El ser humano, en parte gracias a ser consciente de su existencia, posee una capacidad innata para la abstracción. Es por ello que, de forma inconsciente, nuestros actos pueden divergir de la realidad en la que nos sentimos; y es que esa es otra diferenciación de rigor, dónde estamos no es lo mismo que dónde sentimos que estamos.

Un ejemplo recurrente de esto último es la muy castellana expresión «estar en la mierda». No es que estés posicionado físicamente sobre una masa fecal, sino que te sientes en el peor estado anímico posible. No sé si el peor exactamente, ya que efectivamente estar sobre un conjunto de heces puede empeorar cualquier situación, pero eso no es relevante ahora. La cuestión es que nuestra cabeza parece reservar un pequeño compartimento para la realidad, mientras que la gran mayoría de esa parte superior de nuestro cuerpo trabaja arduamente en crear una realidad paralela, propia, que parte de nosotros mismos y se refleja hacia el exterior.

En «La Zona de Interés», de Jonathan Glazer, la familia protagonista busca la paz. El tipo de paz que uno crea a su alrededor, al coste que sea. Hedwig Höss, esposa de Rudolf, y a mis ojos la verdadera protagonista, sólo quiere vivir tranquilamente en su hermoso jardín. No quiere ver el muro, que la separa de Auschwitz, porque le recuerda lo que ocurre detrás, y además arruina las vistas, con lo duro que ella trabaja para crear un entorno bello donde criar a sus hijos. Hedwig tampoco quiere que haya ruido, ni gritos de seres humanos, ya sean de dolor o de auxilio, ni en última instancia los ladridos de un perro que debería cumplir simplemente su cometido, el de ser otro adorno en la vivienda. Por desgracia para Hedwig, de lo que no encuentra la forma de huir, de abstraerse, es de las cenizas y los restos humanos que contaminan su querido ambiente, que arruinan la paz de su espíritu.

Rudolf Höss, a quien se le llegaría a apodar como «el animal de Auschwitz», también es un gran amante de la paz. Como él mismo declaró, nunca «había matado ni azotado a nadie». Tan comprometido estaba con el sufrimiento ajeno, así como con su trabajo, que llegó a deshacerse de unas tres millones de «unidades» judías. Una eficiencia que no dejó lugar a recrearse en el dolor, ciertamente. Por si fuera poco, el buen señor Höss le leía cuentos de hadas a sus niñas antes de dormir. «Para mí era el hombre más bueno del mundo», declararía años más tarde su hija Bigritte.

Este relato de los pilares de la familia a cargo del campo de concentración de Auschwitz no es casualidad ni una broma de mal gusto. La perspectiva del Holocausto que Glazer nos quiere mostrar no sólo no es la habitual, sino que parece revestir la realidad desde una mirada totalmente opuesta a la de las víctimas. No es, en ningún caso, una forma de tratar de empatizar con los perpetradores y sentir emociones positivas por ellos. De hecho, cualquier persona con un mínimo sentido de la moralidad podría percibir lo que acontece en la película como una trama de horror. Lo que consigue es recordarnos que esos actos los cometen seres humanos como nosotros, y por lo tanto todos podríamos convertirnos en ellos.

Pensar que quienes cometieron tales atrocidades no eran seres humanos «como nosotros», sino de otro tipo que sí es capaz, es muy peligroso, sería bajar la guardia intelectualmente. No sólo ya nos predispone a una esfera de superioridad imaginaria similar a la que invade la mente de cualquier nazi convencido, sino que nos hace más vulnerables, más capaces de asimilar, inconscientemente, discursos muy parecidos a los que convencen a las masas para dejar de tener pensamiento crítico. Con dichos personajes, Glazer nos recuerda que hay que luchar continuamente contra nuestra capacidad para ser víctimas de discursos que nos absorban hasta abstraernos de la realidad.

Al fin y al cabo, la familia Höss sólo trata de ser digna de su comunidad. Rudolf es un trabajador nato, y hará lo que sea por la «digna» causa de colonizar un espacio en el Este, tal y como las órdenes mandan. Hedwig no dejará que nada se interponga en la felicidad de sus hijos, aunque para ello tenga que crear un mundo irreal para ellos. En esa práctica de abstracción, el cinismo de Hedwig llega a ser escalofriante, y sus momentos de risas pueden simbolizar el terror más que cualquier escena que podrían haber rodado con las víctimas. Éstas últimas no aparecen en ningún momento a lo largo del metraje, pero están más presentes cuando la película nos muestra escenas rodadas con una cámara térmica en la oscuridad. En esos breves tramos, podemos ver a una niña que representa a Aleksandra Bystroń-Kołodziejczyk, quien fue miembro de la resistencia polaca, y al igual que la joven actriz que la interpreta, Julia Polaczek, dejaba comida alrededor del campo de concentración, con la esperanza de ayudar a los presos. La inocencia de los niños es lo que parece contrastar con la crueldad adulta, y parece querer mostrarnos que nadie nace queriendo ser partícipe de actos horribles, pero viendo a sus hermanos observamos cómo podemos caer presas de comportamientos inhumanos, sin darnos cuenta, desde temprana edad.

Bajo la dirección de fotografía del polaco Łukasz Żal, nominado al oscar por su trabajo en Ida (2015) y Cold War (2019), ambas dirigidas por Paweł Pawlikowski, la cinta de Glazer se acerca a una muestra de diapositivas precisas y calculadas como si de un trabajo de ingeniería alemana se tratase. Esto ayuda a diseccionar el componente humano de la historia sin dejarnos llevar por emociones impostadas, pudiendo ser observadores fríos y distantes. Quizás por este mismo motivo las composiciones musicales de Mica Levi son más un trabajo de dar voz a lo que hay detrás del muro, que de crear un acompañamiento musical propiamente dicho. Fotografía, sonido y composiciones encajan de forma que las transiciones entre escenas son engranajes bien engrasados para mover la maquinaria, imposible de detener por su envergadura, que está en movimiento tras la familia.

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