Hay una época que todos vivimos, previo al despertar de la madurez y en el apogeo de la inocencia, en el que no somos plenamente conscientes de que alguien hace las cosas. Cuando somos niños asumimos que las películas que nos gustan se hacen, casi por generación espontánea, pero no por algunos con unos conocimientos técnicos muy concretos y necesitando la coordinación de decenas o cientos de personas con roles insustituibles. Nos gustaba Jurassic Park, pero nos daba igual quién fuese Spielberg. La mayoría queríamos parecernos a los protagonistas de las películas, pero no ser quien las hacía. Pocos sabían quién era John Ford, pero todos los niños querían ser John Wayne.

Con el tiempo acabamos entendiendo que, efectivamente, el alguien está por encima, detrás y dentro de las obras. Incluso queremos ser ese alguien. Comenzamos a tener referentes, figuras icónicas a las que copiar y aspiraciones basadas en obras que nos dejaron marca y cicatriz.

Personas. Ideas. Trabajadores. Son parte del cómo, pero también del qué. Death Stranding no sólo está hecho por Kojima y el estudio que dirige, sino que es Kojima y el estudio que dirige; sus creadores están insertos de forma etérea en su código, en su expresividad visual, en las coordinadas que lo vieron nacer. Las ideas (malas y buenas), las habilidades y cualquier muestra de expresividad de un videojuego nacen y mueren con sus creadores.

Pero, en ocasiones, la necesidad impuesta de consumir, estar en la conversación y recibir un estímulo más que nos distraiga nos hace perder de vista esta realidad en ocasiones y retornamos a situaciones más infantiles: los juegos dejan de ser obras para ser consumibles y, tras ello, comienzan a ser entidades separadas de sus creadores. Se hacen juegos y nosotros los consumimos.

El concepto de industria y el de arte son, en determinados contextos socioeconómicos, contrapuestos o, al menos, parecen empujar en direcciones contrarias: la industria busca el rendimiento económico, el crecimiento exponencial, la reducción de los costes y la maximización de los beneficios; el arte busca la expresividad y la transmisión de emociones desde la individualidad o la colectividad. Pocas veces en la historia industria y arte han sido conceptos desligados dadas las contingencias materiales a las que se ven sometidos los artistas, que prácticamente siempre han necesitado que sus obras tengan algún rédito económico para llevar a cabo su labor, bien sea a través de los mecenas, un trabajo asalariado o las suficientes facturas para pagar equipos y horas de trabajo. Por tanto, es inevitable que la industria modifique el arte de manera decidida.

Nos vemos insertos en uno de los casos más evidentes de, a mi modo de ver, la degradación del componente artístico en el mundo del videojuego en pos del componente industrial: cada vez más las personas detrás de los videojuegos, especialmente de las grandes producciones, son más recursos y menos creadores; se busca en ellos meros engranajes que contribuyan a la perpetuación de un modelo muy concreto que prioriza no su expresividad sino el crecimiento económico exponencial.

ACTO I: La compra de estudios

Las consolas son ecosistemas. En dos sentidos. El primero, más técnico, se refiere a ecosistema como conjunto de títulos, herramientas y funcionalidades de las que dispone cada máquina. El segundo, más etéreo, es aquel que se refiere a las consolas como marcas con seguidores; un submundo creado por cada compañía en el que coinciden juegos, fans e identidades. Es este segundo sentido el que realmente genera más rédito económico y construye una marca con empaque en el mercado y del que, desgraciadamente, deriva la guerra de consolas, es decir, fans enfebrecidos que defienden con su vida el honor de su marca como si fuesen caballeros que guerrean por su señor feudal.

En este maremágnum de identificaciones arbitrarias por una marca u otra, la compra de estudios lleva jugando un papel fundamental desde hace varios años. Al igual que ocurre en el mundo del fútbol o en la NBA, donde los mercados de fichajes de jugadores son uno de los mayores intereses cada invierno y verano, en la última década las grandes compañías del mundo del videojuego (Microsoft, Sony, Tencent, etc.) compiten por adquirir estudios de todos los tamaños para engrosar su marca, permitirse el desarrollo de más proyectos y, en definitiva, tener más elementos mercantiles de los que obtener beneficios.

Microsoft compró Mojang, los creadores de Minecraft, por 2.500 millones de dólares en 2014. Aquella compra mastodóntica abrió una puerta difícil de cerrar en la industria pero parece, hoy día, casi ridícula comparada con los números que se movieron posteriormente: Sony compró Bungie (los creadores de Halo y Destiny) por 3.600 millones, Activision-Blizzard compró King por 5.900, Microsoft compró Bethesda, a su vez una gran compañía, por 8.100 millones; Take-Two compró Zynga por 12.700 millones de dólares; y, como broche de oro, Microsoft ha comprado Activision-Blizzard-King por 68.700 millones de dólares. Estos números estratosféricos se escapan a toda comprensión, pero por ponerlos en contexto, la compra de Activision-Blizzard-King por parte de Microsoft es equivalente al producto interior bruto de Uruguay y mayor que el de muchos países africanos y asiáticos.

El sistema capitalista funciona asumiendo el crecimiento ilimitado: no se puede dejar de crecer, el objetivo es aumentar infinitamente los beneficios, controlar más mercado, alcanzar un monopolio cada vez mayor. Competir y destruir. El capitalismo morirá de éxito porque el pez grande se comerá al chico hasta que no haya nada más que comer, decía Julio Anguita. La compra de estudios supone una simplificación de la industria, un camino hacia el oligopolio y la destrucción de los estudios y proyectos medianos. Las voces de los autores se diluirán cada vez más, inevitablemente, en ecosistemas que son eufemismos de oligopolios capitalistas.

ACTO II: La inteligencia artificial

La inteligencia artificial podría ser parte de la liberación del ser humano del trabajo asalariado. La existencia de máquinas y tecnologías que nos ahorren esfuerzo y tiempo innecesario (especialmente el referido al trabajo mecánico) es, en esencia, una buena noticia. No obstante, no lo está siendo por diversos motivos. El primero, porque nuestra supervivencia depende de nuestro salario y, culturalmente, también nuestra valía como seres humanos. Nuestro sistema económico y social no está preparado para la llegada ubicua de la IA porque nadie tiene asegurada su supervivencia y dignidad sin el desempeño de un trabajo asalariado. El mayor absurdo del sistema en el que vivimos es que siempre necesitaremos trabajar para producir pese a que ese trabajo pudiese ser realizado de forma automática por una máquina que lo hiciese de forma más productiva. Y, mientras no exista una regulación del mercado ni unas garantías sociales verdaderamente sólidas, la ganancia de producción y productividad que puedan traer las inteligencias artificiales o cualquier otra tecnología nunca repercutirá en beneficio para los trabajadores y las sociedades, sino que simplemente engrosará los beneficios de empresas y directivos. Sin un reparto equitativo de la riqueza, mientras la plusvalía se extraiga del obrero y los beneficios millonarios se repartan de manera absolutamente dispar, la inteligencia artificial no supondrá la emancipación del ser humano sino que desencadenará nuevas formas de explotación.

En segundo lugar, la inteligencia artificial supone el robo de la propiedad intelectual. Las inteligencias artificiales toman datos de obras producidas por seres humanos para generar contenido en base a esas obras. Por lo tanto, la inteligencia artificial no es otra cosa que la fagocitación y regurjitación del trabajo ajeno, sin la creación de nuevos conceptos, sino el rezumado de una amalgama de ideas sustraídas a otros creadores. Estas amalgamas nacidas de la IA, además de acostumbrar a ser claramente cutres y malas (por el momento), tienen un problema profundo: dan exactamente lo que queremos que nos den, no lo que alguien quiere darnos. Tecleamos en un buscador lo que en ese momento queremos, como si el mundo estuviese a nuestro servicio y sin necesidad alguna de enfrentarnos a obras que se salgan un poco de nuestros límites mentales y culturales. La inteligencia artificial en el arte perpetúa nuestras creencias, afianza nuestros sesgos, nos da un nuevo consumible adecuado a nuestro estrecho palacio mental. La inteligencia artificial es el avance más esperado en la creación en base a algoritmos de consumo que las industrias del entretemiento llevan manejando desde hace tiempo. No hace falta más que ver qué son mayoritariamente Netflix y las grandes productoras cinematográficas: películas de pizarra, que parecen haber incluido en una batidora las ideas triunfales de otras decenas de películas para diseñar un producto sin voz autoral pero que son ligeras, livianas y fácilmente consumibles. Porque la sociedad no está adormecida: está puteada. Nuestras condiciones materiales no son las propicias para disfrutar el arte en plenitud y con el reposo que requiere, sino que buscamos consumir para olvidar, para evadirnos, para encontrar refugios conocidos.

Yo nunca hubiese pedido Silent Hill 2 o Breath of the Wild, porque no sabría pedirlos y porque no se podían pedir, porque esos videojuegos rompieron límites preestablecidos y, sobre hombros de gigantes, crearon algo genuinamente nuevo. Porque muchos de los grandes videojuegos que marcaron escuela eran malas ideas en lo comercial e incluso extrañezas en lo creativo. Sin embargo, sí podría pedir Palworld porque es el producto de sueños infantiles fruto de mezclar ganchitos y nocilla; porque está diseñado para agradar desde un punto muy superficial.

La inteligencia artificial puede tener aplicaciones muy positivas en el videojuego (y de hecho las tiene), que aligeren la carga de trabajo de muchos trabajadores y automaticen procesos mecánicos. Sin embargo, en el ámbito puramente creativo la inteligencia artifical y la creación en base a algoritmos comerciales sólo están sirviendo para perpetuar cánones y darnos lo que queremos, pero no lo que quizá necesitemos.

ACTO III: Los despidos masivos

La consecuencia de todo esto la sufren los de siempre: los trabajadores. En sólo 25 días de Enero de 2024 se han despedido a 5.600 personas en la industria del videojuego a nivel global, que suponen más la mitad de los despidos totales que se produjeron en 2023 (10.500). En sólo un mes.

Parecía obvio que una de las consecuencias de la monopolización de la industria del videojuego y implantación de la inteligencia artificial en el desarrollo de los mismos sería la reducción de las plantillas, la eliminación de puestos de trabajo creativos y/o técnicos que pudiesen ser fácilmente sustituidos por herramientas automáticas. Tan obvio que se está asumiendo que es la consecución lógica de todo aquello, cuando nada es lógico en todo este proceso. ¿Cómo es admisible que compañías multimillonarias que fagocitan a otras compañías multimillonarias se vean en la posibilidad de despedir a cientos o miles de trabajadores sin prácticamente avisarles porque sus beneficios no han aumentado lo suficiente?

Inevitablemente, las compañías llegarán a un punto en el que sufrirán desaceleraciones en el aumento de sus beneficios, algo tan inadmisible en un contexto capitalista como lo sería tener pérdidas. Una vez que las tendencias monopolistas y la maximización de los beneficios con prácticas de todo tipo (micropagos, DLC, aumentos de precio, etc.) comienzan a llegar a sus límites matemáticos, la única forma de seguir aumentando dichos beneficios es reduciendo gastos como sea. En este caso, haciendo que el mismo trabajo lo haga menos gente, quizá usando inteligencia artificial, quizá con jornadas laborales que superen las 14 horas, quizá disminuyendo ostensiblemente los estándares de calidad del videojuego o adoptando diseños más simples y formulaicos que sigan una hoja de ruta creativa y comercial más directa.

En última instancia, todo esto redunda en un perjuicio transversal a toda la cadena: desde los creadores hasta los jugadores. Los creadores verán la degradación de sus condiciones materiales y laborales, incluyendo su estabilidad laboral y sus condiciones creativas; se acallarán voces autorales hasta el punto de ser rara avis. Los jugadores, por su parte, quizá tengan a corto plazo más videojuegos de los que son capaces de consumir, y raro será que no haya siempre un juego interesante al que jugar. Pero, a largo plazo, los videojuegos vanguardistas y rupturistas en el ámbito del mainstream serán cada vez menos; las grandes producciones serán cada vez más predecibles y planas, estarán menos pulidas en el ámbito técnico y serán productos con cada vez más carencias. Ni siquiera en ese sentido, como productos, serán mejores de lo que son ahora.

Todo esto tiene solución, y pensar lo contrario es comprar el pesimismo inmovilista que se nos quiere transmitir. No obstante, no será fácil. No sé las soluciones concretas, pero si sé que pasa por una concienciación más transversal en los jugadores sobre el videojuego como arte y de legislaciones que regulen las condiciones laborales de los trabajadores, el uso de la inteligencia artificial y las prácticas mercantiles inadmisibles que se han estandarizado. El es lo que hay es la fórmula más simple y efectiva para perpetuar prácticas viejas y oxidadas que no deberían existir. Las cosas se pueden cambiar, aunque no vaya a ser de un día para otro, y mucho menos si los elementos materiales, socioculturales y éticos con los que se crean videojuegos y se juega a videojuegos siguen siendo los mismos.


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