Por distintos motivos no he visto las conferencias del no-E3 de 2024. El trasunto fantasmagórico de la mayor feria de videojuegos del mundo es ahora una sucesión más o menos concentrada de eventos digitales gestionados y editados por las propias compañías o personalidades de la industria. El caso es que el E3 nunca me ha gustado especialmente en su sentido profundo, aunque disfrutaba como el que más de su espectáculo superficial. El E3 era al mundo lo que son una whopper bien empaquetada y lustrosa, una fiesta de cumpleaños un sábado por la tarde o unas vacaciones en Torrevieja a principios de Agosto. Placeres irresistibles que se vuelven necesarios en medio de una marabunta de preocupaciones. Y una vez al año no hace daño.

Pero el no-E3 (o mejor dicho, el post-E3) ha dejado de ser irresistible. Su llegada trae consigo un importante hartazgo de este tipo de eventos. Eso, sumado a particularidades personales, ha hecho que directamente pase a ver resúmenes y trailers al día siguiente, sin dedicar el tiempo que antes le dedicaba al E3. Aunque creo que no soy el único: noto hartazgo y decepción con cada evento digital, con el estado de la industria, y con cada intento fallido de ofrecer la espectacularidad y la ilusión que antes generaban las compañías con sus lanzamientos triple A. Sin embargo, repetimos cada año, seguimos intentando buscar algo en esos eventos, siempre sin encontrarlo. Nuestros sueños y esperanzas están puestos en la industria del Triple A, en Microsoft, Sony y Nintendo. Después de años, y años, y años de continuas decepciones y desalientos, cabe preguntarse: ¿Estamos buscando en el sitio correcto?

Esperamos el verano de los eventos como quien espera el fin de semana tras una fatigosa semana de trabajo, tratando de encontrar algún giro que cambie la perspectiva de la próxima jornada laboral, un punch de ilusión que nos permita aguantar un tiempo más y, en esencia, un motivo que justifique el esfuerzo que hemos hecho y contraste un poco con la fatigosa cotidianidad. El E3, en sus buenos momentos, era como un fin de semana de ensueño. La feria californiana vivió sus mejores momentos cuando el mundo, en general, vivía sus mejores momentos: en los 2000, cuando el progreso tecnológico se percibía como exponencial y todo parecía posible. Esta sensación perduraba, una vez lamidas las peores heridas de la crisis del 2008, hasta comienzos de la década del 2010, cuando cada salto generacional era extremadamente tangible, cuando el HD nos hizo cambiar los televisores de tubo por pantallas planas, llegaron los controles de movimiento y las pantallas táctiles, los gadgets fallidos a la vez que revolucionarios. Y en lo que a videojuegos concretos se refiere, en el intervalo de poco más de un lustro aparecieron Kingdom Hearts, God of War, Mass Effect, Jak and Daxter, Call of Duty, Battlefield, Bioshock, Super Mario Galaxy, Demon’s Souls, Batman Arkham, Uncharted, Gears of War, Mirror’s Edge, Heavy Rain, Dead Space y otras tantísimas nuevas IP que hasta a día de hoy siguen siendo las más importantes del mercado por sentar precedentes estéticos y mecánicos en ese punto concreto que, a su vez, vio nacer a los primeros grandes indies como Cave Story, Braid o FEZ, hasta que hoy en día tenemos cientos de lanzamientos diarios en una diversidad de plataformas inimaginable.

En el E3 cada año se pedía innovación, subvertir géneros, nuevas IP, tecnologías rompedoras; ilusión por algo nuevo, tuviese o no un número tras el título. Ahora estamos en otra época: parece que no queda otra que vivir de las rentas. La industria del videojuego triple A nos ofrece como menú, principalmente, remakes, remasterizaciones e iteraciones insustanciales de lo mismo de siempre. Vivimos en la época del videojuego-algoritmo: todo está puesto al servicio del dólar, la creatividad en la industria que genera más dinero que el cine y la música está supeditada al crecimiento infantil de las macrocorporaciones.

Seguimos buscando los sabores de un bistec en una lubina; la industria del triple A ya no puede darnos, al menos de momento, aquello que queremos y necesitamos más que en diluidas y erráticas dosis. Hemos entrado en una nueva época, representada por la inteligencia artificial y la deshumanización, formulada exclusivamente en términos métricos. Uno tiene la sensación de que el videojuego, cuanto más crece en términos mercantiles, más contrae su capacidad de ilusionar en un mundo de ideas perennes. Si antes internet y el videojuego eran la punta de lanza de la vanguardia tecnología y, por tanto, de la ilusión y la ciencia ficción, ahora están tornando en maquinarias despersonalizadas de consumo masivo y pasivo, en un deja vú gigantesco que nos introduce en un sueño de la marmota constante.

Quizá todo fue siempre así; quizá seamos nosotros los que hemos cambiado y nos hayamos vuelto incapaces de apreciar los nuevos sabores. Quizá se nos haya atrofiado el gusto y nos deleitemos más en los amargos que en los dulces. Pero creo que va más allá: el mundo ya es incapaz de sorprendernos, y las grandes producciones del videojuego son un fiel reflejo de lo mismo. Las ideas son vagas, la monetización estorba, la lucha encarnizada por destacar causa una paradójica homogenización. El mundo se ha instalado en la desilusión y los videojuegos con él.

Sólo queda centrarse en el núcleo de todo y tratar con cierto desdén la farándula a su alrededor: miremos más los buenos juegos y menos a donde quieren que miremos. En su día lo consiguieron porque sabían cómo hacerlo, tenían herramientas y cierto sentido del gusto, pero ahora son torpes y un poco malvados. Alejarse de las vías principales preestablecidas ya no es simplemente un alegato por lo alternativo y lo punk. El culto al buen videojuego y al buen jugar, la dedicación consciente de conversar y pivotar únicamente en torno al videojuego y no en torno a toda la industria que le rodea ya no son opciones hipsters: hoy en día, son necesidades. La única forma de recuperar la ilusión es, con la conciencia plena y la información suficiente del estado de la industria, alejarse decididamente del ruido y la algarabía. Centrémonos en los juegos buenos, en todas las miradas que ofrece el medio, porque ahí, y no en la industria, es donde podremos recuperar la ilusión.


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