Lamentablemente, todo es política.
Me gustaría muchísimo fingir que no es así, pero no puedo mentirte a ti, que me lees en estos momentos y estás esperando que te diga algo. Te lo voy a decir ya, por si tienes cosas que hacer: Enrique Jardiel Poncela es, en este universo literario-culinario que me he sacado de la manga y que compartimos, un bocadillo grasiento y absolutamente delicioso de los que te animan la vida tras un día horrible, de los que te llenan el estómago y te calientan el alma, de los que guardan entre sus panes un poco tostados, lonchas de bacon y queso o chistorra, y recuerdos de noches de fiesta y de risas, retumbar de fuegos artificiales y playas de noche. Y deja un regusto en la boca, la necesidad de beber un trago de agua, o de refresco, o de cerveza, porque se te queda algo en el paladar, una sensación de querer otro bocado cuando ya no queda nada. Y la verdad es que ya no queda nada, porque todo es política.
Me gusta leer a Mihura y a Jardiel Poncela por lo mismo: porque suenan a canallitas de bar, pero al canallita simpático, al que no se hace pesado, al que en cuanto le pongas mala cara va a recular por ese chiste que no sabía que te iba a caer en poca gracia y seguramente no vuelva a hacer a nadie. Son fanfarrones y canallitas pero no te hacen sentir incómoda, ni tampoco sientes que estés ocupando un sitio que estuviera guardado para alguien que no fueras tú. No son los escritores menos rancios que te puedas echar a la cara pero, vamos a ver, que Poncela empezó a publicar textos hace un siglo, centrémonos.

Me enrabieta saber que, cuando acabe ese delicioso bocadillo que es Poncela, no habrá nada más. Podré pedirme otro bocata ¡pues claro! Pero me lo tendré que pedir del mismo, de Miguel Mihura a lo sumo. Pongamos que me siento especialmente exploradora y me pido, no sé, un Edgar Neville. ¿Sabes qué me va a pasar? Lo mismo. Que tendré que seguir moviéndome entre pan tostado y cosas que lo rellenen, y que no habrá, pues, deconstrucciones de chistorra nevadas con suspiros de centeno, por decir algo. No lo hay. La progresión natural de esos platos se ha cortado de forma abrupta. No voy a encontrarme, si sigo ese camino, unas patatas a la riojana. Me voy a encontrar auténticas cursiladas. Porque si una cosa se dedicó a hacer la dictadura, fue a convertir al castellano en la lengua más cursi posible, a los escritores en unos cursis sin remedio y a las escritoras en cualquier cosa que no significase mujeres emancipadas, porque Dios nos libre de que las mujeres sepan hacer algo que no sea atender a un hombre.
Me sacan de quicio muchas cosas de la dictadura. Todas, en realidad. Pero una de las que casi nunca puedo decir en voz alta y, sin embargo, más me corroe las entrañas, es que entre las consecuencias que arrastramos desde entonces es tener generaciones de gente escribiendo cosas tan cursis que harían regurgitar a un colibrí.
Lo cursi tiene gracia y tiene su encanto cuando tiene sentido, un contexto, una melodía que lo acompaña. Cuando simplemente se impone por hegemonía de forma tan absolutamente ridícula, lo único que hace es echar cal en campos perfectamente válidos para recoger frutos variados y deliciosos. Y lo que más me enerva es saber que eso fue, probablemente, el motivo detrás de todo.
Espada y Pluma te necesita


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