Mi cultura literaria era escasa cuando la decisión fue tomada. Ah, los clásicos, el gran amor de la sabiduría y la excelencia. Cada palabra era un fragmento de una misma travesía. El sonido del narrar me engullía, ¡me engullía con sus fauces! Como una obra de teatro que comienza antes de que el público pueda tomar asiento. ¿Cómo actuar sin el juicio ajeno? Cada soliloquio a dúo con mi propio eco me arañaba los tímpanos y no dejaba apenas lugar para meditar.

Qué leer, qué sentir, qué ser o escribir. Y alrededor las voces. Para qué, decían una y otra vez. Entonces cualquier pequeña estantería se convertía en refugio. El sonido de las agujas inquieta el pulso y renace el apego por el pasado, en aquel instante y en este mismo. La única diferencia es el peso del cielo sobre nosotros. Una inmensidad vacía llena de imaginaciones tenebrosas sobre las decisiones no tomadas. Los tiempos se confunden. El despropósito de mezclar imágenes del camino se torna en hábito.

Y las decisiones de los demás, que se expanden entre los frágiles nervios de nuestra perseverancia, reescriben el fugaz optimismo. Ayudarnos y ayudar, a encontrarnos y salvarnos, se convierte en una tarea casi imposible. Siempre una línea imborrable sobrevive a la lluvia y atraviesa el nudo de nuestra historia para caminar impasible sobre las últimas palabras. Mantenemos latente la inocencia al abrigo de la más leve luz proveniente de unos ligeros pasos de baile dados en la oscuridad. Nos dirigimos al ocaso a través de una correspondencia que nunca es respondida. ¿Cómo pudimos crecer sin leernos? En todo caso, somos el tiempo que pasa entre las oportunidades que nos concedemos.

La espera lo es todo. Ver cómo se forma la memoria del futuro, mientras se vacía la savia de nuestros párpados, dejando nuestros ojos en sus cavidades secos. Hambrientos que son los pasos balbuceantes del niño que cae sobre la arena; y duerme con un hilo de clarividencia encendido, por si acaso los astros despertaran.

El atino efímero del universo que nos coloca entrelazados formando una marisma de almas incompletas. Bajo el mar de los interrogantes, vagando en busca de un tintero. Necesitando escribir lo que tortura los sueños de nuestras entrañas cuando la pálida noche dice basta; toca rendirse y esperar que las fuerzas creen el alba. ¡Dormir sin nada que nos perturbe! Esa es la música que irradia el mecer de la cuna que alimenta el jardín oculto tras la ilusión del hogar.

Acerca de lo impersonal de comunicarnos y grabar las historias de nuestros huesos, creamos poco a poco una fortaleza privada a los queridos miedos. Tuyos y míos, dicen estar dentro. Desde fuera, la certidumbre del infinito acecha. El no final, la disrupción de la espera; todo nos cerca en busca de una tierra que apenas podemos sembrar. Brotan tallos de desidia. La faena diaria nos embarra las manos tanto como la garganta, que trata de suplicar a las aves que desciendan. Que bajen, para así arrancar las hierbas inútiles, aquellas con las que tropezamos si osamos mirar al frente.

Devoran las raíces sin excepción, las hienas del bosque estéril. Visitantes de otra época que hicimos nacer y dejamos pudrirse a lo lejos. Todas las sombras llevan consigo la marca del sol que las dibujó y a su debido momento vuelven, implacables, a por los últimos trozos de carne. Sin oponer resistencia la debilidad comprende que nuestra sangre se evaporó al renacer, y a través de las jóvenes venas fluye un espíritu insumiso; segura de sí, criatura indomable.

Me gustaría tanto deciros que tras ser despojado de las ataduras sé lo que es la calma. Atreverme a disputar la mirada a las gárgolas que nos vigilan pensando en nuestro próximo respirar. Pero no; no sé, ni puedo. Si quisiera más, quién sabe; pero no quiero. Hay cosas que escapan a mi alcance y me cercioro a destiempo de que sólo puedo dar pinceladas y saltar del vagón en marcha.

¡Pero llega la nieve! La corriente del río siempre nos lleva hasta el abrazo del frío. El hielo y la noche son para el otoño lo que una rosa para el campo yermo. Las cumbres son amigas, no hay traición en deslizarse hasta lo más profundo de nosotros mismos. Y así, comprender lo escrito se resuelve en un misterio que cura la intriga. Las palabras son una exploración del todo ensimismado ante un espejo hecho pedazos. Cualquiera que sea la melodía de nuestro cuento, sólo puede escucharse con el corazón abierto, inundado en tinta.

Es el ingenuo deseo del éxito lo que nos tortura durante el aprendizaje. La mayor victoria es no dejar que la llama se apague en la noche; es envolver la ilusión con razones. La costumbre de vivir nunca ha casado bien con la de observar. Pudiera parecer desalentador, pero no se nace con los ojos plenamente abiertos, y el paisaje a veces está en llamas, tan cerca que puede abrasarnos el alma.


Imágenes: Girl reading (Ana Hidalgo, 2020)
Imágenes: Writing the diary (Catalin Lartist, 2021)


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