Rysar Kapuściński.

Cuando el proceso de globalización era incipiente, uno de los objetivos, o consecuencias aparentemente lógicas, era el de unirnos, acercarnos como antes no era posible, y poder compartir las diferentes formas de ver el mundo. Se ha logrado una inmediatez en la transmisión de la información casi universal, pero esa velocidad ha tenido sus consecuencias negativas. El flujo de noticias es inabarcable, estamos saturados; y la información falsa, junto a la creación de narrativas ficticias, es una inconveniencia ancestral que ha sido bendecida por ello como nunca antes. Además, a menudo carecemos del tiempo y el ritmo de procesamiento adecuados para reflexionar y desarrollar un pensamiento crítico. Sea por estas razones que expongo a modo de hipótesis, o consecuencia de otras muchas que no tienen cabida en este espacio reducido, hay algo a todas luces innegable: tal y como dice Alex Garland en su entrevista para la revista Fotogramas: «estamos viviendo unos tiempos de polarización muy peligrosos, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo».

El hecho de que el director y guionista británico, en la que es ya su cuarta incursión ejerciendo ambos roles, haya decidido situar «Civil War» en la tierra de George Washington no es del todo casualidad. La película se ha estrenado mientras Donald Trump calentaba motores para la campaña electoral, un candidato que ha tenido que dar respuestas ambiguas sobre sus posibles deseos de actuar como un dictador una vez llegara a la Casa Blanca. Meses después ha ocurrido el intento de asesinato, gracias al cual Trump ha podido perfeccionar su cosplay de Gumshoos. Por supuesto que la película encaja a la perfección con el actual panorama del país que usa como ejemplo, sin embargo, Garland se ocupa de que no podamos adjudicar la existencia de su argumento a una analogía concreta del mundo, sino a una idea más bien general.

En el guion del largometraje, el presidente de los Estados Unidos de América ha decidido alargar su mandato hasta un tercer mandato, dejando a un lado las reglas preestablecidas de la democracia estadounidense, y haciendo uso de las fuerzas del estado. No podemos identificar qué tipo de presidente es, ni tan siquiera si es republicano o demócrata, debido a un detalle demográfico que es más fácil de entender para el público del país norteamericano. Y es que las fuerzas rebeldes Occidentales, que suponen la principal oposición al presidente, están formadas por los estados de California y Texas, que normalmente se caracterizan por tener orientaciones políticas muy diferentes. Si han podido unirse, ha debido ser por una causa mayor, algo que todo el mundo pueda compartir. El presidente representa al fascismo al que esta sociedad polarizada parece abocarnos, como una consecuencia inevitable de las fracturas, cada vez más marcadas, entre las diferentes posturas políticas.

Su viaje tiene sentido, ya que se trata de un presidente que hace las veces de dictador, incluso ha disuelto el FBI, y no rinde cuentas a nadie. Cuando los personajes principales comienzan a dibujarse, y el motivo principal del guion está completamente listo para arrancar, es cuando la razón de ser de «Civil War» toma partido, convirtiéndose en un aliciente o una decepción, dependiendo de lo que el público esperara. Al igual que el personaje de Spaeny, Alex Garland quería ser como los corresponsales de guerra que, en su caso, conocía de cerca. Su padrino, y el hermano de éste, ejercían dicho trabajo y le contaban acerca de sus viajes a Vietnam o Camboya. Incluso el propio Garland trató de dedicarse a escribir ‘no ficción’, antes de publicar su conocida primera novela, «La Playa» (que sería llevada al cine, otorgándole a Leonardo DiCaprio, en aquel año 2000, una nominación a los Premios Razzie, por peor actor principal). Eran tiempos muy diferentes, como es fácil observar.

Es por esto último que Garland intenta hacer un homenaje a un oficio que ha sufrido la denostación del público general en los últimos años, con personajes como Elon Musk desacreditando el periodismo a diario, y con ello influyendo en millones de personas. Antaño, antes de que cualquiera pudiera difundir la información que quisiera como igual de válida que cualquier otra, el periodismo en términos generales ostentaba un prestigio que se ha perdido por completo. Cada año, Reporteros sin Fronteras analiza el estado de la libertad de prensa en 180 países. En 2024 tan sólo 8 alcanzaban lo que RSF reconoce como «buena situación». En 2019 eran 15, en 2015 eran 21, y en 2013 tal calificación se le otorgaba a 25 países. Esto no significa necesariamente que la prensa esté actualmente más oprimida que nunca, pero muestra cómo ese desprestigio no es sólo una sensación palpable en el ambiente. Jessie, la joven fotógrafa del largometraje, también tiene unas palabras de admiración para Lee Miller, quien fue una modelo y fotógrafa artística de principios del siglo XX, llegando a trabajar como corresponsal en la segunda guerra mundial para la revista Vogue. Garland mira al oficio como Jessie mira a las dos ‘Lee’ mencionadas, con admiración y respeto.

La naturaleza del conflicto en el que están, una guerra interna dentro del propio país, y no con un invasor al que reconocer como enemigo, crea una tensión constante que permite esbozar escenas muy diferentes, tanto en lenguaje cinematográfico como en significación. Desde una manifestación a una refriega urbana, pasando por un control de carretera o la confusión de no saber si has perdido el control de la situación por un simple malentendido con unos desconocidos. Al final, pueden surgir preguntas comunes, como si contar la historia realmente merece la pena, o si hay motivos para sentirse vivo cuando el ser humano es consciente de todo lo que ocurre a su alrededor.

Si bien Garland trata de mostrar más que contar, como el fotógrafo imparcial que simplemente retrata, encuentra tiempo y forma de plasmar el racismo que aún habita de forma estructural en la sociedad estadounidense. A pesar de la fuerza narrativa que tiene dicho momento, por encima del resto de diálogos, logra mantener estricta su estructura formal, y no desviarse de la motivación inicial de la cinta. No es una narración perfecta, y está justificado pedirle más discurso personal, pero creo que no está falta de coherencia y sentido.

Los personajes ni siquiera necesitarían nombres para servir al propósito de «Civil War», bien podrían ser anónimos, y es que las grandes preguntas que afectan al oficio de corresponsal de guerra seguirán ahí tras sus historias personales. Tan sólo me atrevería, como espectador, a concluir una respuesta para acompañar a tantas dudas, y es que contar la verdad no sólo importa, es necesario. Una verdad que se traduce en poder poner los ojos del mundo entero sobre hechos que, de otra forma, ocurrirían y desaparecerían en la inmediatez del paso del tiempo. Siempre se han contado historias, escrito incluso poemas épicos, o retratado acontecimientos importantes, pero las herramientas modernas nos permiten, como a Jessie y a Lee, llegar hasta cada una de las vidas que se esconden tras cada conflicto. Parece que la verdad se diluya entre tal masificación de la información, pero esto sólo significa que es nuestra responsabilidad buscarla, porque podemos contar lo que nunca antes se ha podido contar, dar rostro y voz al que nunca ha tenido tal cosa. «Civil War» es, a fin de cuentas, una serie de fotografías en movimiento que nos recuerdan la importancia de la compleja búsqueda de la verdad, en un mundo que parece haber perdido la fe en su existencia.


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