El pequeño Herán, con su apariencia desaliñada y su cabeza inundada de sueños que iban más allá del valle, se apresuraba para llegar a la cabaña del druida antes de que el atardecer cediera el testigo al manto de la oscuridad. Era la estación final del cambio de ciclo, la época en que Mordánix, uno de los druidas más longevos conocidos, visitaba las aldeas del sur. En su gremio era costumbre realizar una serie de tareas purificadoras, permitiendo así que los astros fueran benevolentes con el destino de aquellas tierras. Era difícil concretar cuáles eran las funciones exactas de estos ancianos viajantes, en unas ocasiones tomados por magos, en otras oradores experimentados, o incluso embaucadores si así se lo proponían.

Bosques escuálidos, ríos sedientos, y un viento embravecido rodeaban el asentamiento, cuando Herán asomaba finalmente en la reunión que Mordánix tenía con otros de la misma edad que nuestro fatigado amigo, todos ellos invitados a ir allí por sus progenitores. Se disponían a escuchar un relato que al menos una vez había escuchado cada generación de la aldea. Mientras se sostenía en un bastón de madera de roble, las cuerdas vocales del druida esgrimían las primeras vibraciones al mismo tiempo que sus invitados tomaban asiento y la noche caía completamente sobre su techo.
Millares de huesos provenientes de vuestra especie alimentaban ya la fértil tierra que pisamos, mas manceba era aún ésta. La madre Lluvia sufría y esperaba en silencio a que el Dios de la tormenta se percatara. Su atención requería, pero no la recibía. Esperó en demasía y los primeras muertes llegaron: deshidratación, fiebre, inanición. Era demasiado tarde para huir, ya sin fuerzas ni medios con los que alcanzar la salvación en la desconocida lejanía, y vuestros ancestros se preguntaban qué podría estar afligiendo de tal forma a la madre Lluvia. Pocos sobrevivían cuando mi antecesor y maestro de maestros, Mordánix, tuvo la desventura de cruzar vuestras tierras. Consternado por la horrible visión que acontecía tomó la concienzuda decisión de ayudarles.
A las órdenes del druida, prepararon una gran hoguera en el centro de la aldea, lo que inquietaba a los lugareños, ya que temían no poder enfrentarse a la ira de las llamas una vez avivadas. Rodearon así las materias combustibles con una gran pared circular de piedra, dejando una única abertura, por donde el sacrificio entraría antes de comenzar el ritual. Mordánix sonreía para sí, mientras la joven y pura criatura se adentraba temblando y gimoteando. Apenas las primeras ascuas relucían, tapiaron definitivamente la hoguera y solamente hacia el cielo podían dirigirse los gritos de auxilio y el creciente humo.
El estridente sonido del agonizante ofrecimiento acompañaba a un fulgor que trataba de asomarse por entre las rocas. El corazón del fuego infundía temor en los desesperanzados testigos. El aire húmedo se concentraba entre la temblorosa fortificación, girando cada vez más fuerte, elevando cada vez más la oscura humareda; llegando a crear un pilar de violenta y negra ventisca húmeda, tan alta y desafiante a los límites de nuestra vista, que trastornaba el viento y las nubes a su alrededor. De pronto, la columna de fuego y viento huracanado recibía el impacto de un rayo, seguido de un segundo, y finalmente un tercero, todo ello en la travesía de un parpadeo. Las rocas se tambalearon, y cedieron hasta caer de lleno en lo que hace un instante era una hoguera aterradora.

Un silencio perturbador invadió a los presentes, que observaban la pila de rocas aún calcinante moverse ligeramente, poco a poco, concentrándose para formar una figura similar a la que conocían como un ser vivo de su propia especie, con la salvedad de portar dos veces el tamaño de su altura y constitución. No sin resquicios de llamas entre sus aberturas, parecía dirigir una mirada a todos quienes le observaban con temor. Una primera gota de agua cayó sobre el Gólem. Una segunda descendía sobre el druida, y casi a la par una tercera daba pie a una llovizna constante que desató el júbilo de vuestros inocentes congéneres. Entre el bullicio y la inesperada celebración, la figura rocosa desapareció adentrándose en el bosque, sin que nadie se percatara.
Aquellos felices insensatos quisieron colmar de presentes al viejo Mordánix, pero él apenas aceptó lo justo y necesario para proseguir su camino. Se marchó sin contarles la condición que habían aceptado para que su aldea perdurara en el tiempo. Con el paso del tiempo aprendieron. Al final de cada ciclo, el Gólem volvería a reclamar un alma más. Una joven, de alguien lo suficientemente puro como para proporcionarle vida durante su peregrinación. Es guiado hacia aquí por los de mi condición, que le ofrecemos exactamente lo que necesita. Y la noche de su visita no es otra sino esta que presenciáis.
El suelo de la cabaña comenzó a temblar, los niños y niñas se levantaron precipitándose para salir corriendo de allí, pero se encontraron con una pared que parecía moverse, agachándose para poder introducirse por la puerta de aquel habitáculo. El grupo, atemorizado, fue a aglutinarse lo más lejos posible de aquella inmensa cosa formada por rocas y restos de hierba.
Herán quiso seguir al enjambre huidizo, cuando un bastón se cruzó con sus pequeñas piernas. En el suelo, nada más girarse, pudo ver una amalgama de rocas acercarse a su rostro. Podía sentir unos ojos entre los ínfimos pedruscos que sin duda albergaban una mirada, atravesando la misma los entresijos de su alma y quemando su sien por un instante. Una ligera carcajada de Mordánix se produjo, y con una rapidez inesperada el Gólem se acercó a él hasta casi tocarse cráneo contra roca.

El nuevo juicio era más intenso, el druida comenzó a sudar debido a un calor que germinaba en su interior, y flaqueando soltó el bastón. Éste no llegó a caer, siendo sostenido por el Gólem, que con su otro brazo apretaba el cuello del viejo ya casi sin vida. Un último suspiro se desprendió de aquel cuerpo que la bestia rocosa no tenía intención de soltar. Ofreció el bastón a Herán, que lo aceptó perplejo y confundido. Y así fue como el Gólem se marchó, llevándose una última alma consigo, y con la esperanza de que la lluvia no necesitara de sus visitas ya más.
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