Era medianoche en la inhóspita Londoff, donde las sombras se alimentan de la luz, y ésta devora la esperanza de los incautos. Nuestro héroe ambulante, aquel al que llaman Sir Holloway, y que apenas conoce heroicidad alguna, cabalgaba en el alma de su caballo, adentrándose en la ciudad. A pesar de las horas, no muy adecuadas para la aparición de alguien desconocido, nada detendría al caballero en su objetivo de aceptar un encargo del que había oído hablar en las afueras. Los exorcistas habían sido purgados hacía un lustro, y sólo aquellos quienes se atrevían a cualquier cometido podían ayudar en determinados conflictos.
Así llegó a la posada que le habían comentado, con la mente plagada de pensamientos intrusivos, concretamente sobre la legitimidad de sus acciones. Solamente se detuvo cuando vio el cartel escrito en piel arrancada de arácnido. “Comida, cama y sentencias”, así rezaba la proclama sobre la entrada de lo que en otros lugares habría sido una mera estación de descanso. No era pasión por su profesión, sino maldición, lo que le perseguía y le acompañaría hasta el fin de sus días. Tal había sido su camino a lo largo de lo que no se atrevía a llamar vida. Aquellos quienes no sabían demasiado de él, o albergaban estima por su labor, podían cometer la locura de llamarle héroe. Conocer su historia solía llevar a considerarlo un caminante maldito, una criatura que vestía como si de un caballero se tratase, pero que se dedicaba a realizar las sentencias, encargos abiertos a cualquier insensato, de los que nadie se atrevía a hablar en público. Habitualmente, dedicarse a ello como forma de vida te sentenciaba prematuramente.
Antes de cruzar la puerta tuvo que guardar su montura. Diluyéndose en la pesada densidad del aire de Londoff, su caballo se transformó en una ínfima nube grisácea que se introdujo en una abertura de la palma de su mano izquierda. Dentro de la posada, puso su cara más amigable para tratar de evitar situaciones incómodas. Su rostro era a todas luces extraño para los lugareños, pero su aspecto no invitaba a tomarle a la ligera. Detrás de la barra estaba esperando la jovial dueña del local. De sus ojos irradiaba una seguridad sólo comparable a la firmeza con la que sus plateados rizos se desplegaban a lo largo de sus hombros. Sin esperar a la cordialidad de la que nuestro héroe solía hacer gala, le interceptó.
—¿Qué estás haciendo aquí, forastero? —estupefacto por la brusquedad, Sir Holloway tuvo que recomponerse para mantener las formas.
—Buenos días tenga, puede llamarme Sir Holloway. Soy un caballero en busca de sentencia. ¿Tiene el identificador de códigos? Señorita…
—Clarissa, para servirle siempre y cuando vaya a dejar propina. No quiero saber demasiado de ti, es mejor en la mayoría de los casos. El identificador, claro, aquí está —agazapado detrás de la barra estaba una criatura mitad humano mitad mono, con un parche en el ojo izquierdo y un buen tomo de papeles que revisaba cuidadosamente. Sir Holloway se asomó y tuvo que contener su asombro.
—Un identificador muy dedicado a su trabajo, parece. El código, claro, el código es “en el país de los ciegos el tuerto al menos ve algo”. Sí, no me mire así, yo no elijo las claves.
El identificador revisó con cuidado los documentos y no tardó en alargar el brazo para entregar un escrito al caballero.
“Se conoce una perturbación en el cementerio abandonado número 13 de Londoff, pues desde hace semanas un espíritu inquieto vaga por las noches. Los testigos alegan que busca acercarse a ellos con intenciones desconocidas, mas al vislumbrar su rostro de cerca todos todos coinciden en que sus desfiguraciones son tales que no puede tratarse de una charla o una invitación para tomar el té. Al caballero, exorcista o valiente alma que lea estas palabras, se le solicita que envíe al espíritu a descansar. Una vez cumplido el cometido, Clarissa se encargará de entregarle sus honorarios, que se cuentan en tres monedas de oro y diez cobres, además de pagar su estancia en el local durante el tiempo que sea necesario. Se ruega discreción”.
Agradecido por el trato fácil y directo, frente a su cansancio y ganas de coger la almohada, se despidió de Clarissa y subió a su habitación, donde rápidamente cayó bajo el embrujo de sus ensoñaciones. Tenía que dormir rápido, o de eso se había convencido a sí mismo, ya que a medianoche su labor comenzaba.
Bajo el silencio sepulcral se encontraban las calles, cuando Sir Holloway caminaba con insultante seguridad hacia lo desconocido. El cementerio abandonado estaba abierto, dando la bienvenida a quien tuviera el valor, o la estupidez, que hace falta para ir a semejantes horas a semejante lugar. Su plan era infalible, pensaba el caballero, y tremendamente simple. Decidió vendarse los ojos, para así evitar la supuestamente escalofriante visión que ahuyentaba por doquier.
Caminando a ciegas, tropezando con ramas, pedruscos, tumbas y ratas de un tamaño preocupante, un susurro espectral le alcanzó de pronto. La primera parte de su plan parecía estar funcionando. En el silencio de la noche, sus botas provocaban un crujido desagradable y sus fosas nasales eran víctimas de la sugestión, por lo que según su olfato eran insectos lo que pisaba. Con su ropas y fina armadura interior, cubierto casi hasta el extremo, sólo podía sentir esas pequeñas criaturas si se introducían hasta querer alimentarse de él. Aun ligeramente nervioso, los pasos eran firmes y sus manos alcanzaban a guiarle entre lo que debían ser lapidas y vegetación.
Buscaba acercarse al origen de aquel murmullo de ultratumba, pero en el proceso ocurrió lo inevitable. Su pie izquierdo descendió bruscamente más de lo idóneo, precipitando así su cuerpo en lo que, calculando el dolor de la caída, debía ser una fosa abierta. ¿Cómo podía estar aquello así? Cualquiera podría matarse, qué clase de ciudad era aquella que ni siquiera podías caminar relajadamente por un cementerio abandonado; todo eso se preguntaba Sir Holloway mientras trataba de colocar la venda en su sitio de nuevo. Antes de recuperar plenamente la compostura, se percató de que no había sido un traspiés en el camino, sino que el hilo sonoro que seguía le llevó hasta allí.

Palpando lentamente pudo distinguir una caja de madera rectangular frente a él, tan burda que ni siquiera podía ser un féretro, salvo que fuera uno muy barato. Eran unas meras tablas que habrían debido servir de ataúd, si no las hubieran dejado mal clavadas y con la tapa sin cerrar lo más mínimo. Dentro, si su tacto no le engañaba, había un cuerpo tendido, vestido y muy entero, salvo por un pequeño detalle. El rostro debía ser una masa deforme de carne con el cráneo dañado y ligeramente sobresaliendo. Era, aparentemente, una cara que había sufrido algún daño irreparablemente mortal. Ojos, nariz, boca, todo era indistinguible, imposible de concretar en aquellos restos de rasgos faciales. Notaba la figura humana a lo largo del cuerpo, en el que no alcanzaba a encontrar otras desfiguraciones ni lesiones, nada más allá de alguna herida muy superficial, que podía haber sido provocada incluso al cargar el cadáver. Estaba decidido a recuperar la visión para intentar entender lo que tenía entre manos, cuando palpó algo que captó su atención. Una billetera fina, posiblemente de cuero, estaba guardada en un bolsillo interior de su chaqueta. A primera vista, o en este caso a primer tacto, no había nada y sus esperanzas comenzaban a desvanecerse. Justo antes de dejarla donde la había encontrado, una pequeña abertura, un compartimento interior, tenía una hoja de papel reducida a base de múltiples dobleces. Haciendo acopio de valor, apartó la venda lo mínimo y necesario, para así poder leer:
“Estas deben ser mis últimos instantes de libertad. Trabajo para el Conde Connor de Londoff, y he presenciado involuntariamente lo que es una indecente escena de adulterio. Sus ojos se han clavado en mí, y conozco su forma de deshacerse de quien puede importunarle así. No va a permitir que deambule por ahí con semejante secreto en mi haber. Me sacará los ojos, o algo peor. No tiene reparos en tomarse la justicia por su mano, no mientras su esposa sea la princesa. Sé que no hay esperanza de salvación para mí, pero mi alma podría descansar en paz si alguien se llevara mi secreto consigo tras mi partida. Ya vienen a por mí, y no sé dónde poner esto a salvo”.
Sin necesidad de recuperar la vista por completo, extendió la palma de su mano y trajo de vuelta al reino de los vivos a su montura, que desde afuera de la fosa le ayudó a subir tirando de las riendas. Era casi el amanecer cuando llegó a la posada. Devolvió el contrato alegando haberlo cumplido, tras dar el adiós final a un alma que no había sido despedida. Añadió la nota que había leído momentos antes y, sólo para los oídos de Clarissa, las palabras “el motivo eran los adulterios del Conde Connor, y su vulgar forma de evitar dicha conversación pública. Se ruega discreción”.
Tras dos noches sin disturbios ni anomalías alrededor del cementerio, se consideró zanjado el asunto, y Sir Holloway recibió sus honorarios. Gracias al digno trote de su caballo, pudo salir de Londoff antes de que unos inquietantes rumores relativos a la familia real comenzaran a ser la comidilla de las clases altas. Para entonces, Sir Holloway ya estaba buscando su próximo trabajo, muy lejos de Londoff.
Imagen de Ivan Vujovic
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