I.

El narrador le odiaba tanto que lo encerró en sus propios pensamientos. Quién era, por qué era. Si acaso el ser fuera percibido por la conciencia, así era su sufrimiento. Ser sin saber qué. Golpeaba con sus palabras las paredes que componían su sala de discernir, su aislamiento.

Buscaba su nombre entre todas las palabras que podía recordar; pero qué debía recordar, qué. Un sonido junto a otro sonido, conformando un hilo sonoro usado para referirse a sí mismo. Una onda que atravesaría sus oídos y le haría volver en sí. Si pudiera recordar.

El narrador le había despojado de libertad, de tal manera que seguiría viviendo eternamente en el dictado que hablaba sobre él. Sobrevivido en contra de su voluntad, vagando en una prisión formada por mayúsculas, puntos y comas. Quería tomar los espacios para huir, pero entonces le acechaban los silencios. Escuetos. Firmes.

Creía tener experiencia en vivir escrito, pero si así era, cómo podía saberlo sin salir de este texto. Corría de un lado a otro cada vez más veloz y tratando de no ser cazado por la voz, pero era inútil el esfuerzo. No iba a encontrarse aunque recorriera cada rincón. Ni siquiera alcanzaría su final deseado, por más que extendiera su vacío.

Casi alcanzaba, sin embargo, a ver su voz, cuando paró a pensar los sonidos sin buscar el color, conformándose con el placer de sentir. Aun sin ser o incluso siendo, la cárcel terminaba allí donde empezaba a darse cuenta de que el encierro era por dentro.

El narrador odiaba tanto al lector que en ningún momento apareció. Le había dejado a solas consigo mismo. A solas con sus dudas, palabra a palabra adentrándose en su tormento.

II.

Cada mañana pasaba a la misma hora exactamente por debajo de aquel balcón. Se despertaba antes de que hubiera amanecido, desayunaba con la calma de saber que aún le alejaba mucho tiempo de la salida del sol. Tras una larga ducha, manteniendo su tranquilidad, se vestía con su traje gris, corbata granate y zapatos negros. Todo listo para ir al trabajo. Paso firme pero no apresurado. Movido por una eficaz rutina.

En aquel balcón vivía un ave. Éste era de un tamaño imponente, pues su sombra podría ocultar la de una persona. El ave veía a la gente pasar por debajo, asomando su alargado pico y sin cerrar sus cristalinos ojos. Su semblante se mostraba impertérrito ante todo aquello que aconteciera a su alrededor. Excepto por un instante, que se repetía con regularidad.

Cuando el hombre que pasaba todos los días por debajo exactamente a la misma hora, caminaba efectivamente por allí, el ave aleteaba. Movía con fuerza una, dos y hasta tres veces sus enormes alas. Al hacer aquello, no solamente el viento bramaba impotente ante la embestida inesperada, sino que la fuerza del aleteo desprendía siempre e infaliblemente una pluma. Caía justo delante de aquel hombre, pero éste pasaba de largo, sin percatarse. A la mañana siguiente, ya con el camino libre de nuevo, se repetía el proceso.

Un día, el hombre dejó de avanzar justo al caer la pluma ante él. Fue observado por los ojos del ave, cuando el hombre se agachó y recogió la pluma del suelo, mirándola con asombro. Entonces alzó la vista y vio a su antiguo propietario, allí arriba, con la mirada clavada en él. Ambas perspectivas se cruzaron durante un natural silencio. Acto seguido decidió guardarse la pluma en el bolsillo interior de su chaqueta gris.

Antes de que el hombre tuviera oportunidad de dar un paso para proseguir su marcha, el ave descendió en picado. Se abalanzó sobre él derribándole y dejándole prisionero entre sus garras y el suelo. El ave le miró fijamente al pecho, allí donde estaba guardada la pluma, y aproximó el pico lentamente, con calma.

Introdujo su boca en el pecho del hombre, que cada mañana pasaba por debajo de su guardia y nunca antes se había percatado de su presencia. Extrajo la pluma no sin atravesar por completo a la ya inerte criatura bajo sus patas. Agarró uno de los brazos con su pico y lo separó del cuerpo casi sin esfuerzo. Con esa pieza y la pluma en su poder, ascendió de nuevo a su balcón. Antes de que amaneciera.

III.

En la palabra que perseguía estaba la llave de la cordura. Grises coletazos de algún insuficiente recuerdo aviva la maltrecha llama de la esperanza. ¡Todo aquel que olvidaba estaba condenado al eterno encarcelamiento de la incertidumbre!

Te rogaba que le ayudaras a recordar; sollozaba en sus intentos y perdía la paciencia al dejarte cavilar. ¡Piensa! Decía; trae contigo las piezas que quedan de ti, ¡alguna ha de encajar!

Sin la palabra adecuada los horrores venideros son inciertos. Nadie puede volver atrás y atestiguar; no tras el proceso de demencia. La razón tiene los labios sellados, no puede tan siquiera respirar. Ah, ¡quién poseyera el antídoto frente a la pérdida del oleaje cuando es éste el que mueve nuestra barca en busca de nuestro destino! Rugía a viva voz el mar en calma, de dolor por no sentir sumergida en él alguna esperanza.

Por más que arañaba la memoria, si acaso unos vacíos restos se desprendían de ella. ¡La palabra! Había de estar en algún lugar, y aguardaba tu ayuda en un último rincón, encogido y extasiado. Si no podría salvarse, al menos podría compartir su maldición contigo.


Espada y Pluma te necesita

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