Entre 1876 y 1965 existían en Estados Unidos las llamadas “Leyes de Jim Crow”. Estas establecían la segregación racial bajo el lema “separados pero iguales”, de manera que los afroamericanos y otros colectivos racializados quedaban relegados a un segundo plano social y económico a golpe de legislación. Se establecían diferentes lugares educativos, habitacionales y de recreo para negros y blancos. Tal y como ocurría con el apartheid en Sudáfrica, los negros de Estados Unidos tenían prohibido el alojarse en muchos hoteles, comer en determinados restaurantes con los blancos (la trastienda sí que solía estar a su disposición), comprar en ciertas tiendas, usar los mismos baños o incluso andar por la calle de noche. Las palizas a negros eran bastante habituales, así como todas las formas de desprecio imaginables.

Como es obvio, “separados pero iguales” era una consigna falaz, ya que el sistema relegaba a los negros al ámbito más subterráneo y marginal de su país, tanto en sus ciudades como en sus leyes. En este ambiente, los negros habían de sobrevivir y luchar contra un sistema fuertemente opresor. Estas leyes, de las que apenas nos separa medio siglo, confirman que no estamos tan lejos del racismo institucional y que de él deriva buena parte del racismo generalizado y la exclusión social que todavía existe en los Estados Unidos.

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En los últimos años de vigencia de estas leyes, entre 1936 y 1967, circulaba The Negro Motorist Green Book (El libro verde del conductor negro), abreviado como Green Book, y que recogía una serie de hoteles, restaurantes, clubs y estaciones donde los negros sí eran atendidos. Esta guía (imprescindible para las personas afroamericanas que viajaban, sobre todo por el sur del país de la libertad) la elaboró Victor Hugo Green, un cartero de Nueva York, como respuesta al miedo e incertidumbre por el que pasaban los negros al viajar de un lugar a otro dentro de su propio país. Para un negro, un viaje mal planificado podía suponer entrar en el lugar equivocado y recibir una paliza y humillaciones de todo tipo.

En este contexto encontramos Green Book, la recién estrenada obra de Peter Farrelly.

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La película comienza con el famoso Inspirado en una historia real. El cine es ficción, por encima de todo, y quizá todas las películas estén inspiradas en historias reales. No obstante, independientemente del dichoso y recurrente marchamo, lo cierto es que Green Book se siente real. Encontramos, principalmente, dos personajes: Tony Lip (Viggo Mortensen), un matón italoamericano del Bronx que no se lo piensa dos veces ante un encargo que le pueda reportar algo de dinero con el que sacar a su familia adelante; y Don Shirley (Mahershala Ali), un pianista negro, rico y reputado, que vive en la soledad de su pequeña mansión. El segundo le encarga al primero ser su guardaespaldas, chófer y mano derecha a lo largo de una gira por el sur de los Estados Unidos, terreno absolutamente hostil para alguien de su condición; el sueldo era bueno, así que Tony Lip acepta.

Una road movie puede destacar por muchas razones, pero en las buenas suele haber un denominador común: la evolución y el viaje como fin, no como medio. Para conseguir esto, Green Book parte de los contrastes entre sus dos personajes. Tony Lip es grosero, insolente, movido por unos valores de moralmente cuestionables; no le gustan los negros y casi que les tiene asco. Don Shirley es alguien cultivado, elegante, que tiene en alta estima el decoro y la educación.

El viaje es el choque de dos personalidades conflictivas, el relato de cómo se liman la una a la otra para acabar dando lugar a personas más completas, mejores. Tony Lip, que se dice más negro que Don Shirley por vivir en la pobreza del Bronx y escuchar música de negros, acaba comprendiendo que Shirley está condenado al ostracismo: del resto de los negros le separa la clase social, y de los blancos les separa su color de piel. En esta intersección, a Don Shirley sólo le queda espacio para ver la diversión de los demás desde la soledad de su palacio mientras mece una copa de whiskey. O dos, o tres.

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A lo largo de Green Book se mezclan la comedia y el drama, pero siempre de manera bien diferenciada. El humor, un elemento inherente a las películas de Peter Farrelly (Dos tontos muy tontos, Yo, yo mismo e Irene), acierta en ocasiones y erra el tiro en otras. Es fácil encontrar divertidas las escenas donde saca a relucir su humor más socarrón y directo, pero en otras ocasiones parece que el chiste ya lo habíamos oído antes, y ni siquiera entonces nos hizo gracia. Se recurre al paroxismo en muchas ocasiones, pero quizá eso juegue en su contra en ciertas escenas.

Por su parte, a nivel formal la cinta es sobria, pero impecable. No es una película que arriesgue, pero sí es el resultado de un experimentado director que consigue generar un relato cinético, donde la historia fluye y cada escena está dotada de fuerza y sentido propio. Se logra recrear con solvencia escenográfica y fotográfica los ambientes de la América de los 60.

Aunque la mayoría de las veces la fuerza de las escenas viene de las actuaciones. Mahershala Ali lleva a cabo un papel más comedido y discreto, en la línea con su personaje; pero Viggo Mortensen es un auténtico torbellino. Es, quizá, una de las mejores interpretaciones del actor. En esta película es capaz de extraer de sí mismo una garra interpretativa casi inexplicable, se funde con Tony Lip y lo hace suyo.

Una nota negativa de la película se encuentra en el plano musical. Se incorporan temas en ciertos momentos que intentan reforzar los sentimientos: la escena triste va acompañada de una melodía que la intenta convertir en más triste todavía, pero no logra más que redundar en un ejercicio de simpleza. Estas fórmulas cada vez tienen menor recorrido, y el cine de los Coen ha demostrado que ser escuetos en el apartado sonoro no implica que las escenas nos impacten menos; a veces, es justo al contrario, y un silencio mantenido logra erizarnos el vello.

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Green Book es una obra accesible, bien resuelta, sin demasiados flecos; no trasciende los propios géneros en los que se enmarca, pero logra trasladar sus ideas sociales con mucha solvencia y un manejo envidiable del ritmo. Logra que nos interesemos en los personajes, en su viaje, que nos fascine su evolución y que comprendamos que no estamos tan lejos del amargo retrato que nos ofrece.


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