casa

Sin embargo, hay un punto en ese horizonte que todos intentan evitar. En el risco que se encuentra entre la lluvia y el sueño, justo al lado de los planetas, brilla, cada noche, una pequeña casa de empinado tejado negro. Solamente algún avezado turista se atreve a acercarse, y hasta el hombre más viejo del pueblo, que aún usa pesetas y guarda en su casa estatuillas de santos y vírgenes olvidados, acostumbra a decir que esa casa ya estaba cuando hubo llegado su bisabuelo desde tierras lejanas. Aquellos que han conseguido acercarse no han visto más que un cálido cristal empañado y una chimenea que parece absorber todas las brumas del mundo. Se han percatado también de que la puerta no tiene cerradura, y algún espíritu observador ha llegado a oír, incluso, durante las noches inundadas de silencios, el sorber de una pipa y la vibración sutil de un aire inusitado.

No se encontraron con grandes alardes lúdicos, y el punto más turístico del pueblo era, quizás, la estatua de una trucha saltando en el centro de la plaza de la iglesia. Aquella mañana también había llovido, y la piedra mojada obligó a los dos hermanos a dirigirse al bosque. Se encontraba en lo más alto del pueblo, y un pequeño arco aovado daba la bienvenida junto a un pequeño tronco talado en el que descansaba la imagen de un santo
sin nombre. El juego que habían inventado los hermanos consistía en llegar lo más lejos posible antes de que la noche cayera, y siguiendo el sendero de luces que se mantenían a la espera de la noche, consiguieron llegar a la extraña casita de empinado tejado negro. El más pequeño se asomó a la ventana con aire curioso, mientras que el más mayor exploró los alrededores. El silencio embadurnaba el aire como un aroma, y ninguno de los dos vio más que el hermosísimo paisaje ecuóreo que se expandía infinitamente a través de sus ojos, su piel y sus sentidos.

El hermano pequeño acudió, sin permiso del mayor, a acariciar al gato, pero éste, huidizo, corrió hacia la casa. El pequeño lo siguió, y el mayor lo siguió a su vez. Cuando el mayor se asomó por la ventana iluminada siguió sin ver nada, pero el silencio se fracturó de golpe por una inspiración tan profunda que parecía haber sorbido el bosque entero. Gato y hermanos se detuvieron, petrificados por la llamada, y en el instante en que el que el lomo del animal se erizó por el miedo natural a lo inmensamente eterno y desconocido, el hermano pequeño vio cómo el pomo de una puerta se dibujaba bajo el arco creado por el vientre del animal, iluminado por la luz de una luna que había empezado a asomarse entre las ramas del bosque. La puerta se abrió.

Nadie espera nada de aquello que siempre ha estado allí. De las estrellas, de los árboles, de las piedras. En el furor de una vida acompasada por la muerte, aquello que permanece eternamente deja de tener interés, y nos acercamos, sí, tú y yo, nosotros, vosotros, al instante, lo instantáneo. La casa siempre estuvo allí, está y estará, cerrada y callada, como si durmiera, pero en el instante de lo eterno, en la noche de los tiempos, en la tierra, cuando ya no quede nada, en el preciso instante en el que esta historia acaba, ahí, justo ahí, algo despierta, como un fuego; una puerta se abre, una idea. Los dos hermanos vieron, en vez de un salón, un enorme hueco en el piso, astado de huesos y espinas, que giraba poco a poco, y en el ápice del salón, donde debería haber una cálida lamparita, colgaba una úvula casi arbórea, brillante como una estrella, que hipnotizó a los niños con una belleza tan acristalada que acudieron al canto de sus miradas, ajenos de sí mismos, del gato, de la noche, del camino, y en la poesía del momento, en la anatomía del instante, durante el estallido de las galaxias, nunca más se supo más de ellos.


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