
La primera vez que vi El Club de la Lucha fue sin conciencia alguna de lo que iba a ver. En la adolescencia tardía me dio una fiebre por los DVD de películas de culto que fuesen «un poco más allá» de lo que hasta entonces conocía, sin tener ni idea de lo que eso realmente significaba. Me gustaba mucho Matrix y 2001: Una Odisea en el Espacio y por ahí decían que El Club de la Lucha también era de las de pensar. Complementaba las clases de Filosofía del instituto con películas de pensar.
La película de Fincher me fascinó como sólo cuatro o cinco más lo han hecho nunca, pero en ese primer visionado estaba seguro de no haber entendido nada. Me invadió la ansiedad al no ser capaz de hacerle justicia. Me fustigaba porque me había dado de bruces con la realidad: no estaba al nivel, no era lo bastante listo. Pensé que no conocía suficiente el lenguaje cinematográfico (aún, ignorante, desconocía lo que era un dutch angle), que me faltaban muchos libros por leer (Nietzsche y Kierkegaard los seguía teniendo pendientes) y que mi inteligencia adolescente no era tan preclara como aspiraba que fuera. No pude encajar los innumerables golpes que me dio la película; era imposible ordenar los pensamientos en medio del aturdimiento.

Es un ejercicio fútil tratar de pensar en exceso cuando uno ve una película porque éstas son, ante todo, experiencias sensoriales».
Poco tardé en leer sobre El Club de la Lucha y ver decenas de vídeos en YouTube, obcecado por entender todas las referencias ocultas y poner en valor la intelectualidad de la película. Tras revisar las lecturas disponibles, canónicas y alternativas, comprendí que que era una película generacional, que hablaba de cómo el sistema capitalista y su hijo el sueño americano, ya mohecidos y oxidados, se caían por su propio peso. Entendí que era la película pre-11S que mejor representaba el post-11S. También entendí que hablaba de la impasividad frente a la adversidad, del progresivo desapego a las emociones y la pérdida de la humanidad más primaria, de que todos somos una copia de una copia de una copia porque es lo que conviene al sistema, de que nos alejamos de lo que queremos por no asumir las responsabilidades de nuestros actos, de que nuestras posesiones se adueñan de nosotros, o de que la manera de alcanzar la felicidad no es la posesión y el control sino la desposesión y el estoicismo aderezado de cinismo. Comprendí que era una película con una filosofía profunda, en tanto que el debate posterior al visionado podría extenderse casi hasta el infinito. El Club de la Lucha es una película con muchas dobleces, aristas y caminos ocultos que explorar. No es una película de tesis ni moralizante, sino que una vez acaban los títulos de crédito nos deja el relevo para que continuemos nosotros la carrera. Entendí todo eso.
Lo más importante: comprendí que ya la había entendido antes aún de leer sobre ella y ver todos esos vídeos; antes de intelectualizarla, vamos. Puede que en un primer acercamiento no entendiese mucho en el plano intelectual, pero absolutamente todo lo sensorial me llegó y me golpeó exactamente como la película quería hacerlo. La película me sacudió como Tyler Durden sacude al protagonista. No sabía exactamente por qué, pero había una fuerza interna que se transmitía con el paso de los minutos, conforme el protagonista se vuelve cada vez más fuerte y oscuro, menos considerado y más loco, más animal y menos perenne. En la película las cosas parecen lo que no son, porque en la vida pensamos cosas que en realidad no son. Mientras se sucedían las escenas yo iba concatenando clicks que me iban revelando verdades ocultas. Había un código subterráneo en la película, un subtexto que llegaba de alguna forma, conocieses las claves intelectuales o no. Me sentí como el protagonista (el narrador) no porque quisiera pegarme con otros hombres sucios e idiotas, sino porque sentí que yo mismo y mis valores se habían puesto en entredicho, que todo lo que uno cree quizá necesitase derrumbarse para crear algo mejor. No sólo confirmé que había entendido perfectamente la esencia de la película, sino que me había golpeado y epatado de una forma directa y sensorial como nunca serían capaces de hacer toda esa retahíla de lecturas intelectuales.




Fondo y forma son una cosa indisoluble cuando se domina un lenguaje artístico».
Es un ejercicio fútil tratar de pensar en exceso cuando uno ve una película porque éstas son, antes que nada, experiencias sensoriales. La reflexión intelectual es un proceso más sosegado, que uno no puede abordar completamente en el mismo trascurso de la película. No puede uno pararse a pensar qué significaba la anterior escena porque ya está metido en la siguiente. El montaje de la película siempre es más ágil que nuestro cerebro.
El entendimiento de algo siempre se encuentra a dos niveles: el emocional y el racional, y los vasos comunicantes entre uno y otro son inevitables. El Club de la Lucha nos sirve de ejemplo, pero todas las obras pueden ser leídas en estos dos planos. El mensaje de una película no sólo está en su escritura (sus diálogos y la historias), en sus referencias meta o en cómo reverbera con la filosofía o la sociedad desde un punto de vista meramente literario e intelectual. Antes que todo eso, está su estética, sus decisiones de montaje, la escala de planos, la actuación; antes que toda intelectualidad, está la experiencia y la emoción, cómo se ajustan los engranajes de la narración para transmitir ideas de un modo único. Es por ese mismo motivo por el que las películas de Studio Ghibli suelen tener escasas lecturas sesudas, porque rara vez hablan de temas fácilmente intelectualizables (a veces incluso parecen no ir de nada), pero que el espectador se sienta confortado, alegre, esperanzado y risueño mientras ve Ponyo en el acantilado o Mi vecino Totoro es signo inequívoco de que el mensaje está llegando. El mensaje también está en esos planos tranquilos milimétricamente animados de niños jugando o comiendo ramen, que significan calma, hogar, serenidad; algo universal e importante, aunque sea difícilmente racionalizable.
Todos podemos escuchar música y que su mensaje nos alcance sin necesidad de tener un conocimiento musical concreto. No hace falta siquiera conocer al autor o a qué época o línea estilística pertenece. Ni siquiera hace falta que la canción tenga letra, o que, si la tiene, esté en un idioma que conozcamos. De igual manera, el mensaje de El Club de la Lucha también está en su suciedad fotográfica y escénica, en uno de los montajes más acelerados y picados de la historia del cine, en una música noventera que le da un barniz muy especial, en la estética de sus personajes. En el traveling que muestra cómo el piso del protagonista se convierte en un escaparate de Ikea. En el baile que se pega Brad Pitt cuando despistan a la policía. En las torres cayendo con el Where Is My Mind de The Pixies sonando de fondo. En cómo la película está estructurada sobre el papel, pero también en cómo está contada a través de la lente.
Nos sirve esta visión también, para dejar de clasificar la «cultura» en «alta» y «popular». Arte de listos y de tontos. Obras para gente cultivada y obras para paletos que desconocen lo que están viendo. Una clasificación estanca y arcaica que sólo sirve para satisfacer a quienes ponen «cinéfilo» en su biografía y andan diciendo a los demás lo que tienen que ver para ser tan listos como ellos. Las lecturas intelectuales nacen de la película, pero no son la película; no hay una única forma de abordarlas, especialmente porque las obras no son una cosa u otra, sino todo a la vez.
El Club de la Lucha causa desasosiego y desconcierto aunque no podamos acceder desde un primer momento a todas sus lecturas intelectuales, porque la propia gramática interna de la película está al servicio de provocar esas sensaciones. La película de Fincher sirve de excusa para recordar que el mensaje está también en la experiencia, porque fondo y forma son una cosa indisoluble cuando se domina un lenguaje artístico.
Referencias
- Foto de portada: Fight Club by Seung Eun Kim on ArtStation.
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