Si hay algún defecto que pueda considerarse oriundo, casi endémico de la industria del videojuego este es el conocido por el término anglosajón crunch, o crunch time. Sus traducciones habituales al castellano son principalmente tres: «hora de la verdad», en su correspondiente semántica más literal, «apretón» o «apretones» y «sobreexplotación» —antonomasia que más se usará en adelante en referencia a este concepto—.

De forma muy resumida, la sobreexplotación consiste en alargar la jornada laboral de los empleados cuando se acercan fechas límite y no se espera que los hitos o artefactos correspondientes lleguen a tiempo. Estas jornadas son artificialmente estiradas hasta incluso superar las ochenta horas semanales [Fer16; Han16; Ven17a], con los trabajadores habitualmente comiendo y durmiendo durante meses en el propio estudio.

Tal práctica ha estado siempre presente en esta industria, por lo que, pese a no ser exclusiva del desarrollo de videojuegos, se ha establecido cierto lazo entre una y otra. Además y como se ampliará después, es en los videojuegos donde de manera más dañina y profunda ha arraigado. Por supuesto que también se encuentran documentados infinidad de casos en el desarrollo de software convencional, así como, en cierto modo, puede entenderse la forma de trabajar de otros oficios como una implementación constante de esta tesitura. En la estupenda entrevista de Rich Stanton [Sta14], Ken Levine sorprende por igual a periodista y lector cuando ejemplifica lo anterior mediante la industria del teatro y del cine —a la que se podría añadir la gira musical—: aunque se adivina una enrevesada justificación, no son todos esos casos sino un proyecto comprimido en el tiempo con grandísimos y constantes esfuerzos del elenco durante las jornadas laborales.

Stardew Valley crunch

El problema del crunch en la industria del videojuego es que está absoluta y quizá irreversiblemente normalizado. Si bien es cierto que debe tenerse en cuenta en el plan de contingencia, muchos estudios lo incluyen sin tapujos en las propias estimaciones de la planificación [Sch17], lo cual ya de por sí rompe con el propio concepto etimológico del término, como si una puerta de emergencia fuese la entrada principal de un edificio. Así lo denuncia Tanya Short, que abandonó la gran industria para cofundar Kitfox Games y publicar, entre otros, el exitoso y genial Moon Hunters (Kitfox, 2016): «hay planificaciones con tiempos de sobreexplotación ya calculados, lo cual es demencialmente miope y desagradable»1. Tanya, perseverante luchadora contra la sobreexplotación, trata de girar la visión pusilánime que la industria ha tomado, argumentando cuán tóxica y evitable es esta práctica y negando lo estándar y necesaria que se la ha llegado a considerar.

¿Cómo la explotación laboral, además frecuentemente impagada, puede ser parte inevitable de una industria que se pretenda sana? A fin de cuentas, hay que preguntarse si adoptar tal medida realmente renta. Es decir, si la sobrecarga de trabajo a la que se someten los empleados no termina por esquilmarlos y minimizar gradualmente su rendimiento. Según Jessica Chávez [Sch15], la sobreexplotación a largo plazo es una pendiente de rendimiento brutalmente decreciente hacia el final. Siendo así, ¿no se terminarían equiparando esas supuestas gráficas de producción si las horas de la verdad no se hubieran llevado a cabo o, al menos, no de una forma tan desproporcionada como para comenzar a hundir la productividad del personal? ¿No se pierde por un lado lo que presuntamente se gana por otro, con todas sus terribles consecuencias colaterales?

Es evidente que unas condiciones laborales tan pésimas conducen a técnicas de mala producción. Además, emponzoñan de falsos plazos el imaginario del equipo de dirección, pudiendo hacer que gerentes asuman nuevas “estimaciones espejismo” para futuros proyectos [Sho16]. El crunch prolongado, a veces perpetuo, trae consigo malos hábitos personales, peligrando la salud, la forma de vida [Sch15, palabras de Tom Ketola] e incluso las relaciones personales de quien la sufre. En una carta pública tras dejar Naughty Dog en plena dirección del desarrollo de Uncharted 4: A Thief’s End (Naughty Dog, 2016), Amy Hennig puso el grito en el cielo sobre la situación de crisis industrial del videojuego, tras haberse convertido en hábito ver a compañeros abandonar su puesto de trabajo por diagnósticos psiquiátricos de cuadros depresivos, trastornos de ansiedad o incluso por casos de divorcio [Ven17b].

Parece una opinión generalizada que la situación de confianza en la sobreexplotación es insostenible y daña más de lo que ayuda [Sch15], pero pasan las décadas y el panorama laboral solamente se envilece. En la IGDA (International Game Developers Association) de 2014 [Edw14] se reveló que el 81% de los desarrolladores habían sufrido largos periodos de sobreexplotación en el plazo de dos años. Y, como dato de terrible desesperanza, más de la mitad de ellos lo tenían asimilado y normalizado; no lo consideraban una situación anormal ni puntual. Kate Edwards, directora ejecutiva de la asociación, denunció dos años después de realizar el estudio [Tak15] que, desde los primeros datos a esa parte, un 37% de los trabajadores no había sido remunerado por horas extraordinarias durante el crunch. Entre tanto, otro estudio informó de que dos terceras partes de los trabajadores consideraban infranqueables las horas de la verdad. De ellos, la mitad había sufrido sobreexplotación de sesenta horas semanales y casi una quinta parte sumaba por encima de setenta [Pea15].

Raramente tales horas son pagadas como horas de trabajo. La mayoría de empleados solamente reciben las dietas en forma directa de comida en el estudio (usualmente rápida, lo cual demuestra los argumentos expuestos sobre cómo el crunch afecta negativamente a la calidad de vida). Especialmente controvertido fue el caso de Crytek. Con el lanzamiento paralelo de Xbox One y PlayStation 4, varias distribuidoras reajustaron sus fechas para encuadrarse en el expectante mercado de una nueva generación de consolas, lo cual requería adelantar de forma considerable la campaña navideña. Fue la estrategia de Electronic Arts y su presión al equipo de desarrollo de Battlefield 4 (DICE, 2013): el juego nació sietemesino, tardando casi un año en arreglar fallos básicos hasta quedar jugable y haciendo que entre la comunidad de jugadores se denunciase el tan clarísimo como subrepticio adelanto de fechas. En ese mismo hábitat fue lanzado Ryse: Son of Rome (Crytek, 2013), con exclusividad para la nueva consola de Microsoft. El juego aceptó el reto de ser uno de los buques insignia que podía condicionar el devenir de la consola. A finales del año, cuando se mandó a distribuir, la compañía reveló la desproporcionada cantidad de sobreexplotación a la que había sometido a sus empleados —tal vez como consecuencia a tal guerra de fechas—, y lo más grave es que lo hizo sin darse cuenta siquiera. Omitiendo qué significaba aquel significante, Crytek alardeó públicamente de haber repartido más de once mil quinientas cenas a lo largo del desarrollo, incluso mencionando explícitamente su “crunching time” [Sch15]. Lo que en origen pretendía jactarse del tamaño de su producto, de la cantidad de personas involucradas en su fabricación, fue en realidad una confesión no forzada. Huelga decir cuál fue la reacción en las redes sociales. Una oleada gigante de desarrolladores justificadamente ofendidos respondió con severidad y el caso no pasó desapercibido.

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El crunch ha sido criticado desde los albores del desarrollo de videojuegos en tanto que industria. No obstante, no es hasta el nuevo siglo que se empiezan a castigar públicamente los casos conocidos, destapados en general desde dentro de las propias empresas. En 2004, Erin Hoffman carga contra Electronic Arts por considerarse víctima de prácticas ilegales [Hof04]. El artículo se hace pronto viral y genera tal indignación generalizada en personal del sector que las demandas colectivas hacen al estudio perder decenas de millones de dólares [Sch15]. Es en este momento donde puede ubicarse el comienzo del movimiento ético contra la sobreexplotación, que se mantendría estable hasta 2011. Para entonces Andrew McMillen, en IGN [McM11], recopila todas las punibles prácticas sacadas a la luz que llevaron a Team Bondi a ocupar siete años en el desarrollo de L.A. Noire (Team Bondi, 2011). Estas iban desde la contratación sistemática y en cadena de personal muy joven e inexperto, hasta el trato denigrante hacia el equipo (más de ciento treinta personas reclamaron como extrabajadores que su nombre ni tan siquiera aparecía en los créditos y la compañía acabó por rehacerlos en una actualización).

Podría decirse que a partir de ahí la lucha contra la sobreexplotación no deja de agitarse, soflamando mucho más activismo del que había caracterizado a la industria hasta entonces. Esta se ve soliviantada por dos cartas públicas. La primera de ellas, la ya mencionada que publica Amy Hennig al abandonar su puesto en Naughty Dog; la siguiente, la explicación de Maxime Beaudoin sobre por qué dejaba Ubisoft y la saga transmedia de sus amores, Assassins Creed (Ubisoft, 2007–acte.), así como la consiguiente respuesta de quien fuera su compañero Jeff François.

Beaudoin [Bea16] hablaba sobre cómo sus inicios en Ubisoft eran rutilantes ensueños, ya que solía ser asignado a proyectos tangenciales con equipos pequeños y de aroma independiente. Incluso cuando trabajó para la portabilidad de Prince of Persia: The Forgotten Sands (Ubisoft, 2010) para Nintendo Wii, ya con el grueso de setenta y cinco miembros en el equipo. Tras dejar esos tiempos atrás para pasar al desarrollo convencional más duro y competente —no hay que olvidar la potencia mercantil de la marca, así como esa filosofía de huevos de oro que rezuman sus sagas—, Beaudoin llamaba a su sensación de saudade el «haber probado del fruto prohibido». Este mismo símil recoge François para explicar cómo se sintió cuando, siendo trabajador habituado en desarrollo convencional, por un breve periodo de tiempo lo asignaron a un proyecto de bajo presupuesto con un equipo muy reducido. François añade a la información de Beaudoin lo que él describe como la rutina diaria de trabajo en la industria. Alega que, aunque las horas de la verdad, sus impagos y otros hábitos son bastante bien conocidos, no ocurre lo mismo con la realidad laboral, sobre la cual se escribe muchísimo menos que sobre el resto de áreas del videojuego [Fra16].

Y es que la culpa de que estas prácticas no solo se mantengan sino que se hayan fijado es de todos los implicados en la producción videolúdica [Joh16]. Algunos directivos de renombre han tratado de suavizar la imagen de la sobreexplotación, bien mediante justificaciones capitalistas o bien planteando una perspectiva nueva y recalcadamente subjetiva: las horas de la verdad como una exigencia propia, un gusto personal. Este segundo caso es el de Ken Levine, como ya se adelantó. Él rompe una lanza a favor de las horas de la verdad por el peso que carga su conciencia al mirar obras pasadas. Su consigna estriba en que el tiempo en que no se sobreexplote el autor durante un desarrollo es tiempo que no va dedicado a su obra. Esta exacerbada sensación de detallismo y perfeccionismo patológicos en alguien al frente de un equipo fue, en testimonio de muchos extrabajadores anónimos confesaron después, la causa principal que resquebrajó Irrational Games [Pla14]. Además, esconde un error manifiesto según Alberto Venegas [Ven17a, página 98], ya que Levine «mira al pasado con ojos del presente». A causa de este leitmotiv, la sobreexplotación es independiente del estado del proyecto, lo cual facilita su raigambre.

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En cualquier caso, esta sombra que planea sobre cada rincón de la industria hace necesario tener muy presente qué es la sobreexplotación. Pártase de la base de que no hay un crunch por antonomasia. Es informe, pero tampoco debe ser confundido con sobrecargas puntuales y lícitas. Cosa distinta es que originalmente esté visto como una fase final y de emergencia, un último cartucho de recámara, cuando muchos desarrolladores lo equiparan a su situación laboral durante todo el año [Sch18]. Declaraba un empleado anónimo de corriente principal que todo en la industria es sobreexplotación: los últimos esfuerzos para cumplir a tiempo un hito, las revisiones de mantenimiento, los problemas bloqueantes, los cambios fuertes en el diseño desde las distribuidoras, las demostraciones o vídeos promotores que surgen sin planificación previa, etc. Es la norma, es ubicuo [Sch15]. Dicho profesional incluso decía que son horas de la verdad las que un equipo joven y pasional dedica de más a sus proyectos. ¿Podría esto considerarse realmente sobreexplotación? ¿No estaría peligrosamente relacionado con la visión de Ken Levine que, pese a ser subjetiva, implica a todas las personas al cargo de quien piensa así? En el caso del desarrollo independiente es el propio equipo, en conjunto, el que insuflado por su vocación solapa negocio con tiempo libre. No hay presión ajena, no hay obligación ni mandato de altos cargos ni distribuidoras a las que rendir cuentas.

Por supuesto el modelo de publicación contribuye al lamentable ecosistema laboral del videojuego [Sch15]. Las distribuidoras (editoras, más concretamente, aunque hoy día los términos han establecido algo muy cercano a la sinonimia) hacen los mayores ejercicios de presión cuando, por ejemplo, deciden cambios de diseño sin postergar las fechas de entrega. Aunque no dilaten con ello la magnitud total del proyecto, quitar características para poner otras de mismo coste generalmente no implica que sean equiparables en cuanto a sus estimaciones, ya que el carácter iterativo de los desarrollos implicará que, con seguridad, cierta parte de los recursos que se dedicarían a las características eliminadas ya se habían dedicado. Mientras tanto en las nuevas hay que aplicarlos desde cero, con la consiguiente replanificación en cascada que eso podría conllevar, por ejemplo mediante mecánicas sinérgicas o balanceos cuantitativos. Esto es también susceptible de ocurrir desde el interior de los propios equipos, sobre todo cuando son inexpertos o no tienen una buena política de reestimación y de abordaje del síndrome del lavadero2. A fin de cuentas, el desarrollo de videojuegos es de una naturaleza tan emergente como el propio medio en sí [Rol04, páginas 9, 43, 98; Pet09; Fly04, páginas 11, 144], acechando tras los desarrolladores tentaciones muy suculentas en las que no habían reparado desde el mero marco teórico en que diseñaron sus mecánicas. En los casos más extremos, estos cambios usualmente venidos desde distribuidoras o cadenas de mando cualesquiera, las nuevas características requerirán replanificación en un momento muy tardío del desarrollo, próximo o inmerso en el estado denominado “contenido completo”3. En este instante el juego ya no tolera más añadidos [Fer16, palabras de Miguel Navío], bien por finitud de recursos computacionales, bien por la cantidad de interrelaciones y el desborde del alcance consecuente, bien por la perfección circular del guion, bien por la deuda técnica… Las fechas, el sistema implementado, el proyecto en conjunto ya no es capaz de metabolizar nuevo contenido. Y es por ello que forzar el desarrollo en este punto suele venir de gente ajena a él, como se decía de las distribuidoras o de los estudios de mayor jerarquía en el caso de franquicias, pues el personal que se ha dedicado día tras día al proyecto es bien consciente de cuándo llega tal completitud al videojuego.

Las piedras que la industria ha puesto en su propio camino no se reducen al modelo de publicación en sí mismo. La corriente principal se ha buscado —léase entrecomillado— con otras malísimas prácticas este malogrado escenario. Ejemplo inmediato es el trampantojo que se ha ido haciendo cada vez más habitual conforme aumentaban los anchos de banda y la capacidad de almacenamiento: los parches. Tiempo atrás el ciclo de vida de un proyecto videolúdico terminaba con el envío del juego al mercado. Podía haber mantenimiento de retocado entre ediciones —usualmente localizaciones a nuevas zonas colonizadas tras el éxito del título— o de emergencia con otros mecanismos rudimentarios [Fod14], pero ni mucho menos la actualización era la tónica general que es ahora. Tras el funcionamiento del modelo de expansiones y el posterior de actualizaciones, los parches llegaron como, valga la redundancia, un parche para la problemática con las fechas y las estimaciones. Muchos desarrolladores vieron en la idea del parche del día de lanzamiento un alivio caído del cielo. Una bendición de nuevo paradigma que les destensaría las fechas apretadas y las constantes horas de la verdad. Pero esto nunca llegó a ser así, como atestigua Miguel Navío [Fer16]. Muy pronto los parches se convirtieron en «un atajo para cumplir con la calidad mínima en el momento de distribución», manteniendo después el estado de crunch. Una vez la gran industria tuvo visión de conjunto sobre sus posibilidades, la actualización del día de lanzamiento pasó a incrustarse en la gestión natural de los proyectos, tan artificialmente como se había visto allí la sobreexplotación.

Otras malas prácticas que siempre acaban en horas de la verdad tienen su madriguera en la corriente principal. Prometer características en vídeos vitaminados casi firma tener que conseguirlas —no tanto en los últimos tiempos—, y dar fechas de salida prematuras elimina uno de los tres vértices de la replanificación, el tiempo, quedando solamente la dimensión pecuniaria y los recursos humanos. En ocasiones los estudios se meten en embrollos de este tipo por estrategias de pura naturaleza mercadotécnica. Por ejemplo, The Elder Scrolls V: Skyrim (Bethesda, 2011) fue anunciado entre gran ostentación y boato para el día 11/11/11. En el equipo de desarrollo esta profética fecha llegó a ser causa de terror, y dado que para entonces la cultura del retraso de salidas aún no era representativa, tuvieron que alcanzar el fatídico día señalado de la mano del perseverante pero cuestionable liderazgo de Todd Howard [Sch15].

La polémica reciente con Red Dead Redemption 2 (Rockstar, 2018) ha destapado un nuevo caso, nada sorprendente dado el historial de la desarrolladora: las cinemáticas del juego fueron embebidas en las típicas franjas negras horizontales, recurso que muchos videojuegos han usado para lacar sus escenas con una pátina de cinematografía. El problema es que se hizo muy tarde; tanto, que muchas ya estaban rodadas y renderizadas. Solo sus reajustes supusieron semanas de trabajo no planificadas [Sch18]. Actualmente, también Activision se encuentra sobre el punto de mira contra la explotación laboral del videojuego. Pese a reportar resultados fiscales de récord, la compañía ha anunciado de forma paralela el despido de más de ochocientos trabajadores, provocando una movilización masiva a favor del cese de Bobby Kotick [Tay19], CEO de la misma (cuyo salario se estima alrededor de los treinta millones de dólares).

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Pero el crunch como tal no es único de la gran industria, aunque sí esté concentrado en ella. Por descontado, el desarrollo independiente es también víctima de las horas de la verdad. El ejemplo contrapuesto antes a colación de Ken Levine no es un caso exclusivo en que un equipo pequeño autofinanciado trabaja más de la cuenta, pero sí el único en que lo hace motu proprio. Sonadas son muchas campañas de micromecenazgo [Ven17a, página 104] que escalan exponencialmente debido a la buena recepción de los potenciales mecenas y cuyos desarrolladores se ven desbordados por encontrarse ante un nuevo paisaje arriesgadamente cercano al desarrollo convencional. Y es que, en definitiva, la financiación por mecenazgo ata al equipo a unos plazos, a unos mínimos de calidad, a una comunidad con voz sobre su proyecto, a una responsabilidad y, sobre todo, a la necesidad que antes quizá no tenían de completar la obra —¿no es, encubierta, la misma presión?—. Por ello, muchos expertos en estos modelos de publicación han encontrado un nicho desierto de bibliografía, de realización de cursos masivos o incluso de asesoría como puesto en el propio estudio. Combinando ambos modelos, algunas editoras enfocadas a independientes incluyen en sus servicios la gestión de campañas de micromecenazgo, sirviendo también para que los estudios diversifiquen su flujo monetario.

No es extraño que un equipo independiente tenga problemas de planificación. Tanto si es incipiente como si se forma con antiguos profesionales, la ausencia de personal dedicado a la parcela de gestión obliga a tener especial cuidado en etapas tempranas y en la contención del alcance. A ello hay que sumar que sendas perspectivas suelen pecar de defecto o exceso: el equipo inexperto será incompetente en sus estimaciones por definición, mientras que el profesional formado en el desarrollo convencional se verá encandilado por la libertad de acción y tenderá al sobrealcance. Citando a Edward Douglas: «al principio todo parece posible, pero tener que condensar, simplificar, mutilar… se siente como un fracaso. […] La deuda técnica entra a escena»4[Sch15].

Incluso, en los casos más desangeladores desde el factor humano, los mismos profesionales que sufrieron como desarrolladores la sobreexplotación pueden terminar por aplicarla cuando tienen personas a su cargo. Aunque a primera vista parezca inverosímil, solamente hay que pensar en la más que posible idealización de los malos procesos padecidos [Sch15, palabras de Tom Ketola]. La nostalgia, la distancia temporal, el olvido inconsciente, la evasión y unión a las que el equipo se aferrase, el compañerismo en las adversidades… Lejos de transmitir experiencia a posteriori a las generaciones venideras y corregir la sobreexplotación, contribuirán a este uróboros industrial.

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Un factor potencialmente agravante son las gamejams. En estas competiciones, desarrolladores de todos los ámbitos son retados a crear un videojuego desde cero en una fecha muy apretada, habitualmente un fin de semana. Las jams son un evento útil para muchos objetivos distintos: ponerse a prueba, conocer colegas de sector, salir de las tecnologías más dominadas para descubrir o mejorar en otras, evitar el estancamiento profesional y/o motivacional, enriquecer la capacidad de estimación y de reconocimiento del factor de diversión… Vivir, en definitiva, una experiencia casi siempre maravillosa donde evadirse por un pequeño tiempo de la toxicidad habitual del ambiente videolúdico. Pero ¿es la cultura de la gamejam positiva en todos los aspectos?

Para empezar, en una situación límite como esta se tiende a eludir ciertas buenas prácticas desde el punto de vista técnico. A fin de cuentas, son proyectos cercanos al prototipado: muy cerrados o autoconclusivos, sin pretensiones de continuarse más allá de su propósito (o al menos así deberían concebirse [God10]) y donde prima el pragmatismo. Esto no quita que muchos juegos de gran calidad hayan nacido a partir de extender, aunar o desarrollar ideas nacidas de una gamejam, como Hollow Knight (Team Cherry, 2017) o The Red Strings Club (Deconstructeam, 2018). Pero cabe preguntarse si esta metodología de trabajo es buena para alguien sin experiencia [Jaf16]. Al final, una gamejam simula como un domo de nieve todo aquello criticable de la sobreexplotación del sector. Estos eventos están representando a escala, de una manera inocente, el capitalismo voraz y competente que sufre la realidad de la industria que las ampara.

Cuenta el chiste que un pastor, durante su primera visita a la ciudad, entra a trompicones en una tienda de juguetes tras haberse parado ante el escaparate. Allí destroza con el bastón una maqueta de un tren de vapor y explica: «a estos hay que matarlos de chiquitines, porque de mayores se te comen a las ovejas». Según [Jaf16], es más que evidente la mala intención de la ventaja que las grandes empresas cogen de las jams. Desde patrocinios interesados hasta promesas de oportunidad laboral. Actualmente se va tomando consciencia de la toxicidad subrepticia que ha acechado bajo ellas. Las organizaciones, poco a poco, empiezan a fomentar que la práctica de una jam sea sana en todos los aspectos: se cierran las instalaciones a una hora prudente por la noche para abrir temprano, se dispensa fruta por los pasillos, las dietas alternan entre la comida rápida y platos más saludables, se suministra material de higiene5… Pero aún quedan muchas de ellas que promueven minimizar las horas de sueño explícitamente y la falta de higiene implícitamente, vanagloriándose de mantener las puertas abiertas de viernes a domingo, o donde la comida por antonomasia es aún pizza durante todas las dietas ofrecidas. Las gamejam siguen trayendo consigo que sus participantes compitan por ver quién suma menos horas de sueño a la hora de la entrega, y esto es algo que lleva más de una década emponzoñándolas [Tho09].

En capas más perimetrales de la industria, el consumidor tiene tanta responsabilidad moral como el que más. La indolencia de una masa consumidora lúdicamente analfabeta [véase Her15, sobre la terminología de alfabetismo lúdico y otro léxico relacionado], que ni tan siquiera conoce el movimiento independiente, se manifiesta en dos vertientes respecto a la explotación con la que se manufactura el producto que recibe: por un lado, gran parte de ella no conoce tal tendencia y, de conocerla, no le interesaría, ni mucho menos le influenciaría sus compras; la minoría restante, formada en buena medida por usuarios más cercanos al tejido industrial interno, está al tanto de la situación laboral del medio, pero consiente su existencia sin denunciarla ni condenarla. Ambas actúan en conjunción como actúa el cliente textil adquiriendo prendas resultantes de la explotación infantil [Ven17b]. Una última capa consciente, crítica y comprometida, situada en la frontera entre la industria y sus consumidores o encarnando solo por momentos el rol de usuario final, reacciona a los entresijos más oscuros del medio. Así que en el videojuego trascienden los nombres de empresas, títulos y algún que otro autor, pero no importan sus entramados laborales o ideológicos [Sch15].

En el ámbito nacional, por último, son de agradecer los acercamientos que la prensa videolúdica y algunas organizaciones han dedicado a este problema. Sin ningún apoyo gubernamental, España es un país donde prolifera el interés académico y profesional que despierta el desarrollo de videojuegos, especialmente el independiente. Buscando uno de los muchos culpables que llevan a la industria a este estado de precariedad laboral, Samuel Fiunte rechaza a quienes acusan a cualquier peculiaridad del país, porque, además de tratarse de un problema de escala mundial, cargar de responsabilidad a la idiosincrasia nacional es quitársela al individuo para echársela al éter [Fer16]. La industria del videojuego nacional reúne ciertos datos que la pueden alejar un mínimo de las tesituras que se han expuesto. Para empezar, se trata de un tejido eminentemente independiente: casi la mitad de las empresas censadas, cuatrocientas cincuenta en 2017, no llegan a los cinco empleados y solo una décima parte supera los cincuenta —no muchas más los veinticinco—. Esa mínima porción, que además está correlacionada con la que aglomera casi toda la facturación económica, se conforma en gran parte de sedes multinacionales. De todas esas empresas, casi la mitad se autofinancia con sus propios beneficios y más de un 90% solo tiene medios propios; poco más que una quinta parte de ellas actúan como distribuidoras. Las plataformas objetivos son minoritariamente consolas, lo cual acerca aún más el modelo a la autopublicación [DEV17]. Todos estos datos y muchos otros confinan la industria videolúdica española en un espacio donde la sobreexplotación externa se concentra, sobre todo, en las sedes de grandes compañías y en aquellas con la suerte de encontrar un tercero que les publique. El resto será una suerte de sobreexplotación interna, obligada, motivada por el instinto de supervivencia de la propia empresa ante un sistema tributario que, cada periodo fiscal, aprieta la soga con la que le rodea el cuello al nacer.

Las soluciones al despropósito de la sobreexplotación no se ven muy cercanas en el tiempo. El crunch es un veneno que los humanos hemos fabricado y normalizado, y solo nosotros podemos desarrollar su antídoto. Tanya Short no duda: hay que aprender a cortar características. Es el único factor de escape [Sch15]. Replanificar sustracciones de contenido en lugar de engrosarlo implicará un cambio total en la mentalidad colectiva, ya que la industria tendría que dejar de primar el entretenimiento y la comercialización por encima de sus creadores. Semejante urdimbre es un sólido aparato harto difícil de desbancar [Ven17b]. Esto se mantendrá así, según Clarke Nordhauser, mientras no exista una unión sindical que llegue con la fuerza necesaria [Sch15]. Las personas seguirán siendo sobreexplotadas y subcompensadas por ello. Los individuos rotarán, ocupando el cargo de los esquilmados aquellos recién formados para entrar al mercado laboral. Los expertos migrarán al mercado independiente o, como ya está ocurriendo, dejarán para siempre sus trabajos en la industria del videojuego [Pea15; Sch15, palabras de Steve Holland]. Y, si algo hay más triste que una fuga de talentos nacional, es una industrial.


Notas
  1. Traducción libre, resumida del original: «Many teams (indie and AAA alike) seem to start a project already calculating in crunch to the schedule for added content or productivity, which is bizarrely short-sighted and disgusting».
  2. Tradución habitual de scope creep.
  3. Traducción propia de content complete.
  4. Traducción libre, resumida del original: «Early in a game cycle the skies are blue and anything is possible. As you get closer to final everything you have to trim, simplify, remove, feels like failure. You also have an optimistic perspective on what can be done in any given schedule, so you over-scope. What they call ‘technical debt’ builds up, and you have more and more features to maintain and fix when it comes to the end».
  5. Por experiencia propia, la asociación de Málaga Jam es ejemplar en este sentido.

Referencias

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[DEV17] DEV. Libro blanco del desarrollo español de videojuegos. Asociación del Desarrollo Español de Videojuegos, 2017, páginas 21-32.
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[Fly04] John Flynt y Omar Salem. Software Engineering for Game Developers. Pap/Cdr. Premier Press, 2004. isbn: 978-1-59200-155-2.
[God10] André Godoy y Ellen F. Barbosa. «Game-Scrum: An Approach to Agile Game Development». En: Proceedings of SBGames (2010), páginas 292-295.
[Her15] Rubén Darío Hernández. «Sociedades lúdicas: entre la comprensión inocente y el alfabetismo lúdico crítico». En: Bit y Aparte 4 (2015), páginas 10-26. issn: 2340-4434.
[Pet09] Fábio Petrillo, Marcelo Pimenta, Francisco Trindade y Carlos Dietrich. «What Went Wrong? A Survey of Problems in Game Development». En: Computers in Entertainment (CIE) 7.1 (2009), páginas 13.1-13.22. doi: 10.1145/1486508.1486521

[Rol04] Andrew Rollings y Dave Morris. Game Architecture and Design: A New Edition. New Riders Indianapolis, 2004. isbn: 0-7357-1363-4.
[Sch17] Jason Schreier. «Video Games Are Destroying the People Who Make Them». En: The New York Times. Opinion (2017). issn: 0362-4331.
[Tho09] Clive Thompson. «Sweet Success, Fascinating Failure: 48 Sleepless Hours at Global Game Jam». En: Wired (2009). issn: 1059-1028
[Ven17a] Alberto Venegas. BioShock y el alma de Estados Unidos. Colaboración de Víctor Navarro. Héroes de Papel, 2017. isbn: 978-84-947149-7-9.
[Bea16] Maxime Beaudoin. Why I Quit My Dream Job at Ubisoft. 2016.
[Fer16] Israel Fernández. Trabajar en un videojuego Triple A: un deporte de riesgo. 2016.
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[Hof04] Erin Hoffman. EA: The Human Story. 2004.
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[Fod14] Bennett Foddy. «Indiecade East 2014: State of the Union». En: Indiecade, 2014.


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