Ha sido en la búsqueda infructuosa de un cine cuya oferta fuese menor a los diez euros por película que me he dado cuenta de que ya no quedan cines. No me refiero a las películas ni al arte, sino al cine, al lugar, a ese elemento que era parte del mapa de un pueblo. En el mío había una iglesia con su plaza, una panadería, una biblioteca y un cine. No en mi pueblo, en el lugar, sino en el pueblo que conservo en mi memoria. Y de la iglesia solamente quedan sus campanas, y de la biblioteca sus libros; la panadería ha cerrado, y el cine también. Y es quizá en este momento en el que sin querer me he dispuesto a buscar en qué cine ver una película cualquiera que me he dado cuenta de que me estoy haciendo mayor.

Cuando de mi pueblo se buscan sus cines aparece únicamente el del centro comercial: ataviado con grandes avances tecnológicos, butacas reclinables y sonidos espectaculares. De este guardo, en realidad, un buen recuerdo, pero ahora no es más que el mismo cine que hay en los mismos centros comerciales de todos los pueblos. Si se sigue buscando, se encontrará un pequeño cine perdido en una zona que ahora es residencial, y lo único que saldrá en internet será su cierre: «cierra el emblemático cine de la playa«, y como si fuese un conjuro, éste aparece en la mente de todos los habitantes que acuden a despedirse de ese cachito de tierra. Sin embargo, hay un cine que no aparece, mi cine. Y fíjate si no aparece, que no aparece siquiera en mi memoria.

No recuerdo cómo era ni encuentro fotos, pero recuerdo tan vívidamente los momentos que serían los únicos que saldrían nítidos si pudieran sacarse fotos a los ojos del pasado. Vi Spider-Man 2, Los cuatro fantásticos y La venganza de los Sith. Hubo más porque recuerdo que el cine era una tercera casa, pero ahora me vienen éstas a la cabeza. Estaba justo al lado de la estación de tren, así que quizá se llamara cine de la estación, o cine de la plaza, o cine-tren. También me acuerdo que no se vendían palomitas, sino frutos secos y gominolas, y que en vez de subir —como sucede en los cines de los centros comerciales— había que bajar para llegar a la sala. Había cuatro salas solamente, y con solo cuatro ya era un mundo.

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El ir al cine era litúrgico también. Se iba siempre viernes por la tarde como premio, o sábado por la mañana si era una película especial. Se tenía que ir bien vestido, como si se fuera a una graduación o a una boda, y era algo se esperaba como una tradición de hacía siglos. Tampoco se iba nunca solo, y a veces se juntaban las familias de varios amigos para ir allí, como si el cine fuese un zoo, un parque de atracciones o un museo. El cine no era grande en sí mismo, pero era enorme a los ojos de todos, y después de ver la película y hablar sobre ella durante el resto de la tarde, se iba a por unos helados que se comían caminando por la playa de regreso a cada casa.

A lo largo del tiempo, la idea del cine se fue desacralizando de mi mente y culminó en un verano a finales de la ESO en la que cuatro amigos llegamos a ir todos los días al cine. La entrada eran 5€, pero nos cobraban 2€ por ir cada día, y saltábamos de una película a otra. Al principio cogíamos palomitas, y luego ya era entrar por el simple hecho de estar en el cine. Las salidas giraban en torno a ir al cine, y era motivo de conversaciones interminables y salvavidas de momentos de silencio incómodo. Pensándolo ahora, desde aquí, desde el haber vivido, me parece algo aburrido, demasiado quizá: no puedes hablar con quienes quedas, estás concentrado en algo que no es social, tienes que estar en silencio y encima estar sentado. Pero al mismo tiempo, en ese tiempo, era algo maravilloso. Luego íbamos al parque que había cerca de la casa de uno de ellos que bajaba la pelota y jugábamos hasta que se hacía de noche. El que vivía más lejos vivía a cinco calles.

La universidad me supuso salir del pueblo. Fue en parte oxígeno y en parte luto, como respirar aire nuevo y arrastrar mis pensamientos a una nostalgia por el pasado. Cursé en una facultad que tenía al lado unos cines clásicos, y durante la primera sesión el precio era reducido, así que había decidido mantener el espíritu de mi memoria yendo regularmente al cine como si se tratara de un canto fúnebre a mi pasado. Me lo pasé muy bien durante esos años, y vi Parásitos, algunas de Marvel y la que sería mi película preferida, Retrato de una mujer en llamas. Sin embargo, era más un acto de introspección que un verdadero disfrute del cine: disfrutaba de las películas, de las voladuras teóricas que se enredaban con las asignaturas de la carrera y de participar en charlas que solamente adolescentes de veinte años que cursan una carrera pueden tener.

Una de las cosas que más quise hacer durante la pandemia de COVID-19 fue ir al cine. Me había prometido ver Onward, a la que no había podido ir, con la intención de romper el estado mental de confinamiento, pero ya la habían quitado cuando me atreví a salir a la calle; luego me lo volví a prometer con My Hero Academia, y volví a fracasar; y luego con El jardín secreto, y luego con Little Monsters, y con Tenet, y hasta con Digimon Adventure Kizuna, que era tan importante para mí. En todas las oportunidades fracasé. La primera vez que volví al cine fue con Muerte en el Nilo, en una excursión para el primer colegio en el que trabajé. Ni siquiera tuve la posibilidad de volver por mi cuenta al cine porque esperaba un momento que no iba a llegar nunca, en el que todo estuviera bien y se esperara la salida del cine como una tradición de hacía siglos.

Pese a ser joven ya casi no me queda ningún resquicio de adolescencia, y no por el número de la edad, sino porque estoy volviendo a disfrutar de cosas que no me permitía disfrutar desde los ocho años. La simplicidad de las cosas, la relatividad, el desconocimiento del mundo y la tentativa de algo mucho mejor que aguarda mi llegada, y ahí estoy. He vuelto a leer, he vuelto a dibujar, a escribir, a jugar con juegos que me gustan, a escuchar Charly García y a lavarme la cara y los dientes; he vuelto a leer libros que leí en su día y a comprar otros que tuve y ya no tengo, he vuelto a comprar diarios y a poner regalos de navidad en cajas, y no envueltos; he vuelto a coger la bicicleta y he vuelto a nadar. Con todo esto, lo mínimo, era volver al cine.

He vuelto varias veces al cine tras la pandemia, pero no tantas como quisiera. De hecho, solamente he ido tres veces más: para ver Across the Spider-Verse 2, para ver Barbie y para ver El chico y la Garza. Dos de estas películas las vi acompañado y la última, solo. Ya no he ido elegante, y ya no he ido a mi cine porque ya no está. Ya no he ido caminando, ni he tomado helado después andando por la playa de camino a casa, sino que he cogido un tren después del trabajo. Tampoco fui al cine de mi adolescencia, ni al de la universidad. De hecho, no fui al cine, sino al centro comercial. Y es que resulta que cuando busco cines, no hay cines. Hay centros comerciales con salas dentro, pero no hay cines. Es como un no-lugar, un paisaje-texto, algo que justifica ir a ese centro comercial que tiene como verdadera intención que compres ropa, y no ir al cine. Y es muy triste.

No es triste porque me despierte una saudade, sino porque poco a poco se están eliminando los lugares que habían configurado el nuevo hogar espiritual de las personas. Ya Balzac hablaba de ellos, y que eran nuestra nueva naturaleza, decía Baudelaire. Que en la ciudad moderna ya sólo estamos nosotros, y en nosotros mismos nos refugiamos de la soledad que produce saber que ya no somos parte de nada. La ciudad fue un paliativo de la naturaleza, del vértigo romántico de encontrarse solos ante el mundo, y la ciudad, con sus formas y lugares, está dejando de ser, cada vez más, ciudad.

¿Qué nos queda? ¿Qué habrá? Las personas seguiremos siendo personas, y los adolescentes seguirán quedando, y los niños verán el mundo como algo enorme, maravilloso y litúrgico, y los cines dejarán de tener sentido, como los Toys’R Us, las floristerías, las casas de lámparas y muebles, las casas de revelado, los videoclubs y las tiendas de música, y se convertirán en la arqueología de una sociedad que suspira la melancolía de la nube, y de Blogspot y de Messenger, y de Rétrica y Facebook. Y recordará los supiros que hubo con los serenos, los conserjes, las galerías y los mercados que ya no llegó a vivir quien está escribiendo esto, y recordará a los supiros que habrá con Instagram, con TikTok, Snapchat, o con WhatsApp cuando anuncien, algún día, que en ellos ya no queda nada de nosotros.

I aixís sempre a la ventura,
sens saber si lliga o no,
va enllaçant la mà insegura
crits de goig, planys d’amargura,
himnes d’alta adoració.


Espada y Pluma te necesita

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