Hace tres años, una madre me recomendó Invisible durante una tutoría. Yo lo había visto en alguna librería y publicitado en redes, y confesé que no lo había leído, pero que me apuntaría la recomendación. Era el profesor de Lengua y tutor de su hijo, y este estaba sufriendo una retahíla de jugarretas por parte de varios compañeros que se descubrieron cuando el alumno me mostró unas conversaciones privadas en las que se leían amenazas. Tres años después, y tras haber visto la serie de Invisible (Paco Caballero – 2024), las fibras de mi cuerpo se han tensado y el recuerdo se me ha estremecido en la garganta.

Hace algo más de diez años, durante un patio, un compañero de clase me contó que otros lo habían parado de camino a casa y le habían tirado las cosas a una fuente cercana, mochila, chaqueta, libros… Y aunque hubo cierto alboroto en el claustro de profesores durante un par de días porque no era la primera vez que eso sucedía, el problema surtió en nada. Simplemente quedó el recuerdo de que aquella promoción, la mía, había sido imposible de amansar. El tiempo pasó y los otros que paraban en los caminos se quedaron en los caminos, y las aguas se calmaron y el olvido tejió su mortaja sobre todos nosotros.
Recuerdo que una de las soluciones fue la película Cobardes (José Corbacho, Juan Cruz – 2008), en la que un niño era acosado por ser pelirrojo. No fue una solución, ni tampoco un parche, pero es un punto de inflexión que tomo en el presente para indicar que no había sido hasta entonces que el acoso escolar había tenido la relevancia suficiente como para ser tratado en el aula. El bullying era una palabra relativamente nueva, como ahora lo es ansiedad; siempre ha existido, pero ahora todos los niños son capaces de identificarla. Hicimos algún taller y un par de charlas a la hora de tutoría, pero todo quedaba ahogado en un silencio por parte de profesores, padres y compañeros.


Cuando estudié el máster de profesorado, durante la pandemia, hubo bullying. A ver, no era bullying, ¿cómo va a ser bullying? Si tenemos todos más de veintipico años, ¡E íbamos a ser profesores de secundaria! No, no fue bullying. Solamente se crearon dos grupos de WhatsApp, uno para un compañero que intervenía en las clases con aportaciones personales y otro para una compañera cuya dificultad con el idioma le impedía seguir bien las clases virtuales. En ambos grupos decidieron dibujarlos y caricaturizarlos para ponerlos de foto de perfil, y durante los trabajos grupales —que otra cosa no, pero trabajos hubo muchos—, las personas de esos grupos se ofrecieron a ir con el compañero y la compañera para sabotearlos. Y lo consiguieron. Los profesores simplemente asumían que las dinámicas que daban en su asignatura desde la teoría eran imposibles en la práctica, por lo que no solamente degradaron el aviso de atención que dio la compañera acosada, sino que además la culparon de haber escogido mal el grupo, la carrera, el máster y la decisión de haber emigrado.
Lolita Bosch fue una de las cuantas invitadas a dar una charla sobre el bullying durante el máster. La profesora de nosequé asignatura siempre apelaba a la complejidad del tema, y sus estudios de posdoctorado le impedían estar al día con ese tema tan nuevo del bullying [sic]. Lolita Bosch, con una amplia experiencia global que descubrí aquel día durante la charla, concluyó que la solución al bullying es que no había solución. Había contado sus experiencias en México y otros países y había concluido que en lugares más subdesarrollados la violencia se había convertido en un código social tan inherente que era imposible deshacerlo. Con todo, la premisa que quedó en mi cabeza fue esa: la solución al acoso es que no hay solución.
En ese sentido, la serie de Invisible da en el clavo: no hay una solución. Pero a diferencia de quienes ven el problema desde arriba, dilucida cuáles son las vías de acción para paliarlo. La historia se centra en un chico al que apodan Capi, por Capitán América, y el gancho de la serie —y probablemente del libro— se encuentra en su estructura de novela criminal: un clímax iniciado por un accidente desconocido cuya resolución va desenredándose a medida que vamos reconstruyendo los hechos para saber qué fue lo que pasó. La trama se teje entre los personajes, pero a diferencia de otras series como Por trece razones (Brian Yorkey – 2017), aquí los amigos y los acosadores no juegan a descubrir qué fue lo que pasó, sino que digieren la consecuencia de sus actos. Tanto compañeros —Zaro, Kiri, MM— como adultos —padres, profesores, la directora del centro— escurren el bulto, y es el espectador, partícipe en realidad de todo esto, quien descubre, impotente, lo sucedido.

Toda esta carga de verosimilitud hace de la serie, y probablemente del libro, un gran acierto. Sin embargo, nos encontramos con el elefante en la cristalería: no hay solución al bullying. Hace treinta años, como nos muestra La Profesora, de la que, al igual que Capi, no sabemos el nombre porque también fue invisible en su día, el bullying sucedía en las escuelas con mayor intensidad, si cabe, que ahora. No porque la mente de los niños de antaño fuese más perversa, sino porque no se consideraba que el bullying fuera algo para tratar en una Institución de Enseñanza. Hace diez años, en mi caso, tampoco se trató, y hace cuatro, en un máster de profesorado, los expertos en acoso escolar concluyeron que no había solución para el acoso escolar. ¿Entonces, de qué sirve esta serie? ¿Qué vías son las que dilucida?
Atención: a partir de aquí se hacen spoilers de la serie

Me enteré del acoso a los dos compañeros de máster porque me incluyeron en aquellos grupos de chat en los que vi todo, y por una pulsión inefable de miedo, el incidente de la fuente y otros tantos que me contaba mi compañero de clase cuando teníamos trece años nunca se llegaron a comunicar a ningún adulto. Con el antaño nada pude hacer, pero en el máster, ya curtido, hallé la misma vía que dilucida la serie de Invisible, y que es quizá la solución más efectiva contra el bullying: tomar las riendas de manera personal. En la serie, Capi descubre su invisibilidad cuando es acorralado por sus acosadores y, cerrando los ojos, se da cuenta, al abrirlos, de que los acosadores se van sin hacerle nada. Luego vuelve a probarlo levantando la mano en clase, y también pasando entre su grupo de acosadores durante el recreo. Sin embargo, se nos desvela la razón de su poder: la Profesora, representada como un gran dragón, era quien estaba allí en cada momento, sin que él lo supiera, y cohibía cualquier fechoría que los matones quisieran hacerle: los ve cuando lo acorralan, los vigila cuando Capi pasa entre ellos, los marca cuando Capi decide levantar la mano en clase…
La Profesora, en un primer momento, cumple con el protocolo: avisar a dirección. Si bien cada equipo directivo es un mundo, es una bandera roja como una casa aquel que diga que no existe bullying en su centro, pues la máxima del acoso escolar es que siempre, en cada aula de cada tiempo, siempre, hay un caso de bullying. Es muy interesante —y real— poner sobre la mesa la ineptitud de la directora porque hay un gran número de docentes que piensa y actúa con la misma abulia que en la serie. Serán cosas de críos, ellos lo solucionan solos, tiene que haber una prueba fehaciente, es que quizá él ha hecho algo también… Víctima en su tiempo del mal de la invisibilidad, la Profesora decide entonces tomar las riendas de manera personal y proteger al chico.

En el mundo real cada profesor tiene a su cargo unos ciento treinta alumnos, y es imposible atenderlos a todos todo el tiempo. Es algo en lo que la serie acierta también cuando evita la intervención de la Profesora en todas las escenas en las que uno piensa ¿Por qué no interviene la Profesora? Al alumno de mi tutoría que sufría bullying, y que no era algo de ese año, sino que ya había un profundo poso, lo veía tres horas a la semana. Me informaron, cuando entré nuevo al instituto, que era sensible y que había tenido algunos problemas, pero que era buen chico. Era alto, inteligente y sacaba una de las mejores notas de la clase, le gustaba dibujar y tenía su grupo de amigos. No se veía nada sobre la superficie de ese mar, y sin embargo, reconocí en la mirada de quienes había detrás la misma mirada que vi dedicada a todos cuantos habían sufrido, una tensión que culebreaba por el cuello, una sonrisa ocultada con la mano que guardaba una bola de papel, una suela cronometrada por un metrónomo que inflamaba el silencio… El aviso de ese reconocimiento supuso el simple comentario de ya lo sé. Ya se avisó. Bueno, si sigue así se puede hablar de protocolo. Pero un protocolo es muy grave, hay que estar seguros.
Fue un día en el que entró enfurismado a mi clase que obtuve la constancia de aquella intuición. Por escrito, la jugarreta no parecía tan grave, una simple ocurrencia pueril por parte de los que siempre tienen ocurrencias pueriles, pero fue suficiente para concertar la entrevista con la familia. Fue allí donde inocentemente le confesé a su madre que era mi primera vez como tutor y donde ella me recomendó Invisible. Había sido el mejor libro que había leído, e instaba a todos los profesores y familias a leerlo. Ahora entiendo sus razones, y las apelo.

Invisible es una serie que enseña el núcleo del problema, la forclusión, y ofrece una solución tintada de matices, la comunicación. Todos los personajes están heridos por algo que los construye como son, y solamente en el entendimiento del sufrimiento de un otro uno es capaz de comprenderlo. El mundo actual está tan sistematizado que abandonamos lo humano, la raíz que nos hace estar donde estamos, la comunicación. En la vergüenza y el miedo que nos produce sentirnos desamparados, incomprendidos y violentados, nos sometemos a un sistema que parece cubrir esas carencias en pos de orientar esos desamparos, incomprensiones y violencias a quienes hacemos invisibles. Y fingimos la demencia de no verlos, a los pobres, a los inmigrantes, a los hambrientos, a los quemados, a las violadas, a los asesinados, a los niños que aún escuchan en los cuentos que ahí afuera está la vida y solo hay gente que quiere comprenderles y abrazarles y alegrarles y ayudarles siempre.
La burocracia, el celofán que envuelve el sistema como un regalo, se ha tragado la humanidad, ha entelado el acto humano de hablarse. Y la solución parece ser que es que no hay solución. En ningún momento de la serie el sistema —inspección y dirección— asume la responsabilidad de su ineptitud, ni reconoce que son parte de un engranaje que se atasca con papeles a propósito para evitar escarbar el hueso del dolor que nos hace humanos. No podríamos con todo, sería la respuesta si se dijera en la serie, todo colapsaría.
Mi alumno dejó de ser acosado cuando su madre, ante la inactividad del protocolo burocrático, tomó las riendas de manera personal, como hizo la Profesora con Capi, como han hecho otrora tantas personas desde el subterfugio de un sistema que los vuelve invisibles para no tener que reconocer que la máquina no funciona cuando se trata de seres humanos. Son actos individuales ante un enorme muro inquebrantable, y como se dice en la serie, no son la solución, pero sí que son el llamamiento, la voz de alarma, el libro que desordena los ladrillos del muro, y eso es también Invisible, algo que tensa la carne y la vena, y algo que nos inflama el espíritu y nos recuerda que lo esencial es invisible a los ojos.




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