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La nieve no caía en silencio. La tormenta que había fuera de la cabaña era tan terrible que, si algún hombre del tiempo hubiera tenido que hablar de ella en televisión, se hubiera santiguado y probablemente murmurado algo sobre grajos cogiendo el metro. Como allí donde tenía lugar la tormenta no había hombres del tiempo (ni televisores), nadie se santiguaba ni hablaba de grajos. Solo había un cuerpo enorme en el suelo de la cabaña, y una jovencita llorando en un rincón.

Faltaban dos noches para la noche de reclutamiento. Y el Krampus se moría. Los soldaditos de plomo habían llegado acompañados por un ejército de drones y coches teledirigidos. El segundo alzamiento de los conejitos de peluche tenía una pinta bastante peor que el primero. Y más ahora que el Krampus pasaba sus últimos minutos mirando el techo de su casa, tirado en el suelo. Escuchaba a lo lejos llorar a la chica, y la intentó llamar. Tuvo que aclararse la garganta un par de veces, tosió de forma muy preocupante y volvió a intentarlo. La voz, siempre cavernosa y profunda, de pronto sonaba tan débil como la de los niños que reclutaba todos los años, intentando mantener a raya a los juguetes.

—Almudena —la chica no respondió, ocupada en sollozar, así que volvió a llamarla, con un poco más de fuerza.— ¡Almudena!

—¡Cállate! ¡Te estás muriendo! —respondió la chica, con su nula amabilidad intacta.

—Sí, me muero.

—¡Pues no me pidas nada! ¡Estoy enfadada contigo!

—Al… —El Krampus se tapó la boca con la mano al toser, y evitó deliberadamente mirar la mano—.Almudena.

—¡Qué!

El Krampus inspiró hondo, intentando no morirse. Le estaba costando un triunfo solo mantenerse consciente, y Almudena no le ponía las cosas fáciles para explicarse, pero tenía poco tiempo y mucho que contarle. Aunque, bien mirado, pensó, a lo mejor se merece que no le cuente nada, y encontrarse el marrón ella sola.

—No te vas a quedar sola.

—¡Pues yo no veo a nadie aquí! ¡Y si te mueres ya me dirás quién va a buscar refuerzos para evitar el desastre!

—Tú —suspiró el Krampus, que empezaba a verlo todo borroso.

—¿Cómo?

Por primera vez en muchos años, Almudena dejó de exclamar para hacer una pregunta. Estaba enfadada, por supuesto, y estaba asustada, y estaba confundida porque no era capaz de levantarse y usar toda su ira contra el ejército de juguetes que los asediaba, pero todo aquello había pasado a un segundo plano. Y el Krampus ya no contestaba.

—¿Qué has dicho? ¿Krampus? —Almudena se levantó del rincón y se acercó al enorme monstruo cornudo que la había sacado del orfanato tanto tiempo atrás. No lo notó respirar y tenía los ojos cerrados, así que se acercó más y le tocó una de las enormes manos, fría como la nieve que caía tras las gruesas paredes.— ¿Krampus?

Alguna de las lágrimas que no se había secado le falló y bajó por su mejilla, y la chica contuvo un grito de rabia. Entonces el Krampus abrió los ojos, blancos como la leche, y los clavó en su cara. Como si hiciera un esfuerzo tremendo (y sin duda lo estaba haciendo), la criatura alzó la mano que Almudena había tocado hasta su propia cabeza, y cuando tocó uno de los cuernos que allí nacían, lo cogió con fuerza.

—Almudena… Es tu deber. Por eso te quedaste conmigo —con un chasquido, el cuerno se desprendió de la cabeza del Krampus, y él se lo tendió a la chica, que no pareció entender qué debía hacer. Con un bufido, se lo incrustó en la cabeza, Almudena pegó un grito, y para ambos todo se volvió negro.

Marc no se despertaba fácilmente. Por lo general Jenifer pegaba unas patadas terribles por las noches, pero a él le daba todo igual. Sus ritmos circadianos (absurdamente sobrenaturales, pero claro, a nadie le sorprendía ya) eran más fuertes que su novia humana. Y menos mal, porque Jenifer habría tenido un poco complicado explicarle qué estaba ocurriendo aquella noche en la habitación.

Por suerte, fue todo muy rápido. Tal y como Jenifer se despertó, pegó un grito, intentó sacarle los ojos a la criatura cornuda que había en su habitación, y desapareció de allí. Marc se dio media vuelta, descubrió en sueños que la cama estaba vacía, se estiró cuanto pudo, y empezó a roncar como un gato contento.

Toni y Marcela miraban las piedras apiladas con una curiosa tristeza. Habían decidido vivir su vida como si aquella noche que duró días no hubiera tenido lugar nunca, como si nunca hubieran estado a punto de morir por un ataque terrible de Tamagochis demoníacos. Y ahora estaban frente a la tumba del Krampus, congelándose las manos en un páramo absurdamente frío. Toni soltó un gruñido y se rascó la nuca, donde tenía aún la cicatriz de aquella noche.

—Así que no lo soñamos —murmuró Marcela, que parecía estar en otro mundo.

—Pues no parece, no.

—A veces tengo pesadillas con aquella noche. Con que nos superaban y venían a por nosotros y…

—Voy a comerme a Almudena con patatas —masculló Toni, y se dio media vuelta para echar a andar y alejarse. Lo hacía de forma ridícula, hundiéndose en la nieve hasta la rodilla y enfadándose a cada miserable paso. Marcela contuvo la risa y le siguió hacia la cabaña.

Almudena no tenía ya el aspecto de niña pequeña que Jenny recordaba. Almudena había sido una niña pequeña incluso para los estándares de las niñas de cinco años, y ahora era una joven de veinte que seguía siendo bajita, pero parecía tres palmos más alta. Entre los cuernos y la mala leche, desde luego parecía abultar mucho más. Sin embargo, sus ojos y sus manos seguían siendo los que alguien podría esperar en una persona joven. Nada de ojos lechosos ni manos gigantescas. Jenny se fijó en que por la forma en que se movía estaba a punto de darle una patada a algo. Procuró quedarse a una distancia prudencial para no ser ese algo.

—¿Nunca volviste a tu lugar? ¿No te devolvió?

Almudena la miró de refilón, gruño y siguió paseándose por la cabaña.

—Almudena, colabora.

La puerta se abrió de golpe, y entró Toni hecho un cisco.

—¡La nieve es una mierda, esta cabaña es una mierda y tú me tienes muy cabreado! —Le dijo, señalándola con el dedo. Ella parpadeó y Toni la imitó un segundo después, confuso.— ¿Qué me has hecho? ¿Por qué tengo alas?

—Porque eres un pato —señaló Marcela, que había entrado justo detrás, de mucho mejor humor que él.

—El Krampus se ha muerto y yo ahora soy el Krampus, creo, y estamos en mitad de un nuevo alzamiento de los conejos y yo no sé resolver esto sola, así que me vais a ayudar a ir a por los niños y a pegarles una patada en el culo a todos esos… Esos… cabestros —acabó, profundamente indignada.

—Me gusta que la gente use insultos de Mortadelo y Filemón. Pero sigo mosqueado contigo —contestó Toni desde el suelo, agitando la cola de pato.

—Me dejas patidifusa —le pinchó Marcela. Por toda respuesta, Toni le picoteó el bajo de los pantalones.

—Almudena, no sé si es muy buena idea. Los niños pueden ver a los juguetes moverse. Los adultos no podemos.

—¡Ja! ¿De verdad? Eso les pasa a los adultos normales, pero ninguno de nosotros somos normales —ante el silencio que siguió, Almudena empezó a berrear—. ¡Normales! Aquí tenemos a la hija de la secretaria del viejo barbudo que trae regalos en Navidad, a un tío que ha hecho las oposiciones para ser paje de los Reyes Magos —se giró para mirar a Jenny, que se apartó de la joven cornuda lo justo como para que ella no pudiese morderla— y a una cazavampiros profesional. ¿Tú te crees que no vais a ver a los juguetes moverse?

Ante el destape de los currículums, los tres veteranos de la Primera Guerra de Felpa se miraron entre sí, con una notable incomodidad. Visto así…

Jenifer salió por la ventana con el crío de la mano. No le había tapado la cabeza, ni lo había metido en un saco, y había procurado aterrorizarlo lo justo. Ya era suficientemente complicado. Abrió el coche a unos metros, y el niño se soltó de su mano.

—¡Venga ya! ¿En serio?

Jenifer lo miró con desagrado.

—¿Enserio qué?

—¿Ese es tu coche?

—Sí. ¿Prefieres que te lleve en un burro?

El chico, un mal pieza de casi nueve años que al parecer respondía al nombre de William pero únicamente cuando iba acompañado de un grito y la amenaza de un castigo, frunció el ceño y se cruzó de brazos.

—Será muy fácil describir un Mini verde moco con el volante en el sitio equivocado a la policía. Te encontrarán enseguida.

—Claro, chicarrón. Pero para eso la policía tendría que creerte. Súbete, tenemos trabajo.

Jenifer no tuvo que insistir. Antes de salir de la habitación ya le había enseñado la pistola que llevaba en la cadera, el chico había entendido el mensaje.

Marcela, por su parte, no tardó en darse cuenta de que mandar a Toni a reclutar niños era un fallo. Los llevaba atados a cuerdas, como un paseador de perros harto de su trabajo. El equipo de Marcela, que se mantenía en posición de firmes a su espalda, miró con curiosidad al grupo que se acercaba. Desde luego parecían niños salvajes.

—No mováis un músculo —les dijo la mujer, acercándose a su compañero—. ¿Qué haces, animal?

—Reclutar críos. Yo no me meto en tus asuntos, no juzgues los míos —Toni lo dijo muy serio, pero acabó la frase con un graznido de pato.

Sin tiempo a hacer más comentarios, la plaza en la que estaban se emborronó a su alrededor, y aparecieron en la cabaña de Almudena, donde más niños esperaban. Estos sí, asustados. El resto se asustaron también al ver a la chica cornuda, que encendía el fuego en la chimenea. Se produjo tal silencio que escucharon perfectamente el ruido del coche de Jenny al aterrizar en la nieve de la entrada de la casa.

—Pues ya estamos todos —dijo la Krampus, levantándose al tiempo que se limpiaba las manos en los pantalones. Miró a los niños, que le devolvieron la mirada, asustados—. ¿Cuántos de vosotros sabéis romper juguetes?

El campo de batalla daba angustia solo de verlo. Y eso que no había ni una sola baja entre los niños. Solo estaban un poco asustados, y algunos tenían un par de arañazos. Bueno, había un brazo dislocado fruto de un tropiezo con un mando de la Play, pero no era grave. Estaban todos tomando leche con miel en la cabaña, tranquilos y ya sin armas cerca. En cuanto se durmieran los devolverían a sus casas. Toni se rascó la nuca, pensativo.

—¿Por qué pasa esto? O sea, ¿Toy Story es real pero en plan chungo? No tiene sentido.

—Yo sigo sin creerme que esto pase de verdad. Creo que estoy soñando y mi cerebro está en plan dibujo libre —murmuró Jenifer.

—Bueno, la guerra por lo general no tiene sentido —respondió Marcela. En el bolsillo aún llevaba el libro de registro que había usado para llevarse a sus niños. La lista con el registro de niños malos de Papá Noel. Su madre la estaba metiendo en el negocio, y eso tenía sus ventajas, claro. La semielfa reprimió un escalofrío al escuchar cascabeles en la lejanía.

—Entre los juguetes también hay buenos y malos. Y hay que hacer purgas antes de los repartos —intervino Almudena, sorprendiendo a los otros tres, que la miraron con sospecha—. Bueno, eso decía el Krampus.

—Ahora tú eres el Krampus.

—Sí. Y creo que ya es seis de diciembre. Así que eso significa que ya no podéis estar aquí.

Los ojos de Almudena se tiñeron de un color blanco lechoso mientras sonreía, de forma bastante aterradora, y juntaba las palmas de las manos, que empezaron a iluminarse con un resplandor rojo francamente preocupante, pero también deliciosamente navideño.

—Hasta el año que viene. Ser malos, colegas.

Jenifer se despertó de un bote en la cama. Marc, que había estado durmiendo a su lado, se cayó de culo al suelo, y gruñó, sin despertarse. Miró a su alrededor, por la ventana empezaba a clarear.

—Creo que ha conjugado mal el verbo… —dijo en voz baja, arropándose otra vez e intentando arañar un ratito más de sueño.


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