I.

Un, dos tres…

Llegué a su habitación, y su mejilla derecha lucía su siempre incómodo hoyuelo. La piel en esta parte de la cara tenía un color más oscuro de lo normal, supongo que debido a dormir hacia ese lado por la noche. Su edad no sólo se reflejaba en sus arrugas, a veces su mirada me hacía pensar en la rapidez con la que pasan los años. Apenas había respuesta en sus párpados. Cuando me pregunté si reaccionaría a la cercanía de una vela recién encendida, sonó la puerta. Era el repartidor.

Mi espalda crujía cada vez que me levantaba de aquella silla de madera. Me dispuse a bajar a la planta baja. Un, dos tres… así hasta treinta escalones contaba siempre. Una escalera de un solo tramo, con una pendiente muy pronunciada y tan ancha como un cuerpo humano de largo. La cena ya estaba en mis manos, y por un momento sentí que iba a cenar con los apóstoles para despedirme. La diferencia esencial es que aquí nadie tenía el más mínimo pie puesto en la salvación divina.

Un último crujido de las láminas de madera del suelo, y ya estaba de nuevo en la habitación. No había variado ni un milímetro su gesto. Debía suponer que está vivo, como debía darle de cenar. Podía escuchar su respiración vagamente si me quedo en silencio, pero eso siempre me recordaba al sollozo de un animal atrapado en un cepo. A él le encantaba cazar, seguro que me entendería. Encuentro hilarante la posibilidad de que encontráramos puntos en común en aquel momento; tan tarde, tan innecesariamente.

Apenas podía tragar la comida. Buena parte del caldo decidía escabullirse por la comisura de sus agrietados labios. Hace tiempo que no puede usar su boca para maldecirme por las noches. Vivía a costa de recordarme las miserias y los años perdidos aquí, cuidando su maltrecho cuerpo. Aquel día, sin embargo, no hacía falta dormir. Íbamos a dar un paseo.

Abrí el último de los cajones de su armario, donde había una pequeña caja de madera, con una cerradura. Él no podía decirme dónde estaba la llave, y tampoco lo habría hecho si pudiera. Allí estaba su testamento, uno de esos informales, escritos bajo la rabia algún día más colérico de lo habitual. Una vez tenía la caja e mis manos, sentía que los párpados hasta ahora paralizados comenzaban a tener ligeros espasmos.

Probablemente sus ojos se secaron aún más cuando vio las primeras llamas, pero no volví a mirarle a la cara. No tenía la llave, pero en una casa tan antigua y tan mal iluminada, era inevitable que en algún momento le rozara demasiado alguna de las muchas velas que servían de guía en la noche. Todavía quedaban unas incesantes ascuas, cuando llegó la hora del paseo. Le acomodé en la silla de ruedas, a costa de los crujidos de mi columna, y tomé un poco de aliento antes de salir de la habitación. Era la hora.

Un, dos, tres…

II.

Cayó otra pestaña sobre las palabras que acababa de escribir. Colocó el dedo índice sobre ella, y la fue apartando poco a poco hasta sacarla del folio. En el último instante, sonó el tambaleo de un vaso de cristal. Su codo había llegado hasta aquello que hacía las veces de taza para el café. Recordó que aún no había fregado la loza. Empezaba a anochecer, pronto no habría luz. Sin embargo, puede que al día siguiente no hubiera agua tampoco.

En la cocina el suelo llevaba varios días sin barrer, ya ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que vio las baldosas brillar. Siempre que iba a esa parte de la casa podía escuchar nítidamente al gato que le pedía comida constantemente. Iba a comenzar a fregar, cuando recordó que llevaba casi veinticuatro horas sin comer. Abrió la nevera a sabiendas de que el olor no sería agradable.

Los envases de embutidos sin abrir se quedarían así. La última compra fue hace semanas, y temía no poder conservar algo para el día de mañana. El futuro, que incesantemente aplastaba las horas y la esperanza de salir de aquel lugar. Los pagos habían dejado de llegar, la última vez que pudo mirar los correos, no había ni una sola respuesta nueva. Sólo existía el presente, y se consumía lento pero seguro, con la firma de una fatalidad silenciosa. Era el animal sobre el que cae el árbol en mitad del bosque, sin que haya nadie para escuchar el último alarido.

El gato también parecía tener hambre, y sus maullidos cada vez eran más agudos. La nevera quedó abierta, mientras él observaba desde la ventana de la cocina el patio de atrás. El felino estaba en algún lugar escondido, y moriría si no tenía nada de comer pronto. El único reloj de la casa aún hacía resonar la aguja de los segundos con precisión, una y otra vez, sin ánimo de cesar.

Abrió la ventana y de un ligero impulso se precipitó hacia el otro lado. El césped amortiguó la caída, pero también le dejó rasguños en los brazos. Podía escuchar el primer movimiento de la sinfonía, que hacía a las hojas de aquellos pequeños árboles parecer radiantes. Los maullidos venían de entre algunos matorrales. Avanzó por los desdibujados trazos de camino que aún podían verse, y tropezó con la primera rama oculta entre las hojas caídas. Sus rodillas hacía tiempo que no sentían el estímulo de la adrenalina. Se levantó, el gato no podía estar muy lejos, no tenía a dónde ir.

El camino llevaba inevitablemente a cruzar por un charco de barro, y comenzó a sonar el segundo movimiento. Un maullido más cerca. Sus piernas salieron completamente empapadas, pero sus pies descalzos no sentían apenas sobre qué superficie pisaban, tan sólo se dedicaban a avanzar.

Llegó al lugar donde en otro tiempo las meriendas por la tarde eran comunes. Comenzó a sonar el tercer movimiento, como un arrebato de la naturaleza despertando y arraigándose en las sillas de plástico que aún permanecían esperando a los huéspedes. No pudo parase a contemplar la escena, porque los quejidos del felino se adentraban en sus oídos hasta llegar a rasgar la garganta.

El preludio de la tormenta llegó con el cuarto movimiento. Unas gotas de agua bastaron para sentir el primer trueno en la lejanía. El césped se hacía intransitable por momentos, y no había tiempo que perder. Comenzó a acelerar el paso, torpemente decidido y siguiendo el cada vez más confuso sonido del animal hambriento. Una piedra en el camino bastó para que se precipitara contra el suelo, golpeándose con tal fuerza que perdió el conocimiento.

Horas después estaba amaneciendo y abrió los ojos por fin. Los primeros rayos de sol se movían al compás del último movimiento de la sinfonía. El gato estaba dormido junto a él, ya no había lamentos, ni siquiera un último maullido. Se puso de rodillas junto al pequeño animal y con la ayuda de una agarre rápido y brusco le asestó el primer mordisco en el cuello. Desgarró poco a poco con la ayuda de sus manos aquella pequeña pieza de comida fresca, sin querer desperdiciar nada de su interior. Por la comisura de sus labios caían dos hilos de tinta, resbalando por el cuello y llegando hasta el sepulcro.


Ilustración de portada: Old Iron Candle Holder, por Jamie Baudo.
Ilustración interior: Off-Duty, por Mateus Majewski


Espada y Pluma te necesita

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