Estas palabras, aunque ahora se lean sobre una pantalla, fueron escritas sobre papel, ayudado por la luz de una vela que desprende olor a naranja y en la mitad de una gélida noche manchega que entonces amenazaba con perderse en el alba en cualquier momento. Una escena de apariencia romántica, quizá un tanto irrelevante y probablemente absurda, pero que sirve para ilustrar lo que a grandes rasgos ha sido 2020 para mí, especialmente en el ámbito cultural: la búsqueda del sosiego y la calma en medio de una tormenta; la adopción de una alternativa para hacer frente a los numerosos miedos y neuras que nos despierta la cultura en internet.

Ahora que he encontrado, en cierta medida, ese sosiego, tanto en producción como en consumo cultural, me veo con más o menos perspectiva para poder salir de la rueda y ver el contexto de sobreestimulación y paroxismo cultural en el que estamos inmersos. Cada vez hay más obras disponibles, a la vez que cada vez hay más publicidad de estas por cualquier medio posible, y los canales para opinar y juzgarlas (y juzgarnos) son ahora muy abundantes y relevantes. Y esta casuística, alimentada por rocambolescos y extraños procesos socioculturales, termina llevándonos a una suerte de neurosis colectiva para con la cultura. Cada vez disfrutamos menos del tiempo de ocio (que siempre tratamos de hacer absurdamente productivo); cada vez somos más egocéntricos y vanidosos a la hora de imponer nuestra visión cultural, para lo que además gastamos enormes cantidades de energía emocional en forma de enfados y riñas; cada vez miramos más por encima del hombro al vecino antes siquiera de que abra la boca y fruncimos más el ceño ante las obras antes siquiera de haberlas probado. Nos enfadamos, como si nos fuese la vida en ello, porque una película no ha sido lo que queríamos que fuese o porque a no sé qué tuitero le ha parecido un 9 y a nosotros sólo un 6.
Perdemos el tiempo, en definitiva, en gilipolleces; en nimiedades y niñerías. Nos perturba lo que debería hacernos disfrutar. Nos separa lo que es una potencial herramienta para conectarnos. Creo que estamos todos confusos; y es normal estarlo, porque somos como animales fuera de hábitat, cegados por luces que nunca verían en sus lugares de origen y alimentados con dietas que les atrofian el estómago.
Los campos de la cultura están plagados de gente con fuertes complejos de inferioridad (enmascarados por intelectualidades grotescas e hirientes) que se dedican a lanzar arena a los ojos de gente mucho más despierta que ellos. ¿Para qué? Qué sé yo, pero empiezo a entender que son como locos agitando un palo en medio de la calle: no podemos más que compadecernos de ellos y alejarnos para que no nos golpeen. Internet está lleno de gente con tanta necesidad de llevar la razón que acaba perdiendo la cordura. Un grupúsculo de gente jugando a los replies de Twitter pero convencidos de que están batallando por el trono de Macedonia.

Por eso, este año, motivado por cambios personales radicales e importantes, he transformado mis convicciones y dinámicas culturales. Empezando, quizá, por lo más simple pero efectivo: antes ordenaba todo en listas y tops, un poco en contra de mi propia intuición, pero he abandonado esa práctica por completo. Antes mis juegos estaban en Backloggery, mis películas en Letterboxd y mis libros en Goodreads; y todo ello en hilos de Twitter que actualizaba al minuto. He dejado de hacer de las redes sociales un diario obligatorio de todo lo que consumo. Me las tomo ahora con toda la ligereza que merecen, y sólo apunto lo que me resulta interesante, si es que apunto algo. Ahora, simplemente, priorizo la experiencia propia y compartida, que intento que sea lo más enriquecedora e intensa posible, que nutra y conecte, al margen de esquematizaciones, cuantificaciones y según qué tipo de debates que no llevan a ningún sitio. Me he bajado de ese tren, porque las vías forman irremediablemente un círculo vicioso, especialmente para mí. Me gusta hablar, me gusta discutir, me gusta compartir, pero no me gustan la presión, el martilleo constante en la estabilidad de uno mismo y la confusión que genera el caos de internet.
Me he despegado, por tanto, de la actualidad más insana. Permanezco en una segunda línea, donde creo estar informado sólo en la medida que me resulta sano y necesario, que es mucho menos de lo que creía. De hecho, si me fuese a una cueva metafórica, aislado por completo de las noticias culturales de la semana, tampoco pasaría nada. La rueda que siga girando, pero yo ya sólo quiero verla pasar por la ventana mientras me tomo un té con pastas. El despegarse de esa necesidad es liberador y, hasta cierto punto, empoderante. El marcar el ritmo de uno mismo, hecho a su medida, es un profundo corrector frente a todos los males culturales que nos aquejan. Porque da igual que nos perdamos cosas; asumamos con alegría que siempre nos vamos a perder cosas y centrémonos en lo mínimo y pequeño que tenemos entre manos. Prefiero concentrarme en lo cercano, en lo que ahora estoy viviendo, y no en la espera eterna, el hype sobredimensionado y el mar de micronoticias en el que vivimos. No quiero concatenar experiencias siguiendo inercias ni surfear ninguna ola, prefiero estar en la orilla y meterme a remojo cuando me apetezca.

2020 no ha sido un relato épico de ir contracorriente, para lo cual no tengo energías ni especial interés, sino un relato acerca de encontrar la cueva donde guarecerme de paso, en primer lugar; y la montaña donde quedarme definitiva a vivir, en segundo lugar. No sé qué ha sido lo mejor del año para mi, ni lo más importante, ni cuántas cosas he podido consumir y cuántas he dejado de hacerlo. No están nada mal los tops y las listas cuando se toman con la ligereza que merecen, pero este año me vería incapaz de hacer una. Un año raro, pero también un año importante, inevitablemente, para todos. No puedo hacer top alguno, pero tampoco creo que sea necesario. Empiezo a tener la perspectiva suficiente como para disfrutar al máximo de lo que tengo entre manos, y creo que esa es la mejor noticia de este 2020. Para 2021 no espero más que fructifiquen las flores. Y que siga solidificando también Espada y Pluma, el proyecto más ilusionante que he tenido la suerte de arrancar en toda mi vida.
Espada y Pluma te necesita


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