leyes humanas.
—Déjalo.
—Mi beso —repitió.
Maluco gritó desde el invernadero que si no lo besaba yo lo besaría él, y como colofón soltó un montón de cosas soeces.
—Tu gato también quiere que me des un beso —adivinó.
Me gustaría decir que no sé por qué lo hice. Mentiría. Sé de sobra por qué lo hice. Lo hice porque estaba mosqueada con él por meterme en su vida sin hacer caso de todos los que le decían que se olvidase de mí, porque me ponía de los nervios notar a su amigo enfrente de mi puerta cagándose de miedo, y porque quería morderle la sonrisa y arrancársela, pero sabía que no debía hacerlo y besarle era lo más cercano que podía permitirme. Pero sobre todo lo hice porque un solo pensamiento me convenció.

—Cállate —le dije, cogiéndole la cara con ambas manos y acercándole a mí. Justo antes de que nuestros labios chocaran lo vi sonreír.
Mientras le besaba el pensamiento se escuchó más fuerte, como si quisiera cargar con toda la responsabilidad. Fue entonces cuando me planteé si aquel pensamiento había sido mío o era suyo, que pensaba tan alto que se había colado en mi mente. No le di importancia, porque, de todos modos, tenía razón.
Salió y miró atrás antes de que yo cerrara la puerta. Me guiñó un ojo. Intuí que debía de llevar fantaseando con aquello desde la primera noche que nos vimos, la noche que vio por primera vez en persona a la bruja de su barrio. Lo vi subirse al coche, y vi a su colega mirarme, a punto de mearse en los pantalones. Los vi arrancar y largarse de mi calle oscura.
Y escuché de nuevo el pensamiento, esta vez mucho más bajo, como si se estuviera alejando con ellos en el coche.
Total, en doce horas ya no será un problema.
Espada y Pluma te necesita


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