En mi imaginario personal, cuando pienso en proezas de dioses, pienso en Hércules. Más allá de hablaros de una reinterpretación del mito, para mí es una simple referencia de autosuperación cuando se habla de competitividad. Como mito que es, no me gusta conferirle un carácter tangible. Sencillamente os hablo de realizar tareas hercúleas, ganarse ese apelativo de olímpico.
En todos los deportes hay quien tiene facilidades circunstanciales para desarrollarse. Ya sea por cuestiones económicas, familiares o genéticas, se puede gozar de una situación propicia. Esto es plausible, pero no es lo habitual. La realidad cotidiana del grueso de deportistas es la de sacrificar unas perspectivas de vida más estables y accesibles en pos de creer en ellos mismos y su esfuerzo personal en un ámbito que no te asegura nada por defecto. La inseguridad e inestabilidad laboral no es exclusiva ni mucho menos del ámbito deportivo. Lo que le añade una vertiente conflictiva es el lado competitivo, natural allí donde se convierte en forma de vida.
El pasado 24 de julio, la española Adriana Cerezo consiguió la medalla de plata en Taekwondo, abriendo así además el medallero nacional. Sus primeras declaraciones públicas, junto a un profuso agradecimiento por el apoyo recibido, fueron «lo siento muchísimo, que haya tenido que ser así la final». Lo que debería haber sido únicamente motivo de celebración iba aderezado con un agridulce sabor de insatisfacción. Además, como aplaudía Elena Benítez (directora técnica de la Federación de Taekwondo) en El Mundo, la recién galardonada joven medallista no se va de vacaciones, sino que procede instantáneamente a pensar en el Europeo sub 21. Elena Benítez define a Adriana como «una pura sangre» y termina diciendo que «ha llegado para darnos muchas alegrías» .
Me preocupa pensar cómo llegan términos como “pura sangre” a servir para hablar de una chica de 17 años que está compitiendo en Taekwondo en los Juegos Olímpicos. No quisiera darle una explicación rápida a tal definición, por lo que preferiré centrarme en otro problema. ¿Podemos crear un entorno y circuito competitivo más sano? No hay absolutamente nada de loable en una autoexigencia a todas luces negativa para la salud y el desarrollo personal. No quisiera dentro de unos años leer a enésima autobiografía de un atleta contando cómo una presión inhumana sobre sus hombros le destrozó la experiencia más significativa de su vida.

Los Juegos Olímpicos que están teniendo lugar mientras escribo estas palabras tienen un matiz diferenciador. Se realizan un año después de lo planeado y sin público debido a cierta pandemia. El aislamiento, las dificultades añadidas al entrenamiento y la casi cancelación de los Juegos podrían habernos enseñado algo. No quisiera usar el recurso del festejo, porque me parece vacío de contenido, pero sí me gustaría recurrir a una visión real y necesaria de las naciones y las pugnas.
En aquellos Juegos Olímpicos que sirvieron de inicio, hace más de dos mil años, se ponía en práctica una tregua entre los conflictos bélicos, la llamada ékécheiria. No quisiera yo soñar despierto y solicitar semejante conciencia entre los países actualmente. Ni siquiera estoy seguro de si tal tregua era siempre respetada. A pesar de esto, sí se puede extraer un mensaje positivo y actualizado a nuestra sociedad.
La competitividad del deporte tiene unas consecuencias devastadoras a nivel emocional en el individuo, y el peso de la bandera corresponde más a motivos geopolíticos inherentes que a una presión humana real. Son problemáticas evitables a medio plazo, no es necesario continuar con esto. Quizás no en el deporte en general, pero permitidme apelar al menos a la carta de las Olimpiadas. Si en algún ámbito deporte y cultura deberían abrazarse, es aquí.
Un Comité Olímpico Internacional, todo tipo de deportes integrados bajo un mismo foco, y el espíritu del mito hercúleo. El mero hecho de ser atleta olímpico ya debería dar derecho a un orgullo incalculable. Sin dejar de lado la importancia de las medallas, este año más que nunca la recreación de una competición con más de doscientos países involucrados bajo la premisa de presenciar a humanos jugando a ser dioses, debería ser motivo más que de sobra para reconciliarnos como mundo en sí. La competitividad entre banderas debería ser únicamente una forma de recordar que hay esperanza para el ser humano alrededor de todo el planeta. Una forma de celebrar que la diversidad hace más fuerte al conjunto.

1 Imágenes: Simone Biles (Ben Judd, 2021)
2 Imágenes: olympics (Marco Mosca, 2020)
3 Imágenes: Amanda Borden (Danny Kavanek, 2021)
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