Aterradora y lúgubre, así era la forma en que sacaba las oscuras sábanas de la lavadora. Esa era su rutina tras una breve y merecida siesta. En realidad, lo que sacaba de la diabólica máquina era más bien un conjunto negro de ropa, manteles, cortinas y todo tipo de cosas que pudieran eliminar un ápice de luz y color a su alrededor. Detestaba la lavadora, de hecho, no sólo por la limpieza y pulcritud, sino porque no había logrado encontrar una mínimamente oscura. Era blanca como el yogur griego que se tomaba por las mañanas, no porque lo necesitara sino porque quería.

Tiempo atrás, cuando los seres humanos morían constantemente de todo tipo de enfermedades, el negocio iba tan bien que podía permitirse vivir —quiero decir, morir— en una mansión victoriana. Incluso tenía un par de fantasmas contratados para cortar el césped y limpiar el polvo. “Buenos tiempos”, suspiraba mientras su esqueleto se desplomaba en el sofá. A pesar de la falta de pulmones y corazón, su cansancio podía sentirse en el oscilar de sus huesos mientras pensaba en tratar de alcanzar el mando a distancia. Superando brevemente la tremenda pereza por un instante, se inclinó hasta rozar el aparato, que apenas se movió. Frustrada, golpeó con el pie la mesa por debajo, y el mando salió volando hasta precipitarse sobre su cráneo, para rebotar lejos a lo largo del salón. Afortunadamente, el golpe presionó algún botón y el televisor se encendió, retransmitiendo algún canal de noticias.

Una fuerte explosión, evidentemente en la pantalla, le asustó y casi le hace saltar a pesar de su extrema vagancia. Ni siquiera sabía por qué reaccionaba así, si ella no podía morir —no más, quiero decir—. A veces se preguntaba si antes de su trabajo actual había tenido una vida como la de esas criaturas llamadas humanos, con la piel colgando y todos esos órganos metidos a presión como si fueran maletas hechas en el último minuto para salir de sus madres. Nueve meses en un hotel con todo pagado y sin tener que hacer nada más que comer y dormir, no era de extrañar que los despacharan tan mal hechos, con prisas, como quien se está quitando de encima a un huésped malcriado. En ese tipo de cosas pensaba cuando el noticiario daba paso a un atentado que había dejado al menos doscientos fallecidos. Entonces levantó las manos y soltó un “yo no he sido”, seguido de una sonrisilla que enseguida se convirtió en suspiro. Lamentaba que nadie escuchara sus mejores bromas, ¿pero quién iba a querer convivir con ella? Ni siquiera convivir, sino “conmorir”.

Además de su irremediable soledad, lo que le molestaba era que todo lo que veía le iba a dar trabajo, y mucho, pero del que está mal pagado. Las muertes en masa por las armas modernas son casi como un puñado de céntimos, calderilla difícil de recoger para ir pasando el día. En sus buenos tiempos la gente tenía muertes tan originales que a menudo el diablo recibía la entrega del alma personalmente, sólo para escuchar la historia. Tomaban té negro y comentaban la jugada. “Mira, tiene la cabeza separada del cuerpo de forma limpia, ahora usan una cosa que llaman guillotina. Y lo mejor es que viene bien comido y vestido, seguro que no tenías uno así” mientras el diablo soltaba carcajadas y monedas de oro. Ese color, el dorado, era el único bien recibido de entre todos los brillantes y relucientes.

Ahora se disponía a salir a trabajar, y al coger la guadaña se percató de que la hoja estaba mellada y en algunas partes incluso oxidada. Había sido un verano repleto de ahogamientos, y seguramente recoger todos esas almas en el fondo del mar no le hacía ningún favor a su querida herramienta de trabajo. De hecho en ese momento se preparaba para ir a recoger un alma de un individuo ebrio que se había precipitado desde un balcón en un complejo hotelero de la costa sur de España. El fallecido, de nacionalidad desconocida, saltó al grito de “¡Viva España!”, según los testigos.

Le desquiciaba volver a la playa, era ya septiembre y no tenía ganas de ver a grupos de turistas borrachos tirados por aquella ciudad vacacional. Cuando llegó y encontró el hotel en cuestión, rápidamente vio la escena del suceso. Únicamente habían rodeado al cuerpo con unas vallas y había un cartel diciendo “no tocar”, pero nadie parecía tener prisa por solucionar aquel pastel. Se dice que el ser humano se acostumbra a todo, y aquella situación debía ocurrir con la suficiente frecuencia como para no perturbar al vecindario. La Muerte asumió su rol y se dispuso a comenzar su labor, se acercó para verlo bien y soltó un “ha quedado fino el pimpollo”. Juntó un poco los trozos, para más o menos acertar con la guadaña. Cogió impulso y arremetió con todas sus fuerzas.

Un sonoro “¡Viva!” se pudo escuchar cuando la espeluznante hoja se clavó en todo el cogote del señor, o lo que quedaba de él. La segadora debía haber cortado, no haberse quedado ahí, por lo que la Muerte comenzó a tratar de desincrustar la herramienta, sin mucho éxito. Antes de que pudiera encontrar la forma de solucionar aquello, una figura fantasmal se separó de los restos humanos, con la guadaña efectivamente incrustada en la parte posterior de la cabeza. Al menos había conseguido separar cuerpo y alma, con el pequeño contratiempo de que necesitaba recuperar su instrumento de trabajo esencial. Agarrando el mango y arrastrando así el alma, que aún no sabía qué estaba pasando, se fue a la playa a sentarse sobre la arena, prácticamente desierta en aquella hora del día, contemplando el atardecer.

—Este trabajo me está matando —dijo casi suspirando la Muerte—. No creo que lo puedas entender ahora que eres un alma inmortal recién segada.

—Viva, viva —balbuceaba la forma inmaterial aún con la intimidante arma en la nuca.

—Sí, sí, ya sé que viviré eternamente en este ciclo de segar almas, volver a casa y prepararme para lo mismo una y otra vez. Sabes, he recogido al menos dos docenas como tú el último mes.

—¿Viva?

—No sé, creo que necesito unas vacaciones. La oscuridad de mi apartamento está bien, quiero decir me pega y todo eso, pero veo la playa ahora que está calmada y quizás debería probar una temporada a salir y tomar un poco el aire. Ya sabes, no para trabajar, sino para hacer lo que me venga en gana. ¿Qué es lo peor que puede pasar, que me despidan? No creo que encuentren a alguien que durada mucho, me estarían llamando de nuevo antes de que echara en falta el sueldo.

Poniéndose en pie, la Muerte comenzó a caminar hacia el agua, agarró una tabla de surf que algún joven debían haber olvidado, y echando la vista atrás le dijo al alma confusa, que estaba dispuesta a seguirle, “quédate unos días más por aquí y guárdame la guadaña, ¿de acuerdo? Pega un par de saltos más a ver si así la desencajas, me harías un gran favor”.

Imágenes de Andrés Ríos


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