Las manifestaciones culturales relacionadas con el terror son muchas, tantas como miedos han aquejado al ser humano desde que es tal cosa. El miedo más esencial, quizá el único miedo real y del que deriva el resto, es el miedo a la muerte. Desde tiempos inmemoriales los seres humanos hemos creado deidades, héroes y mitos con el fin de comprender lo incomprensible, la realidad cambiante que nos rodea y que, por tanto, necesitamos esquematizar y dividir de alguna manera que nuestro seso pueda entender. Una vez hecho esto quizá, y solo quizá, logremos enterrar nuestro miedo a la muerte con capas de falsas esperanzas.
Pero lo cierto es que el terror, en cuanto a género cultural se refiere, ha adoptado innumerables formas creativas. No podemos meter en el mismo saco a Silent Hill (Team Silent, 1999), Scream (Wes Craven, 1996), Paranormal Activity (Oren Peli, 2009) o Five Nights at Freddy’s (Scott Cawthon, 2014). Indudablemente todas son obras de terror, y hay una esencia que comparten, pero también hay una serie de diferencias notorias que las hacen experiencias distintas.

Volviendo a Silent Hill, ésta es una saga que se caracteriza por algo evidente: el ambiente es opresivo y la atmósfera densa; cada hora de juego es pesada y sienta como una losa en la espalda. No nos gusta jugar a Silent Hill. No es divertido. Pero algo nos empuja a seguir haciéndolo, aún sabiendo que lo vamos a pasar mal. Esto es, en esencia, propio del género de terror. Pero se puede llegar a esta sensación de agobio, miedo o tensión por muchos caminos. Silent Hill elige el de la ambientación y la representación de los sentimientos humanos más sucios a través de simbolismos; pero existe una tendencia, tanto en la industria del videojuego como en la Hollywood de esta década, de utilizar técnicas más simples, pero muy efectivas a corto plazo. Los jumpscares, o cambios bruscos en la escena que buscan el susto inmediato del espectador o jugador, quizá sean la más representativa. Esta técnica no es realmente nueva (en Carrie [1976, Brian de Palma], sin ir más lejos, tenemos uno de los más icónicos), pero el cine y los videojuegos modernos los han incorporado y usado sin criterio alguno y hoy día es una de las grandes críticas que se le puede hacer a la corriente del terror moderno: muchas veces son obras que se limitan a ser efectivas, no tienen profundidad y terminan siendo productos que más allá de la montaña rusa de sustos no aportan nada. El creador del Silent Hill original, sin irnos más lejos, hablaba de esto en una entrevista en 2004; nos dice Keiichiro Toyama: “Este género de terror [le preguntaban por The Eye o The Ring], en que se basan estas películas es muy popular en Japón y viene ya de hace mucho, lo que ocurre es que el sentido del terror tradicional se está perdiendo y ahora cada vez hay un terror más estilo Hollywood y brutal, es decir, se da más importancia a lo que es la acción en sí, que al ambiente en el que se desarrolla todo”.

Voy a ser directo: asustar con un jumpscare no tiene mérito alguno. Sí, es cierto que das un respingo en el asiento, puede que se te acelere el pulso y se te pongan los pelos como escarpias; pero eso se consigue con algo tan simple como soltar un monstruo feo en primer plano. Se puede entender como un recurso más, algo que existe en el cajón de sastre del creador y que puede echar mano cuando crea conveniente; algo muy distinto de hacer de él la base de una obra. La mayor parte de la cartelera actual se ha agarrado a una fórmula que funciona, que permite asustar a la gente sin demasiados quebraderos de cabeza, pero que no aporta nada más allá de esos segundos de taquicardia que siguen al susto. Son una retahíla de películas apenas distinguibles unas de otras. Sin un mensaje detrás que sirva de base para justificar siquiera esos sustos.
Pero lo cierto es que el terror tradicionalmente se ha usado para transmitir un mensaje, y en multitud de ocasiones se ha servido del folklore y la mitología para darle un poso de verdad a la irrealidad del asunto. Drácula (Bram Stoker, 1897) se basó en la figura histórica de Vlad Tepes El Empalador y a través de la metáfora del aristócrata que chupa la sangre al campesino reinterpreta el mito del vampiro. En La Noche de los Muertos Vivientes (George A. Romero, 1968) la pandemia zombi representa a la sociedad de la época, una horda dirigida por el sistema. La Matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974) recrea el ambiente sórdido de la América profunda, donde una familia de lunáticos mata y descuartiza a unos adolescentes que pasaban por allí. En este último caso, usa el tan conocido recurso del “basado en hechos reales” para mandarle al espectador un mensaje: “te podría pasar a ti”. (Para eso, y como un movimiento muy inteligente de marketing.)
Sean profundas o no, lo cierto es que todas las obras de terror tienen un denominador común: la indefensión. La del jugador o la de los protagonistas (con los que empatizamos). Para conseguir recrear esta sensación basta con añadir dos ingredientes básicos: primero, uno o varios personajes a priori normales; segundo, que se encuentren en un lugar extraño y hostil, un pequeño oasis de horror. Sea un grupo de adolescentes en una cabaña perdida de la mano de Dios, una madre y su hijo en su propia casa, un padre que busca a su esposa muerta en un pueblo de pesadilla o un grupo de marines espaciales con un alien suelto en una nave estropeada.
Con todo lo dicho, una de mis obras de terror preferidas es Silent Hill 2 (Team Silent, 2004). La utilización del escenario y la música opresivos, el simbolismo subyacente a los monstruos, la historia oscura y sombría, la jugabilidad decididamente tosca, las cámaras fijas que muestran el escenario de una manera muy específica, etc. consiguen crear un todo sin apenas asperezas y dar lugar a una de las mejores representaciones del terror que se han hecho nunca. Se utilizan los monstruos como una extensión de los miedos del protagonista, James Sunderland, pero no es evidente en un primer momento a qué hacen referencia. Las enfermeras del Hospital Brookhaven se manifiestan debido a la abstinencia sexual de James, y Pyramid Head es una representación de la culpabilidad de James por la muerte de su esposa, una versión oscura de sí mismo. En Little Nightmares (Tarsier Studios, 2017) también se representan los miedos humanos, pero de una manera mucho más directa y visceral: no hay lugar a dudas de que ese hombre con sombrero y brazos largos nos quiere agarrar y hacer cosas malas con nosotros. Tarsier Studios no juega en este caso con el simbolismo subyacente de Silent Hill, sino que nos ofrece la pesadilla tal y como la vive un niño: evidente y real.
Ante la pregunta de por qué en Little Nightmares decidieron usar a una niña como protagonista, David Mervik, encargado del diseño narrativo del juego, contestó lo siguiente: “Con el encanto natural y la alegría que proporciona un niño, consigues una pequeña y tenue luz en la oscuridad. […] El miedo no es nada con un corazón fuerte.”

Lo que responde a la premisa antes mencionada: el ser indefenso catapultado a un mundo ajeno y hostil.
Little Nightmares, como Silent Hill y tantos otros, basa sus mecánicas jugables en desempoderar al jugador: apenas podemos hacer más que escondernos y mover objetos. Si fuésemos fuertes y capaces, esto no sería terror. Esa es la razón por la que Resident Evil 5 (Capcom, 2009), a pesar de la carga de su nombre, no es ni mucho menos un juego de terror. En el primero convenía evitar a los zombis de formas ingeniosas porque para acabar con uno debíamos vaciar la mitad de las balas de un cargador que las más de las veces estaría vacío. Cada vez que abríamos una puerta nos encomendábamos a Dios porque no sabíamos qué venía después. Pero en Resident Evil 5 lo único que da miedo es lo mediocre que es y lo mal que entiende a la cuarta entrega. Es terrible, pero de un modo distinto.
A lo largo de mi vida he ido notando algo: cada vez me gusta más el terror. Quizá porque logre transmitir de una manera muy humana ciertos temas, que se procesan de manera subconsciente y se quedan grabados a fuego en mi mente.
O quizá sea un maldito sádico y no tengo que darle más vueltas.
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