Leí La dama de las camelias un verano hace más de diez años, y recuerdo que lo que más me gustó no fue la historia, sino cómo estaba escrita. Recuerdo terminarlo y saber que lo volvería a leer, y en una visita reciente a una librería de segunda mano, vi otra edición en el escaparate. Quizá en otras circunstancias hubiera pasado de largo, o habría recordado que tengo aquella primera edición que me leí. Pero por lo que sea, decidí llevármelo, y lo empecé directamente aquella tarde.

He releído clásicos en distintas traducciones y los he releído en distintas ediciones, y es como pedir el mismo plato dos veces en un restaurante. Es el mismo plato pero es posible que sepa de manera distinta. Quizá haya un poco menos de sal, un poco de azafrán, que se les haya terminado la nuez moscada, o que sencillamente te lo hayan traído después de que te comieras un entrante que te ha dejado un regusto en la boca. El plato sigue siendo delicioso, pero sabe diferente. No es lo que me ha pasado en esta ocasión.
He releído clásicos en distintas traducciones y los he releído en distintas ediciones, y es como pedir el mismo plato dos veces en un restaurante. […] He tenido de nuevo la sensación de que me lo contaban todo por primera vez, y de estar paladeando cada una de las palabras
La traducción no es la misma, pero el sabor sí. Ha sido estupendo tener a Dumas hijo en la cabeza explicándome esta historia, que es una de esas que no puedo juzgar con las gafas moradas. Todas tenemos esos momentos, esas obras con las que somos incapaces de ser críticas abiertamente, porque sencillamente nos gustan como son, y qué le vamos a hacer. Si quisiera ser infalible no leería por gusto, porque el disfrute te nubla el juicio. No siempre y no con todo, pero ya me entendéis.
He tenido de nuevo la sensación de que me lo contaban todo por primera vez, y de estar paladeando cada una de las palabras, pese a que pudiera recordar frases enteras. Me he visto retomando la lectura, dos tres, cinco páginas antes de donde la había dejado, por el placer de releer. Como si pudiera degustar una y otra vez el mismo dulce.
Quizá no es lo más sano meterme entre pecho y espalda la historia de una mantenida con tuberculosis, una suicida pasiva que navega entre hombres caprichosos y egoístas porque el amor está ahí, y probablemente no sea razonable comerme una napolitana de chocolate del tamaño de mi cabeza, y ya os digo yo que lo voy a hacer.
¿Qué es la vida, sin un capricho puntual que nos llene la tripa y nos devuelva un poco la esperanza?
Espada y Pluma te necesita
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