De repente, durante una cálida y agradable noche de julio, las antenas de una cucaracha le empezaron a hacer cosquillas en la garganta. Nadie sabe cómo comenzó ni nadie sabe cuándo acabará. Quizá fue una conversación casual en un coche o un aburrido paseo familiar por la playa. Pero un día, de los dientes del Gran Padre empezaron a crecer unas pequeñas alas de mosca.

Rápidamente todos los dientes se despertaron, y aunque el Gran Padre se tapó la boca, el zumbido de las alas retumbó bajo sus mejillas hasta que le salió espuma blanca por las orejas. Todos, a excepción del Gran Padre, aún dormían, así que aprovechó entonces para volverse sombra, y al despertar del día desapareció para siempre.

Nadie tuvo noticias de él hasta que un buen día llegó una carta al buzón.

El hermano del Gran Padre vivía en una pequeña cueva en lo más profundo de la memoria. Nadie nunca lo había visto, pero su voz siempre zumbaba en el teléfono durante las vísperas navideñas. La letra, escrita en plata y con manchones de oro por todas partes, confirmaba que realmente era su hermano.

El Gran Padre siempre había dicho de él que nació con corazón débil y ojos tristes, pero que Dios le había compensado con unas uñas de oro. Cuando necesitaba dinero, se las mordía y vendía los trozos a los negreros del barrio. Así había fundado una ferretería y se había vuelto el más rico del pueblo. No obstante, como contó el Gran Padre, pocos días antes de que se le parara el corazón, una vez cada cinco años, sus uñas y dedos comenzaban a derretirse. Era entonces cuando el hermano debía, sin distraerse, comer uno de los siete clavos que le anclaban la garganta y el mentón. Todos ignoraban, salvo el Gran Padre, que el corazón de su hermano era en realidad un hueco atornillado en su pecho de latón. Cuando era pequeño, un cirujano decidió que su propia sangre lo mataría y decidió secarla por completo e imbuirle un carácter férreo, llenándole así las arterias de mugre y hierro fundido. Desde ese día, el hermano manchaba las cartas navideñas con un oro sucio y seco.

A las pocas horas, todos se presentaron ante su cueva, vestidos de gala y maquillados con sonrisas. El hermano se acercó al oír pisadas y salió encorvado de la habitación, con el meñique deshecho en oro. A lo lejos, extendido en el suelo como una alfombra, el Gran Padre había ensombrecido sus ojos y en su rostro le habían crecido unas espinas.

Aunque por la carta pareciera que todos habían ido a rescatarlo, nadie realmente quería que volviera. Sin embargo, una de las tuberías de la casa se había roto y había entrado una avispa que, con el tiempo, construyó un nido. Parecidas a sus dientes, todos habían pensado que acudir al Gran Padre sería una buena idea.

Aunque sabíamos que se enfadaría, las avispas nos impedían pasar, así que, con gran esfuerzo, el Gran Padre se levantó y anduvo lento y sibilante como un ogro adormecido ante la mirada enmascarada de todos sus enemigos.

Hasta entonces, el Gran Padre las había utilizado para golpear carne, pero su piel, lejos del hierro de su hermano, era tan fina y frágil como un horizonte. Las manos se deshilacharon rápidamente, y de los dedos crecieron patas negras que se irguieron y corrieron a la boca de su dueño. Del hueco de su brazo nacieron flores rojas, y de ellas supuró una baba negra. Padre lloraba sangre y de sus gritos asomaban las arañas de su boca.

Los días pasaron y el otoño se adentró en las entrañas de los cristales con su olor anaranjado. Un buen día, cuando todos celebraban su cumpleaños, advirtieron, atrapadas entre las espinas de una reja de alambre, a dos tórtolas de emplumado verde y ululante canto.

─Tengo cuerpo!
─Tengo cara ─respondía la otra.
─No queda cara.
─No queda cuerpo.

Nadie entendió nada, pero de debajo de las alas de una de ellas se deslizaron gráciles dos pétalos de rosa. Sus bordes estaban retorcidos, y uno de ellos aún latía.

Durante un mediodía primaveral en el que todos se habían ido a disfrutar de la playa, el Gran Padre que sólo era Grande decidió ungir los ojos del caballero con cemento y esperar a que se secara para extraer el molde. Tiempo después, en su despacho, unos ojos grises flotando en la vitrina comenzaron a decorar su biblioteca de clásicos.

Por su parte, el ciego decoró sus cuencas con pétalos de rosa y clavó por cada ojo dos alfileres verdes en su alma, carne verde, pelo verde. Desde entonces, el ciego sentía el latido de las orejas del Gran Padre como si fuesen disparos en silencio de un bosque adormecido.

¡Las orejas! ¡Las orejas! ─gritaba y sacudía el ciego de entre todos─. ¡Bajo sus alas laten las orejas del Gran Padre!

Todos miraron las tórtolas, y estas hundieron su cuerpo en los alambres y emprendieron, mutiladas, rápidas el vuelo. Mientras tanto, los pétalos se deslizaron en un bosque acompañados por la plegaria de una brisa.

Pese al aviso del ciego, nadie creyó lo que decía, así que todos cogieron los pétalos del bosque y visitaron, por última vez, al Gran Padre.

No había nadie en la cueva, pero todos contemplaron con admiración los hermosos techos decorados con oro y latón. Al principio, todos creyeron que se trataban de motivos corintios, con sus flores doradas y sus helechos bonitos, pero no tardaron en descubrir que eran simplemente manchas, como las de las cartas, valiosas únicamente para los negreros del barrio.

Resultaba que el hermano, en un impulso de inmortalidad, había decidido sobreponerse a la muerte y dejar su penúltimo tornillo para empezar a comer carne. Sin embargo, un trozo de hígado se encasquetó en los engranajes de sus pulmones y su espíritu dejó de funcionar. Como una gran máquina fundida, su torso se escondía en el ángulo oscuro de la cueva, negro y anochecido por la vida.

Nada quedaba del Gran Padre. Pronto todos pensaron si era posible la infección, pues el Gran Padre frecuentaba lugares prohibidos, pero todos entendieron que lo peor ya había sido.

Cuando todos fueron conscientes de ello, de que el Gran Padre se había ido, crecieron de sus bocas crisantemos bordados de lágrimas y rocío. Todos aún siguen llorando, pero el ciego empezó a notar, días después de la muerte, cómo las antenas de una cucaracha le empezaron a hacer cosquillas en la garganta.


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