El live action de One Piece es quizá la serie más honesta, desacomplejada y pura de los últimos tiempos. Su sencillez le permite no sólo alcanzar la misma universalidad que el anime y el manga que adapta, sino transmitir sus ideas con una facilidad envidiable. Es una serie prístina y poco interpretable, y hace de ello su mayor fortaleza. Representa la honestidad del mejor relato de aventuras, aquel que apela a ser mejor con uno mismo y los demás, que ve lo bello de la vida en cada paso de la aventura. En One Piece no hay simplemente héroes, sino niños cuya única empresa es cumplir sus sueños y ayudar a cumplir los de sus amigos.

En la serie conviven dos grandes temas: los sueños y la amistad. A decir verdad, siempre he recelado de los discursos que hablan con ligereza de los sueños, empujando a su consecución pese a lo absurdos que sean o el daño que causen a los demás. Sin embargo, veo en One Piece un tratamiento tan sencillo y radical que dificilmente puedo encontrar dobleces negativos en su discurso. Ser el rey de los piratas, ser el mejor espadachín del mundo, ser un gran guerrero de los mares, dibujar un mapa del mundo o encontrar el All Blue… Las aspiraciones de los personajes son todos sueños infantiles en el mejor de los sentidos, tanto como querer ser astronauta o dedicarte a desenterrar dinosaurios. En tiempos en los que la motivación exógena escasea, la alienación es la norma y cada vez cuesta más encontrar objetivos que perseguir, One Piece invita a volver a un estado mental más sencillo, más sosegado y relajado, en el que expresarnos con pureza y sin remordimientos y dejarnos trabajar en aquello que realmente merece la pena para uno mismo y los demás, que no para un superior o unos ideales impuestos.

Vivimos tiempos donde ya es casi redundante decir que el individualismo ha opacado absolutamente cualquier voluntad colectiva. Un individualismo al servicio del capital, que nos fuerza a todos en convertirnos en ganadores y dejar al resto a la altura del barro. El mundo se percibe cada vez más como un coliseo en el que sólo puede quedar uno, en el empoderamiento a través del dinero, en los ricos esculturales versus los mileuristas de barriga acomplejada; en lo que la idiosincrasia estadounidense lleva trabajando décadas: el planteamiento de la vida como un inevitable ascenso en la escalera social a base de empujones sorteando los cadáveres de los vencidos. La ideología que subyace al neoliberalismo toma el darwinismo y lo retuerce hasta convertirlo en algo alejado de su esencia: el denonimado darwinismo social, que no deja de ser una interpretación parcial de la teoría de la evolución que busca justificar el elitismo, el racismo y, en general, la superioridad moral y biológica de la burguesía blanca. Vivimos tiempos de empoderamiento individual, de sueños propios y egoístas, de motivaciones exógenas que vendemos como endógenas, de títeres creyéndose monarcas.

En este contexto, cada vez más productos multimedia son defensas conscientes o inconscientes de la ideología neoliberal, especialmente predominante en forma de podcasts o streams en redes sociales. El algoritmo cada vez nos hace escuchar más aquello del sacrificio individual, la inutilidad de los impuestos (la riqueza individual predominante sobre el interés general), el desprecio por quienes viven vidas sencillas, el elitismo intelectual, el cuerpo cultivado y el capital que se convierten en el único marco moral, los sueños despojados de toda perspectiva colectiva… Si en las grandes revoluciones se luchaba por el bien mayor, por ideas trascendentes y por la fuerza común del vulgo frente a las élites explotadoras, ahora las revoluciones se plantean desde la óptica individual: millones de microrevoluciones personales que acaban por no ir a ningún lado, que no dejarán poso alguno más allá del engrosamiento del ego. Hace tiempo que el maquiavelismo se superó para llegar a algo todavía más perverso. Si Maquiavelo decía que el gobernante ha de tomar sus decisiones políticas con independencia de la moral, ya que política de Estado y ética individual son esferas esencialmente distintas, el objetivo último de las decisiones de un príncipe siempre debía remar a favor del país. El maquiavelismo, al menos, tenía un objetivo mayor que uno mismo. Eso ya ha quedado superado y ahora el yo es principio y fin de todo; la libertad de tomar una caña parece más importante que la vida de los vulnerables. La moral está perdiendo importancia también en la esfera privada al dejar paso al culto a uno mismo por encima de todo lo demás.

One Piece es una obra rebelde, que no habla tanto de cómo son las cosas sino de cómo deberían ser

En este contexto sociocultural, gracias a su universalidad y sencillez, One Piece se convierte en revolución silenciosa. La tripulación de Monkey D. Luffy sabe conjugar a la perfección la voluntad individual con la preocupación colectiva: cada cuál tiene sus sueños, pero en lugar de convertirlo en empresas egoístas, se embarcan en una travesía conjunta a fin de ayudarse unos a otros. Los Sombrero de Paja son unos niños muy diferentes entre sí, con historias y habilidades absolutamente dispares, que forman una tripulación que funciona como un único puño. La cohesión del grupo y la fortaleza de la tripulación crecen gracias a que hay tiempo suficiente para la expresión y las aspiraciones de todos y cada uno de ellos: no sólo es encontrar el One Piece, sino reconciliar a Nami con el pueblo y la familia que la vio nacer, ayudar a Sanji a salir de su congoja creativa, o que Zoro se convierta en aquello que prometió ser. Las aspiraciones de ninguno de ellos pasa por destruir las de los demás, sino que se engarzan unas con otras para remar a favor; establecen las condiciones colectivas necesarias para la consecución de las aspiraciones personales.

Ciñéndonos a los compases iniciales de One Piece, el enfrentamiento entre la tripulación de Luffy y sus primeros enemigos son también un triunfo de la bondad y la colectividad frente a la mezquindad y el individualismo desmoralizado. Buggy, Kuro y Arlong son perfectos ejemplos de superhombres despojados de todo principio moral, que nutren sus arcas y estatus a base de subyugar al débil aprovechándose de sus ventajas materiales. Los Sombreros de Paja, pese a ser piratas (personajes estereotípicamente viles e inmorales en la tradición literaria), actúan como elementos de ruptura de los palacios mentales y materiales de esos superhombres. A su vez, podría decirse que el objetivo último de Monkey D. Luffy (encontrar el One Piece y ser el rey de los piratas) avanza de forma más lenta y parsimoniosa debido a que los pasos intermedios (Buggy, Kuro, Arlong, etc.) retrasan su marcha. Sin embargo, haber pasado por alto todos los pueblos y personas explotadas, si bien hubiese sido más efectivo para la consecución práctica de su objetivo, también hubiese supuesto renunciar a su esencia, a la camaradería, a la amistad y la comprensión mutua… Un sueño despojado de moral es, probablemente, un sueño de cobardes (y uno que no merece la pena tener). No todos los sueños son igual de válidos.

One Piece es una obra rebelde, que no habla tanto de cómo son las cosas sino de cómo deberían ser. Desde el optimismo y la universalidad, narra una aventura que despierta el cambio. De la andadura de los Sombrero de Paja se pueden sacar valiosas lecciones sobre dónde poner el foco: en los sueños de uno mismo, pero no tanto en uno mismo; en cómo hacer que tus metas bailen al son de las de los demás; en saber escoger qué camino tomar y de qué forma recorrerlo para hacer del mundo un lugar mejor.


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