Por la mañana, la niebla asciende del mar por los acantilados de más allá de las montañas. Sube como una espuma vaporosa, y se cuela por las cicatrices de la tierra, elevándose a unos cielos dominados por leviatanes. Más tarde, las lluvias estivales mojan los tejados de los poetas y las nubes esparcen los sueños como cuentos relatados por planetas durante una noche estrellada de palabras. Al alzar del día, la bruma hinche sus costados y una blancura algodonosa es suspirada a través de todos los rincones del pueblo por el tañido acampanado de unas boyas que marcan los límites de un mundo irrealizado.
En el punto más septentrional del pueblo, los riscos se alzan ignotos de la maravilla, curiosos y asentados como gigantes de otros tiempos. La gente del mar mira los riscos como si fueran estrellas, y en el recortar del horizonte, el sol encuentra su marcha más temprana. Son, para la gente del pueblo, parte del firmamento, y como si el aire faltara en sus miradas, los riscos se elevan impertérritos en una soledad jamás contada.

Sin embargo, hay un punto en ese horizonte que todos intentan evitar. En el risco que se encuentra entre la lluvia y el sueño, justo al lado de los planetas, brilla, cada noche, una pequeña casa de empinado tejado negro. Solamente algún avezado turista se atreve a acercarse, y hasta el hombre más viejo del pueblo, que aún usa pesetas y guarda en su casa estatuillas de santos y vírgenes olvidados, acostumbra a decir que esa casa ya estaba cuando hubo llegado su bisabuelo desde tierras lejanas. Aquellos que han conseguido acercarse no han visto más que un cálido cristal empañado y una chimenea que parece absorber todas las brumas del mundo. Se han percatado también de que la puerta no tiene cerradura, y algún espíritu observador ha llegado a oír, incluso, durante las noches inundadas de silencios, el sorber de una pipa y la vibración sutil de un aire inusitado.
A los pocos días de empezar la temporada de verano, llegó una familia de vacaciones. Eran dos hermanos, un padre y una madre. Vestían sandalias, bañador y musculosa, y alternaban viseras estridentes, gafas de plástico y mochilas de cordón con la estampa de una vida sin problemas. Se habían instalado en uno de los apartamentos de la señora F, y la idea consistía en un tranquilo verano en la costa norte del país. Los niños, uno más mayor que el otro, ya habían desaparecido por las angostas calles que llevaban a la plaza cuando el padre no había acabado de bajar todas las maletas, y la madre ya se había acomodado en la reposera del jardín trasero que daba a una piscina verdosa y a una zona de picnic.
No se encontraron con grandes alardes lúdicos, y el punto más turístico del pueblo era, quizás, la estatua de una trucha saltando en el centro de la plaza de la iglesia. Aquella mañana también había llovido, y la piedra mojada obligó a los dos hermanos a dirigirse al bosque. Se encontraba en lo más alto del pueblo, y un pequeño arco aovado daba la bienvenida junto a un pequeño tronco talado en el que descansaba la imagen de un santo
sin nombre. El juego que habían inventado los hermanos consistía en llegar lo más lejos posible antes de que la noche cayera, y siguiendo el sendero de luces que se mantenían a la espera de la noche, consiguieron llegar a la extraña casita de empinado tejado negro. El más pequeño se asomó a la ventana con aire curioso, mientras que el más mayor exploró los alrededores. El silencio embadurnaba el aire como un aroma, y ninguno de los dos vio más que el hermosísimo paisaje ecuóreo que se expandía infinitamente a través de sus ojos, su piel y sus sentidos.


No obstante, puede que por un hechizo o por el embrujo de las horas de verano, un aliento púrpura empezó a cubrir el cielo y a encender las luces del camino. Los dos hermanos decidieron volver, y así lo habrían hecho si el más pequeño, por una casualidad de su inocencia, no hubiera atisbado, por el rabillo del ojo, a un gatito blanco. Ya habían visto que la puerta no tenía cerradura, y que de ahí era el paisaje lo que verdaderamente merecía la pena, pero en el girarse del hermano pequeño hacia el gato blanco, el hermano mayor se dio cuenta de que las luces de la casa se habían encendido como se habían encendido las luces del camino, las colas de las luciérnagas y el haz de las estrellas.
El hermano pequeño acudió, sin permiso del mayor, a acariciar al gato, pero éste, huidizo, corrió hacia la casa. El pequeño lo siguió, y el mayor lo siguió a su vez. Cuando el mayor se asomó por la ventana iluminada siguió sin ver nada, pero el silencio se fracturó de golpe por una inspiración tan profunda que parecía haber sorbido el bosque entero. Gato y hermanos se detuvieron, petrificados por la llamada, y en el instante en que el que el lomo del animal se erizó por el miedo natural a lo inmensamente eterno y desconocido, el hermano pequeño vio cómo el pomo de una puerta se dibujaba bajo el arco creado por el vientre del animal, iluminado por la luz de una luna que había empezado a asomarse entre las ramas del bosque. La puerta se abrió.



Nadie espera nada de aquello que siempre ha estado allí. De las estrellas, de los árboles, de las piedras. En el furor de una vida acompasada por la muerte, aquello que permanece eternamente deja de tener interés, y nos acercamos, sí, tú y yo, nosotros, vosotros, al instante, lo instantáneo. La casa siempre estuvo allí, está y estará, cerrada y callada, como si durmiera, pero en el instante de lo eterno, en la noche de los tiempos, en la tierra, cuando ya no quede nada, en el preciso instante en el que esta historia acaba, ahí, justo ahí, algo despierta, como un fuego; una puerta se abre, una idea. Los dos hermanos vieron, en vez de un salón, un enorme hueco en el piso, astado de huesos y espinas, que giraba poco a poco, y en el ápice del salón, donde debería haber una cálida lamparita, colgaba una úvula casi arbórea, brillante como una estrella, que hipnotizó a los niños con una belleza tan acristalada que acudieron al canto de sus miradas, ajenos de sí mismos, del gato, de la noche, del camino, y en la poesía del momento, en la anatomía del instante, durante el estallido de las galaxias, nunca más se supo más de ellos.
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