Realizar un thriller hoy en día entraña un peligro concreto: ahogarse a la hora de intentar equipararse con los clásicos indiscutibles, partiendo siempre desde los mismos planteamientos (asesinatos, secuestros, robos de características similares) y limitándose a repetir aquello que funciona y la tradición ha asimilado; en última instancia, todo esto puede derivar en una película plana o redundante. Por eso, una de las soluciones más interesantes es plantear nuevos modelos de thriller desde los cimientos, es decir, desde los planteamientos básicos de su historia. España cuenta con una retahíla de películas con planteamientos innovadores que exploran el género desviándose de la tradición, aportando nuevos modelos narrativos y estéticos: Buried (Rodrigo Cortés, 2010) es un thriller de acción en un ataúd, una película que cualquiera diría que es imposible de llevarse a cabo; Open Windows (Nacho Vigalondo, 2014) explora la tensión dramática a través de webcams; otras películas se ciñen más a los esquemas clásicos, como La Isla Mínima (Alberto Rodríguez, 2014) o Tarde para la ira (Raúl Arévalo, 2014), pero tienen peculiaridades tonales y actorales que hacen de ellas películas castizas y diferenciables del común de thrillers de inspiración estadounidense.

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Quien a hierro mata es una de estas películas que rompen los esquemas de lo común ya desde sus premisas. La película es una historia de venganza entre un enfermero y un capo de la mafia con una enfermedad que le obliga a estar internado; una venganza reprimida, latente y que uno mismo ni siquiera cree necesitar, pero que a la más mínima ocasión estalla y activa mecanismos perversos de la mente humana. Una historia de personas normales que se encuentran en situaciones que no lo son. Es digno de elogio (y casi un reto) el conseguir generar misterio, suspense o tensión con estos elementos tan, a priori, mundanos. Quien a hierro mata consigue atrapar al espectador gracias a la conjunción de un guion perfectamente estructurado, unas actuaciones desatadas pero precisas y un ritmo muy trabajado. Lejos de dilatarse en exceso, la película aprovecha una duración comedida para escalar en violencia y tensión; para no detener una trama que parece cocinarse al fuego más adecuado.

Residencias de ancianos. Hospitales. Muelles y almacenes gallegos. Domicilios de familias de mediana edad. Nos movemos en el ámbito de lo común y entre personas vulgares, pero a quienes les sobrevienen acontecimientos terribles. El espectador siente una sensación de desasosiego y cierto desarraigo para con el protagonista: como espectador inevitablemente te posicionas a favor de él, pero a poco que uno se desapegue de una empatía movida por la inercia descubre que los monstruos también habitan en las buenas personas; en letargo, otrora generados por eventos traumáticos. La narración se sitúa en la ambigüedad moral más absoluta, dentro de unos grises tan negros que asustan. Aunque uno visceralmente apoye al protagonista, (al enfermero traumatizado por un pasado en el que las drogas erosionaron su mente y su vida), sabe que aquello que con tanta templanza está haciendo aquel es fruto de una mente perturbada o, al menos, una mente regida por un plano moral distinto al de lo cotidiano. La película desentraña verdades sobre la naturaleza humana que sólo surgen cuando sometemos a las personas normales a situaciones anormales; personas que lejos de domeñar sus impulsos más subterráneos se ven sometidos por ellos.

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El ritmo se mantiene, en gran medida, por tres pilares: estructura narrativa (la estructura del guión), montaje y actuaciones. De la primera ya hemos hablado, y muy someramente podemos decir del montaje que sabe perfectamente hasta qué punto dilatar las secuencias y qué tomas son las de mayor expresividad. Expresividad que nace de manera visceral de unos actores perfectamente precisos, todos ellos y prácticamente en la totalidad de la cinta. El trabajo de dirección de los actores y la ejecución de estos hace que la película tenga un fuego interno que late constante y golpea con fuerza al espectador.

De lo anterior se deduce que Quien a hierro mata es una película que se expresa, básicamente, desde lo literario y actoral. Es tanto el peso de esos aspectos y el de la historia que defienden que la parte en la que más palidece la película es en la estrictamente plástica. Todo está en su sitio  y la cámara se coloca donde toca; pero acaba siendo demasiado plana porque carece de inventa visual salvo en algunos momentos concretos (que se localizan, especialmente, al final). La mayoría se cuenta en primeros planos o planos medios con los personajes encuadrados en el centro del fotograma, perfectamente enfocados por un teleobjetivo que distorsiona el fondo. El hecho de que una historia sea «de personajes» y  que el peso de la narración esté en ellos no hace que los entornos y la plasticidad de la imagen sean un estorbo; antes que eso, desempeñan un papel fundamental en contextualizar las escenas, construir un tono diferenciado e impactar al espectador directamente a través de la imagen. La fotografía, por su parte, está en esta misma línea: nada nos hace pensar que no sea un trabajo profesional, pero en términos de color e iluminación se recurre al A-B-C que permite que todo funcione y, a su vez, nada lo haga. Está un peldaño por encima al trabajo medio que se puede ver en el común de las producciones televisivas, pero el cuidado a la hora de iluminar entornos y personajes está varios por debajo de otros thrillers con los que podemos directamente compararlo.

Queda claro que Paco Plaza no es un esteta o, al menos, en esta película hace un trabajo más bien discreto en lo que en términos de pura realización y fotografía se refiere. Es difícil saber si se debe a una producción demasiado acelerada, a simple descuido de estos apartados estrictamente cinematográficos o a una decisión firme (pero quizá desacertada) por mantener discretos estos aspectos para centrar toda la atención en otros.

Por otra parte, es cierto que la mirada de esta producción está más puesta en oriente que en occidente, y el thriller surcoreano es una clara inspiración temática y tonal y consigue generar resonancias similares sin que ello suponga ahogarse en las referencias.

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Quien a hierro mata es una película con mucha fuerza. Es un thriller perfectamente estructurado, que mantiene la tensión dramática a la perfección, sostenida en gran medida por un montaje certero y unas actuaciones fortísimas. Esto hace que lo estrictamente visual esté supeditado a lo literario y actoral y la película no acabe de encontrar una entidad definida en el terreno de lo plástico, aunque tenga cuatro o cinco momentos brillantes en este sentido. Sin embargo, sí logra romper los esquemas más tradicionales del thriller occidental y proponer una historia firme que revela los monstruos que se esconden detrás de las sociedades y los individuos humanos. Un alto en el camino de la tradición del thriller que a buen gusto hay que hacer.


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