La última gran idea en el mundo del cine en busca de una mayor inmersión para el espectador durante el visionado de las películas fue la creación de las salas screenX. La teoría era más o menos sencilla: intentar imitar la visión del ojo humano abarcando también la visión periférica mediante el uso de una pantalla a cada lado de la proyección principal y consiguiendo un rango de 270º. No obstante, la práctica parece ser bastante distinta y aquello de “más inmersión” suena más a un eslogan publicitario utilizado como excusa para un sistema cuya finalidad era únicamente poder elevar el precio de la entrada al cine. Paredes que por su color devuelven mucha más luz de la que deberían afectando al contraste de la película, sombras en los laterales provocadas por los altavoces, pantallas mal calibradas, imágenes estiradas y deformadas en los laterales, CGI mal implementado, etc. como contaba Pol Turrents (director de fotografía) en este hilo de Twitter.

A veces un señor con traje y corbata pero poco conocimiento sobre cine, a veces un cineasta con más entusiasmo que sesera intentando revolucionar el medio mediante logros técnicos como lo fueron en su día el sonido o el color, lo cierto es que no es el primer experimento llevado a cabo dentro del cine en busca de sensaciones más inmersivas, claro. Sólo unos años antes de estas salas screenX el cine había vivido el auge de la tecnología 3D que venía a cambiar para siempre la forma de ver películas y que realmente sólo sirvió para que James Cameron tenga ya planeadas cuatro entregas más de Avatar, que Alfonso Cuarón ganase un Oscar por “Gravity” y para vender algunos televisores con tecnología 3D que en la mayoría de los casos quedaba relegada a un simple efecto de forillos.
No son ni mucho menos ideas novedosas el intentar alcanzar al espectador a través de formas menos convencionales en el visionado de alguna película. Ya en 1916 durante la proyección de un reportaje del Rose Bowl se instaló en un cine de Pensilvania un algodón empapado en aceite de rosas frente a un ventilador. Esta primera ocurrencia desembocaría en experimentos posteriores de otros dueños de cines, como uno en 1929 en el que se inventó un sistema que liberaba perfumes desde el techo en el pase de “La melodía de Broadway”, otro en Detroit que expulsaba determinados olores en momentos puntuales del metraje de “The Sea Hawk” y “Boom Town”, o en 1959 cuando la instalación del aire acondicionado perfumaba la sala donde se proyectaba “Behind the Great Wall”.
Los mecanismos, no muy refinados aún, presentaban problemas lógicos como olores que se perdían o mezclaban en la sala, pero sirvieron como semilla para que en 1939 Hans Laube presentase en la Feria Internacional de Nueva York el Scentovision, un invento que reciclaba la idea detrás de estos ingenios adaptándolos a un conjunto de tubos individuales que eran accionados desde un teclado liberando los olores pertinentes durante la proyección de una película. Veintiún años después, Mike Todd Jr., hijo del productor Mike Todd, rescató el artefacto de Laube para la única vez que esta técnica se utilizaría al completo, bajo el nombre de Smell-O-Vision (olorvisión), con “Scent of Mistery”, seleccionada cuidadosamente por Laube y Todd teniendo en mente que aquella película escogida para probar por completo su invento no debía incluir escenas desagradables y el uso del olorvisión debía servir para aportar riqueza a la trama —como por ejemplo anticipando la presencia de uno de los personajes por el olor de la pipa de tabaco que fumaba—. La tecnología sería recuperada a lo largo de los años hasta sus versiones más actuales; en 2006, por NTT Communications, una empresa japonesa que perfeccionó su método para soltar olores durante las proyecciones de “El nuevo mundo” —en siete escenas en concreto—; y en 2013 por el ingeniero español Raúl Porcar que diseñó un software que graba y emite el perfume seleccionado de manera sincronizada con el metraje. Este sistema fue bautizado como Olorama.

Otras iteraciones en busca de influir en la percepción de los espectadores durante el visionado de un film han sido por ejemplo el sonido hipersónico incluido en las versiones en Blu-ray de “Akira” —que funciona exponiendo a los sujetos a frecuencias de sonido ultrasónicas por encima de 100KHz que penetran en el cuerpo a través de los tejidos, estimulando la red de neuronas destinada a procesar la belleza y la emoción (más información en la web de Shoji Yamashiro)—, y las salas de cine 4D, las cuales intentan recrear dentro de la sala aquellos efectos que ocurren en pantalla, como por ejemplo salpicando a los espectadores con agua cuando en la película está lloviendo, activando ventiladores cuando en la escena aparece viento, simulando en la habitación el efecto de la niebla que se ve en pantalla mediante máquinas de humo, haciendo vibrar las butacas de acuerdo a la acción o recuperando incluso la tecnología del Olorama.
Estos experimentos nunca han llegado a instaurarse de manera definitiva. Sus complejos mecanismos sólo posibles en determinados cines unidos al sobrecoste que suponen para el bolsillo del espectador eran obstáculos insalvables en un cálculo de inversión-recompensa para el cliente a la hora de decidir si entraba en una sala de cine con la última tecnología o veía la película de forma tradicional; y, en el caso excepcional del sonido hipersónico, el cual no necesita de una sala especial sino únicamente de un reproductor Blu-ray a más de 100KHz, la dificultad se hallaba en encontrar una forma clara de explicar y vender algo tan complejo como el sonido hipersónico para que el consumidor estuviese dispuesto a pagar por productos que incluyesen esta curiosidad, y he ahí lo intrincado: intentar trasladar al público algo tan abstracto como lo son las sensaciones.
Dueños de cines y cineastas entusiasmados habían estado intentando recrear una serie de sensaciones con las que conseguir una mayor inmersión en el cine sin llegar a entender algo muy básico y que es mucho más sencillo: la inmersión en el cine se consigue haciendo (buen) cine. Es una máxima fácil de explicar pero mucho más compleja de conseguir. Consiste en hallar modos de transmitir sensaciones mediante el uso del audio y la imagen, y no con artificios extraños que consistan en tirarte cubos de agua encima mientras estás viendo una escena en la que hay lluvia para que sientas que tú también estás bajo una tormenta.

La ironía está en no haber llegado a la conclusión de que probablemente la mayoría de estos agentes a los que se exponía al espectador durante las proyecciones en salas screenX, salas 4D o con sistemas de olor normalmente trabajan en el sentido contrario, y en lugar de conseguir la inmersión del público lo que hacen es distraerlo de lo verdaderamente importante: la película. El razonamiento parece similar a pensar que ponerse a ver una película bélica en medio de una zona de guerra va a lograr un grado de inmersión tal hasta el punto de pasar a considerar los disparos y explosiones a tu alrededor como mero atrezzo y no un motivo para huir intentando salvar la vida.
Lograr sensaciones que consigan sumergir al espectador dentro de la trama es algo que debe ser hecho a través del lenguaje cinematográfico. En “El maquinista”, por ejemplo, se apela a pequeñas sutilidades que evocan aquello que se quiere transmitir. Por una parte, se recurre a intentar crear una sensación de déjà vú en el espectador a lo largo de toda la cinta con detalles como los planos al encendedor del coche en los que cambia la orientación del botón de un plano a otro o la repetición de la misma hora (01:30) en los relojes, y a la vez se siembran pequeñas pistas para el espectador que abonan el terreno de manera inconsciente a la hora de cerrar la historia. Al mechero y la repetición de la hora se le unen la utilización y subversión de elementos representativos del plot twist final: la imagen recurrente de un túnel que se bifurca en izquierda y derecha y en el que el protagonista sólo escoge de manera diferente —derecha— en el desenlace de la trama. La imagen de la torre que nos devuelve constantemente al mismo lugar —la cual gobernaba el plano desde las alturas en el cruce donde se produce el accidente—, los carteles —unos que hablan sobre el día de la madre y la maternidad, otros que gritan “Escape!”—, o incluso los guiños casi graciosos como la pegatina en primer plano en el guardabarros trasero de un coche que reza: “I’d rather be fishing” (preferiría estar pescando) mientras que Trevor Reznik (Christian Bale), el protagonista, se retuerce al fondo del plano en el suelo, magullado después de haber provocado que lo atropellen.

Además su director Brad Anderson intenta trasladar a lenguaje cinematográfico el descenso a la locura que experimenta el personaje principal. En uno de los planos de la persecución se puede apreciar que el coche conducido por Iván (John Sharian) lleva la matrícula CRN743, la inversa de la camioneta que conduce Trevor —NRC347—. El Pontiac Viper del 69 adquiere peso en la trama como un elemento de gran importancia, cumpliendo un papel no sólo en la narrativa convencional sino también en la visual.
“El maquinista” posee una fotografía que por momentos se vuelve cada vez más oscura, monocromática y desaturada, reflejo de cómo la mente del protagonista se sumerge cada vez más en la locura e intenta arrastrar al espectador con él mediante el uso del color, optando por una paleta con tonos grisáceos para representar cómo avanza el insomnio de Trevor y la forma en la que le va afectando cada vez más. A su vez intercala escenas que puntualmente se vuelven algo más coloridas, remarcando puntos concretos como el túnel del miedo en el que entra con Nicholas y en el que hay presentes una gran cantidad de escenarios y objetos que representan aquello que lo atormenta —una madre llorando a su hijo, miembros amputados, carteles de culpable, comisaría y “crimen y castigo”, accidentes de coche, el túnel que se bifurca hacia la salvación o el infierno, etc…—, o como el Pontiac Rojo conducido por Iván que contrasta con los colores grises y verdosos del resto del entorno real en el que vive Trevor Reznik. Y es sólo al final de la cinta, cuando el actor principal está por fin libre de aquello que lo atormenta —confesando su crimen y entregándose a la policía—, que la claridad vuelve al plano al igual que lo hace a la mente del protagonista (y por extensión a la del espectador), en unas celdas completamente blancas entre las que Trevor Reznik por fin puede volver a dormir.
Estos usos de la cinematografía intentaban transmitir sensaciones y estados mentales más abstractos e intangibles como pueden ser la locura, el insomnio o el experimentar un déjà vu, pero estas son experiencias que de ningún modo los avances tecnológicos mencionados —cine 3D y 4D, olorama, etc…— podrían replicar, pues ni siquiera estaban pensados para ese propósito sino para sensaciones físicas —o de la fisicidad— como la lluvia, el viento o el olor.
Sin embargo, el cine ya había contemplado cómo superar esas barreras utilizando sus propios medios, ajeno a artificios externos. No podemos oler aquello que ocurre en pantalla pero el conjunto de la sociedad en su mayoría es consciente de una gran diversidad de aromas (pescado podrido, flores, la ciudad, etc…) y su forma, ya sea por experiencia y exposición directa de cada sujeto o a través de la imagen construida en el imaginario colectivo que se replica y perpetúa en la sociedad, por lo que podemos suponerlos. Así, podemos interpretar por ejemplo la sensación y el olor que intenta transmitir la escena del episodio “Moe Baby Blues” de “Los Simpson” en la que aparece la flor cadáver aunque lo más cerca que hayamos estado nunca de una Amorphopallus titanum sean 11.000 kilómetros. Del mismo modo lo hace “El maquinista” con la lejía que Trevor usa para lavar sus manos —su conciencia— de forma psicosomática y cuyo olor incluso podemos llegar a notar impregnando su piel, o cuando primero se introduce un sutil comentario a medio metraje sobre la peste en su piso y finalmente, muchas escenas después, se abre su congelador dejando caer un pescado podrido. No podemos olerlo pero podemos olerlo. El plano y su textura, la imagen, el color, los detalles que recorre la cámara… Todo ello es capaz de hacernos sentir el olor repugnante que llegaría a nuestros pulmones de encontrarnos realmente en esa cocina.

Encontramos un uso parecido de la imagen en “El Perfume. Historia de un asesino”, cinta en la que el sentido del olfato cobra especial importancia. Los primeros minutos de la historia podrían pertenecer a cualquier narrativa convencional, hasta que un primerísimo primer plano hace zoom a un plano detalle de la nariz del protagonista, la voz en off del narrador habla sobre la figura de Jean-Baptiste Grenouille (Ben Whishaw) y menciona palabras como rastro —asociada al olfato. Por ejemplo cuando un animal sigue un rastro suele ser a través del olfato— o hedor. El plano abre a una imagen con la que se puede establecer un paralelismo con aquella de “El maquinista” en la que el pescado podrido caía al suelo. La cámara recorre un mercado de pescado en Francia con restos de animales muertos, suciedad, sangre, barro, gusanos, podredumbre, intestinos, vómitos, etc. y el ambiente reflejado casi consigue hacer palpable para el espectador ese hedor que un bebé recién nacido capta antes de echarse a llorar. Igual que Brad Anderson, Tom Tykwer logra evocar una sensación física a través de la imagen y el sonido.
Jean-Baptiste nace sin olor propio y con un sentido del olfato extraordinario. Para apelar a estas sensaciones se recurre a trucos como contraponer los escenarios oscuros y lúgubres de la Francia hedionda contra planos de objetos coloridos, saturados y brillantes como hojas o fruta, asociados a olores agradables.Y en otros casos a zooms imposibles que se adentran en los tejidos del objeto casi a nivel molecular y a barridos por superficies para elementos cuyo olor es más difícil de identificar —como el agua fresca o la piedra caliente—.
Poco a poco, conforme Grenouille avanza de un lugar a otro —abandonando el fétido mercado de pescado por ejemplo— las escenas van ganando pequeños puntos de color que simbolizan la riqueza en aromas que se van sumando tanto a la película como a los ambientes que contempla el público y al propio protagonista, que los sigue —y lo traslada al espectador— mediante la gesticulación de su rostro.
Se pueden distinguir dos funciones del plano: informativa y estética. No siendo excluyentes la una de la otra. Por supuesto, el papel tanto del director como del director de fotografía es tratar que el plano sea siempre estético, pero dependiendo de qué pese más en este —su carga informativa o estética— se encuadra dentro de una función u otra. En una escena de conversación resuelta mediante plano contraplano será mayor la carga informativa del plano —lo que dicen los personajes, sus gestos, etc…— que su función estética. Sin embargo, en una escena como la del T-Rex al final de “Jurassic Park” (cuando le cae por encima la cinta con el texto “When the dinosaurs ruled the Earth” (cuando los dinosaurios dominaban la Tierra), su carga es fundamentalmente estética y la mayor parte de la información viene dada por el contexto en el que se inserta el plano (y los planos que lo preceden y que lo siguen son los que aportan el significado y la información principal).
Pero de acuerdo a que estas dos vertientes no son en ningún caso excluyentes, en “El Perfume. Historia de un asesino” se encuentran multitud de planos que conjugan parte narrativa y parte estética. El plano detalle se utiliza para señalar información —un olor en el que Jean-Baptiste se está enfocando (y que se complementa con los gestos de este en los planos anteriores y posteriores)— y a la vez se procura una estética que consiga transmitir la misma sensación (olor) a quien lo observa.
El otro método utilizado en “El Perfume. Historia de un asesino” para convertir olores en imágenes y/o viceversa es mediante el color y el uso de objetos que actúan como referentes olfativos en el plano. Trucos como el ya mencionado de enfrentar puntos de color brillantes y saturados contra entornos oscuros y sucios se utilizan de manera recurrente. Las jóvenes a las que asesina Grenouille intentando capturar sus esencias tienen la piel blanca y limpia —con especial hincapié en estos rasgos en su primera y su última víctima— y una vez muertas se simboliza la pérdida del aroma mostrando cómo su piel se va ensuciando en unos casos, y en otros en la forma de conservar sus cuerpos, directamente relacionada con los usos del color para apelar a las sensaciones olfativas del espectador.

Para entender esto último es necesario algo más de contexto. En esta obra el director Tom Tykwer se vale del color dorado como representación simbólica de fragancias agradables. La asociación que establece aquí es entre el color dorado (oro) y las clases pudientes, siendo estas las que podían permitirse comprar perfumes, mientras que las clases bajas —por su condición de clase trabajadora— son asociadas con la pestilencia y olores más desagradables (el sudor, la suciedad, el mercado de pescado, etc…). Es por esto que la primera vez que aparece una perfumería en la película el interior de esta es en tonos dorados que contrastan con el exterior donde se encuentra Jean-Baptiste observando (y olfateando) desde la ventana. Establecida esa relación entre los olores agradables y los tonos dorados, los tanques donde el protagonista conserva los cuerpos de sus víctimas destilando sus esencias cobran una nueva dimensión por su tono amarillento. Color relacionado con la enfermedad y la corrupción, metáfora de la perversión que se comete reduciendo a la vez el color dorado a amarillo y la vida de las jóvenes a únicamente su olor por medio del asesinato.
Otros momentos donde se puede apreciar esto es en las escenas en las que Grenouille sigue rastros a través de campos verdes y cubiertos de flores, hacia el final de la historia cuando condenado a muerte sube al patíbulo con un traje azul que destaca en una escena en la que predominan los tonos ocres de la carne desnuda, y en la escena final en la que al verter el perfume sobre sí mismo tanto él como quienes están a su alrededor brillan como el oro.
Y hay una escena que recoge y aplica estas técnicas a la vez llevándolas al extremo: el momento en que Jean-Baptiste Grenouille crea para el otrora maestro perfumista Giuseppe Baldini (Dustin Hoffman) un perfume mejor que el que en ese momento está causando sensación en Francia. Baldini destapa el frasco de la mezcla ideada por Grenouille, una mezcla de olores asombrosa que el espectador no puede oler pero puede imaginar gracias a lo que ocurre en pantalla. La cámara pivota sobre el rostro maravillado del perfumista a la vez que la escena se va iluminando, transportando al actor y al público, de un lóbrego sótano donde Giuseppe guarda los componentes para crear sus fragancias, a un precioso jardín luminoso en el que el viento baila suavemente mezclando el aroma de las flores en el aire mientras una preciosa joven se acerca posando los labios en su mejilla y susurrando: “te quiero”. Evocando un momento o escenario que traslada una sensación al espectador y logra, gracias a apelar a referencias universales en el imaginario colectivo, traducir el olor a algo palpable fuera de la pantalla.
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