Robert Schank, en El ordenador inteligente, habla de cómo un niño puede adquirir modelos narrativos de cierta complejidad entre los dos y los cuatro años; esto significa la capacidad de seguir guiones situacionales, por ejemplo: si sus padres normalmente actúan de una forma determinada en un momento determinado del día, será capaz de preverlo, anticiparse, e incluso notar su falta, en caso de que el comportamiento se alterara.

Ante una capacidad de aprendizaje semejante, una persona adulta que ha crecido experimentando los modelos narrativos del videojuego durante su completo desarrollo intelectual, apenas puede exigírsele que sea consciente del proceso de aprendizaje al que se ve expuesto con cada videojuego.

Normalmente somos capaces de adquirir esos conocimientos a través del inconsciente cognitivo, sin darnos cuenta. Del mismo modo en que durante los primeros años un niño adquiere algunas capacidades lingüísticas, y tratando de preservar esa inconsciencia, durante la primera etapa de escolarización la educación va ligada a los juegos —a los de toda la vida, que diríamos.

Si para poder comunicarnos entre nosotros necesitamos un tipo de lenguaje que entendamos ambos interlocutores, entre yo y un videojuego necesitaremos una vía de comunicación que tanto él como un servidor comprendamos. Sabemos que nuestra herramienta de comunicación es la interfaz física: el mando, el ratón, el teclado, la pantalla táctil, etc.

Lo que a menudo pasa directamente por nuestro inconsciente cognitivo es el lenguaje de cada videojuego. Transmitido a través de esa interfaz de turno, hemos asimilado que en Mario Kart habrá un botón para usar nuestras conchas y plátanos, que en Assassin’s Creed habrá alguna forma de escalar desmesuradamente, o que, si estamos en una ciudad en un juego de rol, habrá un botón para interactuar con los NPC. Son mecánicas cuyo único razonamiento para darlas por válidas es la costumbre. Ya que el medio que nos ocupa lleva el juego de una forma u otra instalado en él, aprendemos jugando, como el niño que aprende qué es una oveja a base de dibujarla.

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La campaña de Warcraft 3, un tutorial camuflado donde los haya.

Libertad, límites e imaginación.

Greg Costikyan en su ensayo I Have no Words & I Must Design habla de la cohesión narrativa que crea cada ficción lúdica, “Bloodforge Hammer no tiene sentido más allá del contexto de EverQuest. La palabra ‘peón’ tiene un significado fuera del ajedrez, pero tiene un significado concreto dentro del juego al que está vinculado”.  Las monedas, las vidas, las estadísticas, las hogueras, todos y cada uno de los elementos que tomemos de un videojuego, tendrá una definición y sentidos propios dentro de él. Aprendemos a hablar el lenguaje del videojuego gracias a que encontramos un lugar común en su jugabilidad.

En el ámbito del lenguaje, la lecto-escritura es una fase de aprendizaje, normalmente temprana, donde lectura y escritura unen fuerzas para ayudar al ser humano a familiarizarse con un idioma. De esta forma, podríamos tratar de lectojugabilidad a la fase en la que tanteamos el mapeado de botones, con el fin de dirigirnos al videojuego y que éste nos responda. La etapa en la que un sistema de control trata de ser familiar, dejando de ser extraño. Cuanto más sencillos sean los mecanismos, más posibilidades hay de que un jugador no fracase en su intento por entenderlos. Es una obviedad olvidada, si nos atenemos al canon de los sistemas de control, donde suelen faltar botones físicos para tanto input y las manos apenas dan de sí para ejecutar ciertas mecánicas.

Una rara avis sería el caso de World of Warcraft, que alcanzaría cifras astronómicas de jugadores justamente en una de sus etapas de mayor complejidad jugable. Por otra parte, en cuanto esa comunidad se ha diversificado, empleando su tiempo en una amplia gama de ofertas que también satisfacen lo que encontraba en WoW, éste ha optado por simplificar su funcionamiento.

League of Legends logra una gran complejidad de situaciones sentando sus bases sobre unas mecánicas sencillas y fáciles de asimilar para cualquier jugador. Minecraft hace lo propio, así como Counter Strike, Fornite y una larga lista de videojuegos masificados que encuentran la complejidad en ese otro aspecto que es la jugabilidad emergente —teorizado tiempo atrás como Emergent Gameplay y que ha traído consigo ríos de tinta—, pero en ningún caso a través de una tosca barrera de aprendizaje jugable.

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Ojiro Fumoto, un reciente desarrollador japonés, comenta a Cara Ellison para su libro Embed With Games, que él era jugador de juegos independientes como Braid, Super Meat Boy, Cave Story o Spelunky. En consecuencia, su primer título ha sido Downwell, un título pensado para poder ser jugado en la pantalla de un smartphone, que sólo necesita de dos direcciones y un botón de disparo. Acción desde el primer instante y un formato de pantalla alargado en vertical, cual shoot ‘em up. Aprendemos y creamos en consonancia. Si no, el fanático del cine que es Hideo Kojima no haría los juegos que hace.

Downwell consiste en el manejo de un personaje, sin nombre ni género, que dispara con los pies. Descendemos a través de niveles generados aleatoriamente, recogemos gemas y desbloqueamos ciertos power-ups. Puede que le dediquemos cinco minutos, o puede que le dediquemos cientos de horas de nuestra vida. En un caso u otro, entenderemos su lenguaje desde que empieza la partida. El acierto está en que el único botón de acción —saltar y disparar, al mismo tiempo—, junto a la mecánica de descender y el formato de la pantalla, se ensamblan cumpliendo cada uno de los tres factores una función sintáctica, y resumiendo todo el significado del videojuego.

Cuando el aprendizaje se resuelve con éxito, y el proceso de lectojugabilidad cumple su objetivo, es porque alcanzamos el ludus, que de por sí es el juego con reglas y límites, pero también es la diversión acorde que nos proporciona en caso de que congeniemos con su reglamentación. El juego sin reglas y como mero entretenimiento espontáneo, propio del niño que juega jugando a nada, para el que no haría falta toda la fase de adquisición de conocimientos previos, sería la paidia. Ambos aspectos están presentes en la mayoría de los videojuegos, pero nos interesa el resultado final del ludus.

Aunque suene fútil, la diversión como objetivo final es la meta de cualquier videojuego. En cambio, diversión es un término difuso, ya que hay quien puede encontrarla en algo que a otra persona le parezca aburrido. No es un factor útil en la práctica del análisis. Sí podemos decir que la meta de cualquier videojuego es que el jugador entienda su idioma y quiera comunicarse con él. Es similar a aprender las reglas de un deporte y luego decidir si estamos disfrutando con él o no. Para alcanzar ese ludus, cada uno de los límites y posibilidades que la jugabilidad nos impone, tiene una importancia más allá de si funciona en términos mecánicos.

En Shadow of the Colossus si queremos mantenernos agarrados a un coloso, tendremos que mantener el botón R1 presionado. Esta necesidad de tensión en nuestra mano crea un vínculo con el personaje, ya que ni él ni nosotros podemos relajarnos. En The Last Guardian, a pesar de que a priori, por pura similitud, creíamos que iba a repetirse la mecánica, para agarrarse a Trico únicamente es necesario colisionar con su plumaje. Es un comportamiento del personaje que va más allá de su movimiento visual. El niño cuando se agarra a Trico no está en tensión, sino en su lugar seguro. La jugabilidad no necesita ni debe transmitirnos la misma sensación que cuando escalábamos colosos, porque aquellos eran enemigos, y no nuestro guardián. Sin embargo, la carga visual es tan importante —vemos nuestro pequeño y frágil personaje agarrado a un ser enorme, en ambos casos— que esperamos un lenguaje idéntico en una y otra situación, pudiendo provocar que no entendamos ni nos agrade el cambio.

Fumito Ueda ya comentaba seis años antes del lanzamiento de The Last Guardian, en una entrevista para Famitsu, que la criatura que ahora llamamos Trico, sería un ser vivo que no estaría programado para cumplir nuestras órdenes sin más. Ante la discordancia que nos provoca el tener que colaborar con un compañero que no tiene la obligación de hacernos caso, nos preguntamos: entonces, ¿cómo se juega a esto?

El lenguaje previo que hemos aprendido con nuestra experiencia no nos sirve de demasiado ante la problemática de Trico. En una entrevista posterior, para la difunta Glixel, y con la llegada del juego al mercado, explicaba que la criatura tenía parámetros de confianza y hambre. Sin embargo, no solamente no los tenemos visibles, sino que no evolucionan acorde al avance del juego. Sin dar más detalles al respecto, podemos pensar que cada Trico que habita en cada partida guardada de cada jugador es diferente entre sí. Es más que posible que cada persona que haya decidido adentrarse en The Last Guardian haya tenido que enfrentarse a un lenguaje jugable diferente, algo que aceptamos cuando se trata de una generación aleatoria de niveles, pero quizás no cuando se trata de compartir una aventura con un ser que en principio nos parece idéntico e invariable siempre.

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Las entregas de Tomb Raider para la primera consola de Sony, amén de otras plataformas contemporáneas, se comunican con nosotros a través del movimiento. Nuestro manejo de Lara Croft, su posicionamiento en los combates, anticipar el peligro de nuestro entorno, medir cada salto hasta el último milímetro; todo ello medirá nuestro éxito en la labor de avanzar la narrativa. Incluso los tiroteos, al tener la puntería automatizada, se complican o facilitan dependiendo del movimiento únicamente. Aquellos Tomb Raider tenían más en común con Super Mario 64 que con Syphon Filter, no digamos ya con las actuales entregas de la saga, que hacen muy bien su propuesta, pero en otro ámbito jugable.

La distanciación entre las aventuras del fontanero italiano y casi cualquier otro título basado en el movimiento de un avatar, reside principalmente en la sencillez con la que Nintendo suele hacer entender su idioma. Un medio de expresión como la música tiene como principal baza de difusión el hecho de que no hace falta entender lo que escuchamos, basta con escucharlo. Con la saga plataformera de Mario, y con la mayoría de producciones de la compañía, encontramos el cénit de la enseñanza del lenguaje videolúdico.

Super Mario Odyssey no tiene un mapeado de botones más complejo del que tuvo Super Mario 64 en su día, y desde luego, lo tiene ridículamente más sencillo que Assassin’s Creed Origins. No obstante, a lo largo y ancho de la particular odisea de Mario disponemos de un abanico de movimientos y habilidades tan amplio como el Egipto de Ubisoft. Con el único añadido del lanzamiento de Cappy, la nueva gorra de nuestro amigo bigotudo, el desarrollo de cada nivel requiere un aprendizaje nuevo, rápido y sencillo, con unas reglas muy marcadas; pero unas reglas nuevas en cada nivel, al fin y al cabo. Lo que permite a Odyssey disponer de tanta variedad de mecánicas y al mismo tiempo resultar sencillo es su sistema de enseñanza. Cada mundo y cada área dentro de él es un aula donde a base de jugar —en el sentido más infante del término— crecemos y acabamos dominando un lenguaje que, como la música, no ha hecho falta el esfuerzo de entender nada, o al menos no hemos sido conscientes de ello.


Bibliografía

García Navarro, Luis. Sensei, diálogos con maestros del videojuego japonés. Editorial Héroes de Papel. Sevilla, 2017.
Ellison, Cara. Embed with Games, a year on the couch with game developers. Editorial Polygon Books. Gran Bretaña, 2015.
Costikyan, Greg. I Have no Words & I Must Design: Toward a Critical Vocabulary for Games. Ensayo.
Revisado a fecha de 13-12-2018
Enlace caducado de la entrevista para Glixel.


Espada y Pluma te necesita

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