No hay caminos fáciles cuando se trata de desarrollar un videojuego con un mínimo de calidad, y el recorrido de D-PAD Studio con Owlboy fue especialmente complicado. Comenzó a germinar en 2007, incluso antes de la fundación del estudio noruego como lo conocemos. Casi al final de su desarrollo estuvieron a punto de tirar la toalla, y finalmente en 2016 pudimos ver cómo el esfuerzo de tantos años daba sus frutos, con el lanzamiento en PC. Un poco más tarde, en 2018, fue cuando dio el salto al resto de plataformas principales.

El aura de expectación fue creciendo a medida que avanzaba el desarrollo, y el ámbito de los juegos independientes crecía a la par. Hay quien decía oler el aroma a clásico mucho antes de que estuviera terminado y hubiéramos podido jugarlo. Algunos años después, lo cierto es que su efecto no parece haber sido el de un juego de influencia atemporal. Esto no significa, sin embargo, que no merezca recordarse más a menudo de lo que suele hacerse.

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Nos ponemos en la piel de Otus, un torpe búho mudo, y haremos frente a serie de nefastos eventos que perturban la tranquilidad de nuestro pueblo. Esta breve descripción del personaje es esencial para entender toda la intención narrativa que compone la obra de D-PAD Studio. Gran peso de la forma de contar la historia recae en los diálogos, pero si tenemos en cuenta que Otus no puede hablar, las animaciones y gestos de los personajes cobrarán especial importancia. Las conversaciones han llegado con una traducción al castellano prácticamente impecable, y prestarles atención no solo nos brinda buenas cantidades de humor, sino una visión bastante clara de cuál era el objetivo de Owlboy desde el principio: un viaje emocional en forma de aventura.

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A partir de unas mecánicas tan simples, el abanico de géneros y propuestas jugables es tan amplio como ambicioso. Apenas se puede catalogar, podríamos recurrir al manido metroidvania de forma tangencial, o incluso a una variante entre Megaman y shoot ‘em ups. Lo cierto es que su aliciente es también su talón de Aquiles, ya que si bien supone una experiencia variada y que sabe mantenerse fresca de principio a fin, es comprensible que haya quien llegue a Owlboy esperando algo concreto que saciar. Tampoco intenta ofrecer grandes retos en cuanto a dificultad, quizás dando prioridad a la fluidez de la narración, pero esto unido a sus fugaces coqueteos con todo tipo de mecánicas, da la sensación de estar en un buffet de entremeses. De este modo, queriéndolo o sin querer, su ambición es un arma de doble filo, pero no se le puede negar que acierta en lo que intenta, aunque a veces sea con timidez.

Buena parte de la profundidad que trae consigo su diseño de niveles se ve apoyada en una serie de mejoras, que nuestro personaje va adquiriendo. Bien con nuevos compañeros de aventuras, o bien consiguiendo monedas que canjeamos en la tienda. El tratar de dar pinceladas bien dadas en muchas direcciones puede parecer una decisión cuestionable, pero no dudo de que ha debido ser a conciencia, sabiendo que puede desdibujar la obra si uno se aproxima a ella desde un ángulo preconcebido. En lo que respecta a concentrar sus cualidades y no tender hacia una grandilocuencia vacía, comparte parámetros con la anterior creación del estudio, Savant – Ascent, que junto al que es su siguiente título, Vikings on Trampolines, parecen comprometidos a seguir explorando el mismo estilo gráfico. Esta búsqueda de la identidad artística también se deja ver en la banda sonora orquestal que nos acompaña, y que también cuenta con ligeros toques musicales traídos de la época de Super Nintendo y Megadrive. Los más de sesenta cortes musicales bajo la firma de Jonathan Geer aúnan todo tipo de composiciones, y deja el conjunto a la altura de aquellos tiempos en que David Wise hacía de las suyas para Rare, o Nobuo Uematsu para Square —salvando las distancias

Una vez terminada la historia principal, de la que es fácil distraerse en ocasiones, Owlboy pone a nuestra disposición la posibilidad de completar la búsqueda de secretos, mejoras y objetos que nos puedan faltar. Puede entreverse cierta intención de crear una obra llena de matices, con diferentes capas de complejidad, y un fondo donde ahondar. La exploración es tan satisfactoria como el descubrimiento de cada nuevo nivel o cada nuevo personaje, y lo que parece en un primer contacto ser un juego inmenso, acaba siendo de proporciones medidas al milímetro. Su apuesta en la narrativa y la jugabilidad le dan entidad propia de por sí, pero si fuera necesario quedarse con un sólo motivo para jugar a Owlboy, es su capacidad para la belleza artística a través del pixel, una labor de artesanía que el mundo del videojuego nos permite disfrutar, y a menudo no se valora como debería.


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