Desde que era un niño, Marlo sólo soñaba con ser emperador. Aún era muy joven cuando comenzó a impacientarse, y consultó al oráculo. Sus padres, que gobernaban el imperio de Galatenia, vivirían todavía por muchos años, y Marlo debería esperar a que de forma natural, ya fuera por envejecimiento o enfermedad, dejaran su mundo. Un próspero y bienaventurado mandato le esperaba, si tenía la paciencia requerida; si no… el oráculo no dejó otra opción. La constelación de Galva procedería a iluminarse poco a poco desde el momento de la predicción, y se completaría al unísono. Marlo prometió que cumpliría con el destino así predicho.
Primero fue su padre. Lo que comenzó como una gripe sencilla, se complicó hasta dejarlo postrado en cama. Apenas podía hablar, y se limitaba a pequeños gestos entre quejidos y murmullos. Según los médicos, sus pulmones estaban fallando, dejándole inválido hasta el punto de afectarle a la cordura, tarde o temprano sufriría también de demencia. Marlo lograba forzar algunas lágrimas cada día, a menudo sobre el pecho de su figura paterna, y éstas como sal adentrándose en una herida se deshacían esgrimiendo una completa falta de compasión.
El ansioso heredero consideraba que el prolongado sufrimiento de aquel hombre, al que ya apenas reconocía, era una hábil obra de la brujería del oráculo. Él sólo tendría que ser más perspicaz que ella. O quizás fuera el destino, jugando con sus marionetas como un pasatiempo cotidiano. En el balcón de sus aposentos meditaba y dilucidaba. Le planteaba preguntas a la constelación de Galva, cuestiones sobre cuál debería ser su forma de proceder ante tal prueba. Podía observar las maravillas de la ciudad, las calles que incluso en la noche albergaban cierta vida, y por supuesto la gran plaza donde pronto, inevitablemente, tendría lugar su nombramiento como nuevo y legítimo emperador de Galatenia. No recibía respuesta alguna. La frustración, tras varias noches suplicando por una señal, comenzaba a tomar las riendas y privarle del sueño. Fue cuando tuvo una reflexión por sí mismo que una estrella nueva de la constelación se iluminó.

Tenía que asegurarse de que él no alteraría directamente en el proceso natural de las cosas, simplemente ayudaría a que siguiera su curso. Llamó a la sirvienta, quien se sorprendió, ya que hacía varias lunas de la última vez que Marlo solicitó tan siquiera su presencia. Le sugirió, con cierta insistencia, en que buscara unas hierbas muy específicas para condimentar el té del desayuno del día siguiente. Le vendría de maravilla a su padre, concluyó. Lo cierto es que tales hierbas dejaban el cuerpo de cualquier ser vivo en un estado de coma tan profundo y rígido que nadie podía observar vida alguna en el cuerpo que lo ingiriera. Así su padre dejaría de sufrir, no porque hubiera acabado con su vida, sino porque de facto no podría sentir nada ya. Entonces lo sepultaría en el mausoleo familiar, y tan sólo las estrellas decidirían mostrar cuándo ha expirado su tiempo. ¡Ni siquiera tendría que sufrir la humillación de morir delante de sus allegados! Se dijo Marlo en un arrebato casi eufórico. Aquella noche se fue a sus aposentos sumido en una sensación nerviosa y excitada, como quien espera recibir un regalo muy ansiado.
A la mañana siguiente, la misma sirvienta le despertó. Su padre había fallecido finalmente. Marlo estaba tomando aliento, preparándose para un gran número dramático en el que enumeraría las cualidades que aquel hombre poseyó en vida, terminando con un sonoro llanto que había perfeccionado durante la larga espera. Sin embargo, antes de salir de la cama se dio cuenta de que era muy temprano, y preguntó a la pobre chica par asegurarse. Efectivamente, la hora del desayuno aún no había llegado, su padre había perecido de la forma más natural posible, teniendo en cuenta su situación, por derrota frente a la enfermedad. No sólo eso, también la chica le informó de que ni siquiera había encontrado las hierbas que el señor le sugirió. Esto último arruinó ligeramente lo que por demás era un humor excelente en el Marlo de aquella mañana.
El estricto funeral fue llevado a cabo, y el aún aspirante a emperador recordó que tenía madre. No se atrevía a pedir a ésta que se hiciera a un lado, se perdiera en el ostracismo y le cediera el trono de una vez por todas. La mirada del oráculo aún sobrevolaba su consciencia, o lo que quedaba de ella. Por suerte, o desgracia para la mayoría de los afectados, la mujer no tardó en ser víctima de una profunda aflicción provocada por la tristeza de la pérdida y el alejamiento de su hijo. Le costaba encontrar fuerzas para comer, cuanto más para dirigir el devenir de un imperio. Esta vez, nada más ver que la constelación seguía iluminándose y estaba apunto de completarse, Marlo no dudó ni un instante. Él mismo se adentró en el bosque colindante a la ciudad, y tras una larga e incesante búsqueda encontró las hierbas que necesitaba. Las distinguió cuando pudo respirar su aroma, tan atrayente éste que varias veces se quiso asegurar de que el olfato no le engañaba, seducido por el fervor del momento.
No había llegado la hora del siguiente desayuno, cuando sonó la puerta de su habitación. De nuevo el destino se había adelantado y había acontecido un desenlace natural. Para Marlo, aquello era una señal inequívoca de que había hecho lo correcto. No había intervenido, simplemente quería ayudar a que sus padres no sufrieran, y así es como los acontecimientos se tornaron por sí mismos. Con ambos progenitores sumidos en la eterna sombra, Marlo contemplaba por primera vez en mucho tiempo la calma del cielo, esperando a que la constelación de Galva se iluminara su última estrella, completándose así al fin. De pronto se percató de que una de las maravillas de la ciudad había desaparecido, como si nunca hubiera existido y nada ocupara su lugar, simplemente vacío. Dos, tres, y así hasta desaparecer todas las maravillas de la ciudad. Sus ojos permanecían impertérritos, cuando las calles y las cosas comenzaron a evaporarse a su vez. Casi no había en pie nada de lo que él conocía desde que era un niño. Salió a toda prisa, dirigiéndose hacia la plaza, y una vez allí, a solas, gritaba desconsolado: ¡Yo, Marlo, el emperador de Galatenia, os ordeno que permanezcáis aquí! ¡Me pertenecéis!

Todas las calles y casas habían desaparecido, excepto el palacio de su familia, que ahora sí se deshacía en pequeños destellos a lo lejos. Al caer de rodillas, sintió que la plaza también abandonaba su existencia material. Allí permanecía él, iluminado levemente por su constelación, aún incompleta, en mitad de la nada. Antes de que pudiera articular palabra y suplicar de nuevo, las estrellas procedieron a deshacer su camino. Una a una se apagaron hasta dejar a Marlo completamente a oscuras. Un murmullo alcanzaba sus oídos, era la sirvienta hablando con su madre. Marlo intentaba abrir los ojos, pero los párpados no respondían, ni los labios, ni el resto del cuerpo. Su madre y la chica comentaban que era una pena, tan repentina una muerte así en un chico tan joven y con un futuro tan importante, ahora truncado por el destino. Le pareció notar el roce de las manos de su madre, pasando por el surco que se eleva desde el labio superior de su rostro. Escuchó algo referente a los restos de unas hierbas que nunca habían visto. El joven casi emperador Marlo continuó gritando, ahora en silencio.
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