Escribo esto en plena crisis mundial por la Covid-19. Como es lógico, esta inesperada pandemia ha supuesto un varapalo importante en nuestras expectativas y nos hace replantearnos muchas cuestiones. ¿Estamos verdaderamente preparados para hacer frente a una enfermedad infecciosa a escala global? ¿Hasta qué punto el individualismo pone palos en las ruedas a la hora de frenar una emergencia sanitaria? ¿Somos verdaderamente nativos digitales? ¿La socialidad inherente al ser humano sigue intacta? ¿Hay futuro después de esto? ¿Lo había antes?

El monográfico que nos ocupa trata de ciencia ficción distópica. Podríamos entrar a discutir qué es la ciencia ficción, pero asumamos este género como ficción especulativa que apoya sus premisas en la ciencia. Por su parte, la distopía es una sociedad ficticia indeseable (lo contrario a una eutopía). Por tanto, la ciencia ficción distópica surge cuando el ser humano especula sobre su futuro y las conclusiones son amargas.

cromagnos

Creo que es tiempo de ir a la raíz de las cosas y repensar nuestra sociedad desde la base. En este texto voy a tratar de indagar, en base a la antropología, la biología y la historia humana, cómo el ser humano se ha relacionado con su futuro a lo largo de su existencia. No será un texto sobre la historia de la distopía en la cultura popular, aunque inevitablemente pasaremos por ella llegado el momento oportuno.

Cuando se quiere escribir sobre los orígenes de la Humanidad uno nunca sabe hasta dónde retrotraerse. Siempre podríamos dar un paso hacia atrás, pero situémonos en el siguiente escenario: el Homo sapiens ya tiene una fisionomía similar a la nuestra, pero las densidades poblacionales no son todavía demasiado altas y siguen un modo de vida nómada alrededor de todo el planeta. En este contexto, podemos suponer que el ser humano tenía unas preocupaciones muy distintas a las que posteriormente se tendrían (y se tienen) en las sociedades jerarquizadas y rolificadas. El ser humano ha colonizado prácticamente cualquier tipo de hábitat, incluso antes del desarrollo de tecnologías avanzadas.

No obstante, es curioso cómo las mayores distribuciones primitivas de este no son en las zonas más ricas en recursos naturales útiles: los hábitats de sabana o semisabana africanos no parecen, a priori, los lugares más propicios para la búsqueda de alimento y resguardo, pero todo ser humano actualmente procede de alguna (o varias) de esas poblaciones africanas. Ni siquiera en la época donde abundaban los grandes mamíferos en África y Europa fueron estos el principal recurso alimenticio para esas poblaciones humanas, y sólo hay que seguir la lógica para entender este hecho: es mucho más costoso energéticamente conseguir un ungulado que aprovechar los frutos y hojas que crecen en el entorno. A fin y al cabo, el ser humano, como cualquier otro animal, trata de optimizar la energía de la que dispone para conseguir la mayor cantidad de alimento en el menor tiempo posibles. Por eso, ahora si queremos naranjas vamos al supermercado y no cultivamos nosotros mismos un naranjo y esperamos a que fructifique. A este hecho, que puede parecer baladí, volveremos después para explicar el surgimiento de la especulación en el ser humano.

Comencemos indagando cómo aquellos nómadas se relacionaban con su futuro. Imaginemos que somos uno de aquellos hombres y mujeres y despertamos un día cualquiera: nos encontramos con varios niños que cuidar, un grupo al que guiar, muy pocas posesiones materiales y, desde luego, una escasez de comida prácticamente constante. Aunque tengamos una imagen idealizada de lo que pudiera ser un hombre de Cromagnon, lo cierto es que, aunque a buen seguro eran fuertes, ágiles y habilidosos, pasasen de estar casi famélicos a tener reservas de grasas en abundancia, o al revés, en función de la estación y la cantidad de alimento disponible. Sin embargo, el nomadismo como forma de vida no implica, necesariamente, estar peor alimentado que las sociedades sedentarias. Es más, existen estudios que prueban que determinadas sociedades agrícolas consumían menos calorías diarias y tenían mayor índice de enfermedades que las sociedades nómadas coetáneas debido a que, aunque tenían más alimento, también tenían mayores densidades de población, es decir, más bocas que alimentar.

¿Somos verdaderamente nativos digitales? ¿La socialidad inherente al ser humano sigue intacta? ¿Hay futuro después de esto? ¿lo había antes?

El problema del nómada no es el estar mal alimentado (aunque hubiese épocas en las que inevitablemente así fuese) sino que la práctica totalidad de la energía de esos humanos tendría que dedicarse a la caza, la recolección y el cuidado del grupo. No quedaba entonces demasiado espacio para la reflexión y la invención. Es cierto que la imaginación, la habilidad de desarrollar y plasmar pensamientos abstractos y la capacidad para la filosofía y la religión son cuestiones que están en los humanos desde que son tal cosa. Sin embargo, es impensable que, en aquellos grupos que tenían que dedicar tantísimo tiempo a la pura supervivencia, surgiesen inquietudes semejantes a las de las sociedades modernas. Más aún cuando no existía la escritura, los grupos eran todavía pequeños y el contacto cultural entre unos y otros era reducido. No es una cuestión de todo o nada: en aquellos humanos seguro que surgieron visiones interesantes (y quizá irrepetibles) sobre el mundo que les rodeaba a las que nos será imposible acceder porque no dejaron constancia de ellas. Probablemente tuviesen una capacidad para la resolución de problemas y la imaginación mucho mayor que la media de nosotros; pero no desarrollaron corrientes filosóficas, literarias o culturales que trascendiesen al conjunto de una sociedad compleja, o de la Humanidad en última instancia.

Yendo a lo concreto, ¿qué era el futuro para un cromañón? Y de aquí puede derivar otra pregunta, ¿puede un nómada permitirse el lujo de tener expectativas negativas?

La cuestión de la consideración del futuro como algo palpable en la consciencia tampoco es baladí. Probablemente esta sea una de las características definitorias del ser humano: la de, por medio del conocimiento y las labores grupales, plantear cómo va a ser el futuro y planificar nuestras acciones en consecuencia. Esto es un cambio de paradigma fundamental en los animales: el ser humano ya no se relaciona con el entorno exclusivamente a través de una cadena de acciones-reacciones instintiva e inconsciente, sino que desarrollamos teorías y pensamientos complejos y abstractos sobre el futuro teniendo en cuenta la experiencia que nos regala el pasado y las circunstancias que nos ofrece presente. No obstante, el futuro para un cromañón seguía ceñido, principalmente, al terreno de la supervivencia; hasta llegar al desarrollo de las utopías y las distopías falta un gran trecho. De la misma forma ocurre con los nómadas actuales, pero también con la mayor parte de agricultores hasta el siglo XX. El futuro no es un campo para la literatura sino para modelizar la propia vida en pos de la supervivencia. Si a finales de verano llueve mucho, quizá un cromañón supiese que ciertas plantas comestibles brotarían antes y en mayor abundancia a principios del otoño. Si, por el contrario, el año ha sido seco, en vista de lo que ya ocurrió otros años, quizá sea mejor desplazarse hacia las regiones montanas, donde es más probable conseguir alimento. Al fin y al cabo, el futuro para el cromañón era un inmenso laboratorio de ensayo y error, un terreno donde explorar con la intuición y los conocimientos del pasado.

Por tanto, si hiciésemos un ejercicio de imaginación, suposición y deducción, podríamos llegar a la conclusión de que la respuesta a nuestra pregunta (¿puede un nómada ser pesimista?) es negativa. En un entorno hostil, donde la mayor parte de las energías y horas del día tenían que dedicarse a la supervivencia y el cuidado del grupo, es difícil que el pesimismo, el nihilismo o cualquier otra manifestación moderna que posteriormente diese lugar a la literatura distópica tuviesen lugar. Y no sólo porque no hubiese tiempo material para desarrollar complejas teorías sobre el futuro del ser humano, sino porque era contraproducente para la propia supervivencia. En términos de selección natural, en la situación de un cromañón, ¿sobreviviría y se reproduciría más aquella mujer que se levantase con la esperanza de encontrar unos tubérculos o aquella otra que desistía antes siquiera de empezar la búsqueda? Por otra parte, un cromañón tampoco tenía verdadera conciencia de la “humanidad”. En un entorno globalizado e hiperconectado no es muy fácil pensar a escalas continentales o globales, pero la parcela social de un cromañón probablemente se redujese a su familia o, en el mejor de los casos, a los grupos de su región.

Así, para un nómada el futuro es tan real como lo será después para Huxley o Wells, pero antes se circunscribía al ámbito familiar y su entorno que al conjunto de una sociedad global que no podía conocer.

Demos ahora un pequeño salto en el tiempo: llegan las sociedades sedentarias agrícolas. Realmente, el paso generalizado de nómadas a agricultores no sucedió de la noche a la mañana ni con facilidad, sino que fue un cambio progresivo, difuso y basado en un casi eterno ensayo y error. Las primeras sociedades que cultivaron seguramente siguieron siendo seminómadas y gran parte de sus calorías proviniesen todavía de la caza y la recolección. En cualquier caso, la agricultura surgió primero en distintos focos del planeta (el Creciente Fértil, China, Mesoamérica, etc.) y después se exportó a otras regiones, hasta dar lugar a lo que conocemos desde hace unos siglos y especialmente hoy: la inmensa mayoría de la humanidad vive en base a un sistema de producción de alimentos. Este tipo de sociedades dieron pie a varios hechos fundamentales para la tesis de este artículo: las sociedades se densificaron y se volvieron sedentarias; se establecieron gobiernos centrificados y surgieron países, reinos e imperios; las poblaciones se jerarquizaron y rolificaron; se dio pie a la escritura y a los intercambios culturales dentro de las sociedades y entre éstas; se permitieron y potenciaron la invención y los avances tecnológicos. Todas estas cuestiones son fundamentales para provocar cambios paradigmáticos de la Humanidad y sortear las barreras necesarias para el desarrollo de corrientes filosóficas y, en última instancia, las distopías.

El establecimiento de la población en núcleos densos y estables, y la obtención del alimento por medio de la agricultura y la ganadería, además de la sofisticación tecnológica y la domesticación de los animales, abrieron una nueva posibilidad: la jerarquización social (en estamentos o clases) y la profesionalización de las labores. Es decir, los individuos empezaron a formar parte de una sociedad mucho mayor que les requería para algo en específico. La evolución y el mantenimiento de la escritura hubiese sido imposible sin los escribas, antes de la alfabetización masiva de las sociedades. Los reyezuelos y jefes de tribu cumplían labores de liderazgo y gestión mientras que los pescadores, cazadores y agricultores alimentaban al conjunto de la sociedad. Los guerreros defendían a todos de los intrusos para que después se formaran los primeros ejércitos regulares. Cada cuál empezaba a cumplir una función concreta para garantizar la perseverancia de la sociedad que estaba por encima de ellos. En un principio, los roles serían laxos y habría muchos vasos comunicantes entre oficios y clases, de manera que no sería raro que el pescador también fuese guerrero y que el jefe de la tribu también fuese escriba o sembrase como los demás. Como a todo lo que nos estamos refiriendo en este texto, la rolificación es un proceso continuo y con una evolución heterogénea y muy compleja. Cabe señalar, por tanto, que no es que los roles no existiesen en las sociedades nómadas, donde, por ejemplo, los abuelos tenían un papel muy distinto al de los jóvenes; pero estaban todavía muy lejos de ser engranajes de enormes sociedades centrificadas y altamente especializadas.

Si damos otro salto en el tiempo nos acercamos a la filosofía y la literatura de ficción, es decir, aquella que ya no es eminentemente práctica (la escritura surgió con fines contables) sino que adquiere tintes más abstractos y pasa a ser interpretativa y/o especulativa de la realidad, más que un reflejo o simplificación de ésta. Precisamente, estos oficios o dedicaciones (filósofos, escritores, dramaturgos, etc.) son posibles gracias a la rolificación de la sociedad: es imposible que en la sociedad griega todos fuesen Aristóteles, porque alguien debía darle de comer a Aristóteles. Si los filósofos griegos pudieron escribir todo lo que escribieron es porque estaban bajo el amparo de emperadores, aristócratas y, en última instancia, de una mayoría de campesinos que garantizaban que la comida les llegase sin que tuviesen que mover un dedo. Parafraseando a Virginia Woolf, los filósofos tenían una habitación propia, es decir, el entorno económico y social adecuado para desempeñar su función.

¿Nos es posible imaginar a un campesino o un obrero escribiendo filosofía, poesía o interpretando música? Bueno, desde luego, es más que posible. Como decíamos antes, no es una cuestión dicotómica. Pero volvemos a la cuestión que planteábamos antes: aquellos que deben dedicar la mayor parte de su tiempo y energía a la obtención de alimento o, en su defecto, su empleo (en ambos casos es, al final, una cuestión de supervivencia) podrán dedicar menos tiempo y energía a elaborar teorías complejas y plasmarlas en un papel, o cualquier otra labor específica que ya cumplen otros profesionales. Más aún si la alfabetización y las artes escritas quedan reservadas sólo a ciertos estratos sociales (en el terreno de la oralidad, desde luego, la cultura siempre ha sido mucho más transversal).

Para un nómada el futuro es tan real como lo será después para Huxley o Wells.

Por tanto, si bien antes podíamos hablar de nómadas en conjunto, ahora no podemos hablar exclusivamente de sedentarios, sino que habría que especificar qué rol cumplía en la sociedad ese individuo. Esto es algo que se mantiene hasta nuestros días en muchas sociedades y hasta hace bien poco en las sociedades occidentales. Quien tenga familia de orígenes campesinos u obreros lo sabrá: las preocupaciones de alguien que labra el campo de sol a sol o quien trabaja diez horas en una fábrica tienden a ser distintas de alguien que consigue rentabilizar una labor artística o filosófica. Es una cuestión, como hablábamos antes, de tiempo y energía: ambos son un recurso muy escaso. Volviendo a la imagen de antes: las labores artísticas son más accesibles para alguien que puede comprar una naranja en el supermercado que para quien las siembra, recoge y distribuye.

Pero hemos de tener en cuenta una cuestión que, por otro lado, nos hará evitar una posible interpretación clasista de esta circunstancia: los artistas no existirían sin los agricultores y obreros. En primer lugar, porque su labor no es tan necesaria ni primordial. En segundo lugar, porque son los productores los que generan las condiciones necesarias para que los artistas tengan un espacio en el que desarrollar su creatividad. Y, por otro lado, que alguien sea agricultor no le evita ser escritor. No obstante, las sociedades modernas tienden a la superespecialización, especialmente cuanto más densas y avanzadas tecnológicamente son. Es más acertado en este sentido hablar de dinámicas de grupos sociales que de individuos concretos.

En resumidas cuentas, tenemos escritores porque tenemos sociedades estratificadas y rolificadas. Y tenemos escritores distópicos porque, a partir de un momento más o menos reciente de nuestra Historia, hemos adquirido, en primer lugar, el estado como forma de organización social y, en segundo lugar, la conciencia global de Humanidad. Las ideas reflejadas en la literatura distópica son, en el fondo, ideas de temor frente a la posibilidad de que empeore el bienestar social que atañe a la humanidad, en muchas ocasiones reflejadas en una nación concreta (como Inglaterra en el caso de 1984, de Orwell).

La visión pesimista de este puñado de escritores en ocasiones es un reflejo de las preocupaciones de las sociedades en las que viven, pero también son fruto de la reflexión y la introspección personal de los autores. Por ejemplo, H.G. Wells describía en La Máquina del Tiempo (1895) un futuro distópico en el que El Viajero del Tiempo se encontraba con dos tipos de individuos: los Eloi, unos seres pequeños, gráciles y completamente inofensivos que parecían vivir en armonía con la naturaleza; y los Morlocks, que son descritos como seres feos y hostiles, relegados al ámbito subterráneo, donde realizan unas actividades un tanto turbias. Al Viajero del Tiempo le llama primariamente la atención cómo el mundo, en el año ochocientos mil y pico, había acabado con esa disposición de especies. La teoría que lanza es que los Eloi habían perdido cualquier tipo de defensa frente a una amenaza externa porque, sencillamente, no las necesitaban. Una vida cómoda, alejada de los peligros de la competencia con otras especies, de la depredación y el ser depredado, de la inestabilidad de los ecosistemas y de otros tantos peligros que los darwinistas llamarían en su conjunto “presión de selección”. En este caso, la presión de selección es mínima o empuja hacia la configuración de una especie totalmente conformista, que no compite con otras ni entre ella misma. El Viajero del Tiempo está, en sus propias palabras, asistiendo al “fin de la humanidad”. Por otra parte, Blade Runner (Ridley Scott, 1982) es una profunda reflexión sobre los límites y esencia de la humanidad y el problema del Hombre hecho Dios. No obstante, no es sensato pensar que Wells o Scott reflejan por completo las preocupaciones del conjunto de la población humana o ni siquiera de sus respectivas sociedades a finales de los siglos XIX y XX, respectivamente. Aunque cualquier autor es, hasta cierto punto, esclavo de su tiempo, lo es aún más de su biografía y ambiente, es decir, las preocupaciones sobre el curso de la evolución humana de Wells no reflejan las del proletariado británico de Birmingham ni mucho menos la del campesinado andaluz, y viceversa.

Esta particularidad nos permite entender que la ciencia ficción distópica puede surgir como movimiento contra determinada hegemonía, nutrirse de los problemas sociales de la época o plasmar preocupaciones de un grueso de la población, pero es un error interpretar las ideas distópicas de los autores modernos como reflejo inequívoco del pensamiento global de sus sociedades, mucho más heterogéneo y difuso. Antes conviene hablar de cómo distintos individuos, de distintas procedencias y con educaciones muy concretas, son capaces de elaborar complejas teorías especulativas sobre la realidad. Probablemente, la ciencia ficción (la fantasía, en su conjunto) sea el género con mayor capacidad para hablar de nuestra realidad desde realidades ajenas. Habrá pocos aciertos concretos en los libros de Ursula K. Le Guin, Asimov o Mary Shelley, pero sin duda en sus libros hay toneladas de Verdad sobre el ser humano y su forma de relacionarse e interpretar el mundo. Muchas de las obras y autores de los que hablaremos en esta revista son fascinantes por méritos propios, acierten más o menos en sus planteamientos sobre el futuro. Al fin y al cabo, quizá nunca fue esa la atención, ni deba ser ahora nuestro interés. Invito al lector a que nos acompañe en este mosaico de voces y plumas sobre la distopía. Quizá le ayude a entender un poco mejor el mundo en el que le ha tocado vivir.


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