*Esto está lleno de spoilers de todo.

Juego de Tronos consta de 73 episodios distribuidos a lo largo de 8 temporadas, a cargo de más de una decena de directores y otros tantos guionistas. Una serie que se extiende a lo largo de casi una década, basada en una saga literaria inconclusa estructurada a modo de novela-río, es decir, que narra en paralelo decenas de tramas interconectadas a un nivel superior. Con este caldo de cultivo es inevitable la irregularidad; irregularidad en la escritura, irregularidad en las formas, irregularidad en el interés por parte del espectador. Pero no hubo polémica entre estos hasta el final; el final final, pero también levantaron ampollas sus dos o tres últimas temporadas, a menudo consideradas de forma incontestable como las peores de toda la serie. Ahora que han pasado tres años y las heridas parecen sanadas, con La Casa del Dragón triunfando tanto como su predecesora, es hora de poner en contexto esta recta final de Juego de Tronos.

La relevancia de la Canción de Hielo y Fuego en la historia de Poniente

En primer lugar, cabría resaltar la importancia que tiene el conflicto que vemos en la serie (y en la inconclusa saga de novelas) en la historia de Poniente. Los humanos estuvieron ausentes en este continente hasta hacía unos 10.000 años, hasta la conocida como Era del Amanecer, en la que se hicieron un hueco (de manera forzosa, cabe decir) entre gigantes, hijos del bosque, huargos y otras bestias mitológicas. A ello le sucedieron numerosas épocas de invasiones y guerras, en las que cientos de reinos, regiones y señoríos estaban gobernados por sendos linajes que aparecían y desaparecían. Rara vez Poniente estaba en calma; las fronteras políticas se dibujaban y desdibujan con sangre y cuervos.

«Quizá no sea conveniente valorar el final con blancos o negros, sino con esos tonos intermedios, contradicciones y aristas que caracterizan la propia idiosincrasia de la historia de Poniente.»

Con el paso de los milenios, los reinos dejaron de ser cientos para ser poco más de una decena, pero con sus fronteras constantemente en disputa. Esto fue así hasta la llegada de los Targaryen, una casa valyria de rancio abolengo que se decidió a conquistar Poniente. Tres jinetes de dragón, hermanos y cónyuges entre sí, conquistaron Poniente en una serie de guerras e intrigas que terminaron por la rápida unificación de Poniente en siete grandes regiones (Dorne era un principado especial que daría lugar a incesantes guerras en siglos posteriores). Tras ello, numerosos reyes Targaryen crearon caminos, unificaron las leyes de los reinos, ordenaron la economía y el comercio, apoyaron ciertos linajes en detrimento de otros, construyeron fortificaciones… Los Targaryen construyeron los Siete Reinos tal y como conocemos, pero no con pocas guerras internas, conflictos sucesorios y gobernantes ineptos. En cualquier caso, los Targaryen gobernaron Poniente durante más de 280 largos años, hasta llegar a los sucesos previos a la serie, cuando tiene lugar la rebelión de Robert Baratheon, que destrona al Aerys Targaryen y acaba con el reinado de esta casa.

Tras unos años de gobierno del primer rey no-Targaryen, se inicia un conflicto múltiple entre numerosas legitimidades, que en la serie tiene su inicio en la captura y ejecución de Eddard Stark, el guardián del Norte. Es entonces cuando da comienzo la Guerra de los Cinco Reyes, donde unos buscan una sucesión basándose en la bastardía de Joffrey Baratheon, otros la secesión de los Siete Reinos, y otros la reconquista y restauración del linaje de los Targaryen. Mientras tanto, un agente externo, los Caminantes Blancos, amenazan el muro y Poniente con otra Larga Noche.

No cabe aquí resumir todos los acontecimientos de la serie, así que vayamos directamente al final: no sólo en la serie se acaba con el reinado de los Targaryen y los Baratheon, sino que se sustituye el derecho al trono por sucesión directa padre-hijo por un sistema de elección señorial. Una suerte de aristocracia imperfecta, pero un paso adelante respecto al anterior sistema, que no ocasionaba más que guerras y crisis sistémicas, además de basarse en una profunda injusticia. En el pasado ya hubo numerosas guerras dentro de los Targaryen por el derecho al trono, entre hermanastros, tíos, sobrinos y primos, como ocurrió en la Danza de dragones, que precisamente narra La Casa del Dragón. Por otra parte, el muro cae, pero también lo hacen los Caminantes Blancos, desapareciendo así la amenaza externa que servía como elemento unificador último para Poniente: los Otros, ese agente externo que servía en última instancia para unir los Siete Reinos (o casi) en pos de una causa común. Finaliza la Canción de Hielo y Fuego, la profecía que Aegon el Conquistador vio al llegar a Poniente, y que debía de reunir a todo el continente en contra de la oscuridad. Caen también grandes casas, como los Tyrell o los Lannister, linajes que habían sido fundamentales en los últimos siglos. Por supuesto, también se extingue el linaje de los Targaryen (al menos, de manera oficial) con la derrota de Daenerys y sus dragones. El Norte consigue su independencia total, e incluso será una Reina en el Norte quien lo gobierne. Con todo ello, Juego de Tronos no es únicamente un capítulo más en la Historia de Poniente, sino que se advierte un punto de inflexión claro para el continente y sus sociedades, que tras la destrucción de sus tierras y señores vivirán bajo un nuevo sistema, probablemente con gobernantes con otras ideas, y otras ideas gobernando. Juego de Tronos representa la transición hacia la modernidad y supone el final de una profecía centenaria.

La guerra es la continuación de la política por otros medios

Juego de Tronos es guerra y también es política; o es política en la guerra, o guerra en la política. El debate sobre qué es la guerra y qué es la política está mejor expuesto en otros lugares (Iglesias, 2014), pero sí que parece relevante mencionar cómo las manifestaciones del poder en la serie de HBO van tornando su forma según lo hace la situación política. Desde el comienzo de la serie, el soft power (poder blando) es usado por muchos personajes con tal de encaminar sus intereses a buen puerto. Meñique, Varys, Cersei, Tyrion… Todos utilizan sus herramientas dialécticas y los sutiles movimientos en el tablero político para alcanzar sus moralmente muy diversos objetivos. El soft power, la guerra de posiciones, engloba la elaboración de un relato unificador para sus intereses, la configuración de una legitimidad y el acercamiento por medio de la razón a la consecución de unos objetivos. No obstante, el poder blando per se parece perder cierta importancia en los momentos climáticos de la serie:las batallas. Es ahí donde el hard power (el poder militar y la fuerza) cobra mayor importancia; se prefieren los dragones a las cualidades dialécticas. El poder es poder. Los barcos, la tecnología y los números ganan las batallas, no las ideas. Las batallas configuran no sólo unas nuevas posiciones en el tablero sino un nuevo tablero, tras la caída y el alzamiento de actores.

No obstante, “las semillas de la guerra se siembran en tiempos de paz”: el soft power es, hasta cierto punto, indisoluble del hard power, en tanto que uno configura y determina la importancia o necesidad del otro en un momento dado. La guerra de manera aislada carece de sentido, sino que funciona como clímax a unas intrigas y tensiones previas y supone la resolución forzosa de los conflictos entre diversas legitimidades. La guerra parte de un orden previo y predispone otro orden nuevo. Estas dinámicas son fehacientes y explícitas en Juego de Tronos, que a nivel dramático funciona alternando muchos episodios de desarrollo de personajes, movimientos de tablero y evolución de ideas y relatos con episodios concretos donde todo aquello culmina inevitablemente en batallas y asesinatos.

Así, los coletazos finales de la serie no son más que las conclusiones lógicas a todo lo anterior. En las últimas temporadas, más cortas y más intensas en términos dramáticos, el soft power tiende a diluirse para dar paso a las pasiones y las batallas. Los conflictos policéfalos y dispersos geográfica y narrativamente parecen confluir en uno sólo: la batalla contra el rey de la Noche, en primer lugar; y la batalla entre el bando de la Corona (los Lannister) y el bando del hielo y el fuego, que busca ora venganza, ora instaurar un nuevo orden en Poniente.

Juego de Tronos siempre ha sido una historia gris, no sólo cubierta de aristas sino formada por ellas, de igual manera que el trono de hierro está formado por espadas punzantes e incómodas verdades. Es un viaje en el que todo sucede a fuego lento y hay espacio para plantear los conflictos políticos y morales y descubrir las ambiciones e infortunios de cada uno de los personajes. En las últimas temporadas todo se vuelve más desagradable y desesperanzado. No hay ningún motivo para la alegría; ya no hay bodas, ni banquetes, ni torneos; no hay ni siquiera celebraciones tras las victorias; no hay más que Poniente enfrentándose a su propia muerte. Se pierden matices porque el negro gana más fuerza que nunca. Incluso la fotografía se vuelve más densa, los escenarios más oscuros y los ropajes más sobrios y apagados.

Eso es bueno y es malo, y que cada cuál estime cuán grande es cada cosa. Es cierto que se pierde parte de lo que consideramos la identidad de la serie, pero también, dentro de una acuciante irregularidad y un caos mayor, la serie sigue revelando nuevos golpes de genialidad.

Tramas cercenadas y guion acelerado

¿Es bueno el final de Juego de Tronos? Antes cabría reflexionar es si es tan importante detenerse tanto en esa pregunta. Es común que los espectadores nos posicionemos a favor o en contra de las series en función de las decisiones dramáticas que toman los personajes, como si fuésemos parte de la historia y no unos meros consumidores de ella. Nos cuesta, como terceros, separarnos de la obra lo suficiente. Pero, más allá de que se nos muera un personaje que consideramos nuestro o que no estemos de acuerdo con quién gane por nuestras preferencias personales, lo importante de los hechos que ocurren está en el subtexto, en el significado subterráneo de lo que ocurre, más de que en los hechos en sí.

El problema no es si lo que ocurre en el final de Juego de Tronos tiene sentido o no; el problema es que el camino hasta llegar a eso peca de cierta celeridad y falta de estructuración. El planteamiento del guion se vuelve mucho más caótico, a veces por el elevado número de tramas que tiene que manejar, y muchas veces las cosas simplemente parecen ocurrir, sin reflexión antes y después. Así, en medio del caso, es fácil argumentar tanto que el final de la serie es lógico y como todo lo contrario. Quizá rematar una trama de tanto recorrido y envergadura a gusto de toda lógica sea imposible. Mirándolo desde cierta perspectiva, el final tiene sentido. Daenerys, la reina prometida durante ocho temporadas, la supuesta legítima heredera al trono, una heroína de manera casi unánime, se vuelve loca, se dice. La realidad es que no es exactamente así. Daenerys es una mujer de fuerte temperamento, acostumbrada a ser una suerte de Mesías que traerá un nuevo orden, con una seguridad en sí misma que excede cualquier comparación. Alguien acostumbrada a reinar sobre los suyos y no ser cuestionada. Una reina cuya fuerza venía de su imagen sentada en el Trono de Hierro, gobernando para crear una sociedad más justa. Pero, por muy mejorada que fuese su idea de sociedad, no admitía otra que no fuese la suya. Arrinconada y cuestionada por los suyos, hasta su misma legitimidad es puesta en cuestión cuando Jon se revela como el hijo de Rhaegar Targaryen. Para colmo, las acciones de Cersei, asesinando a Missandei a sangre fría, despiertan el gen de Maegor El Cruel, el Targaryen que reinó sin entender otro diálogo que el del fuego y el acero. Daenerys prefiere anteponer su sistema al debate horizontal de ese mismo sistema, aunque hubiera que llevarse por delante toda una ciudad. Prefiere destruir el mundo y levantar otro nuevo que cambiar el que ya había, que era uno que la cuestionaba. Las acciones de Daenerys son la respuesta vehemente, desangelada y sin escrúpulos de una mujer desesperada y triste, que ve caer absolutamente todo lo que la sostenía. Es posible que el desarrollo de todo este proceso sea algo precipitado, como en general todo lo que ocurre en las dos o tres últimas temporadas de la serie, pero es sin duda más significativo y profundo que el “Daenerys se ha vuelto loca”. La decisión de Jon, a su vez, es también lógica. Jon representa la rectitud moral a lo largo de la serie, un rostro humano con el que empatizar, lo más cercano a un héroe en el sentido clásico. Alguien que se sacrifica por los demás pese a su propio perjuicio. Jon sacrifica su amor y cualquier posibilidad de gobernar. Dadas las circunstancias, no podría haber hecho otra cosa. El héroe no elige porque la moral de todos ya ha elegido por él.

Sí que es cierto que muchas tramas acaban sin darle importancia suficiente, con prisas y sin gracia. Meñique, uno de los personajes más interesantes, queda relegado a un segundo plano y muere sin apenas mención posterior. Daario Naharis, comandante de Daenerys, simplemente queda en la Bahía de los Esclavos al final de la sexta temporada y nunca más volvemos a saber de él. Ellaria Arena y una de sus hijas son encerradas en las mazmorras, donde mueren, y entonces acaba oficialmente la trama de Dorne. Quizá la resolución al conflicto contra El Rey de la Noche requiriese de más épica o peso. El problema no es que esas decisiones tengan o no cabida dramática o lógica, sino que la elaboración y consecución de esas tramas no está a la altura de lo que la propia serie había hecho esperar en temporadas previas.

Unas formas más maduras

Pese al baile de directores y guionistas y la irregularidad que comentábamos al principio, las temporadas finales de Juego de Tronos quizá alberguen algunos de los mejores episodios en términos cinematográficos de toda la serie. De hecho, en diversas votaciones de los fans se puede ver cómo diversos top 10 de los fans (https://www.fotogramas.es/series-tv-noticias/a26982097/10-mejores-capitulos-juego-de-tronos/) los episodios que más abundan son los de las tres últimas temporadas, pese a que en términos globales el consenso general es que es el peor tramo.

Los posibles problemas que apuntábamos antes tenían que ver con el guion; principalmente, con la planificación de ese guion. No obstante, quizá una mejor elección de los directores, o una decisión consciente de dotar de mayor relevancia al apartado audiovisual, hace que tengamos algunos capítulos sensacionales, capaces de crear imágenes con verdadera fuerza, en los que hay insertas algunos de los temas más icónicos y complejos de la banda sonora, y donde por momentos el apartado fotográfico parece tomar verdadera relevancia y riqueza plástica. Juego de Tronos nunca ha destacado por su excelente puesta en escena y su excelsa caligrafía cinematográfica, más allá de momentos y capítulos concretos, por lo que veo en la serie, una clara tendencia positiva en lo formal en las últimas temporadas, hasta llegar a su sucesora, La Casa del Dragón, que parece destacar por recoger el testigo y ser formalmente mucho más madura, parsimoniosa y rica en términos visuales.

Dentro de las decenas de episodios de las temporadas finales es fácil destacar las grandes virtudes de unos cuántos. La Batalla de los Bastardos (6×09), dirigida por Miguel Sapochnik, es una de las mejores narraciones de una batalla que se han podido ver recientemente. Una puesta en escena que es capaz de transmitir el miedo, la ansiedad y el pánico de la batalla a la vez que logra crear imágenes que vuelan por sí solas. Es un capítulo gris plomizo, el tapiz donde mejor destaca el rojo, lleno de silencios y gritos, colmado por el miedo a la muerte y también por la tranquilidad que le da a uno el saber que va a morir. El capítulo que le sigue, Vientos de Invierno (6×10), es igualmente un capítulo sensacional. Lejos del Norte, en Desembarco del Rey, este capítulo sirve como punto final a algunas de las tramas más relevantes de la serie, incluyendo el conflicto con los Tyrell y la iglesia. Mientras únicamente escuchamos La luz de los siete (Light of the Seven), vemos cómo el septo de Baelor se llena de todos los protagonistas. Uno a uno, con paso calmo, a lo largo de los minutos; una antesala a algo mayor. El capítulo es ver una mecha consumirse hasta el estallido final. La música y las imágenes, no los diálogos, son los protagonistas, los que traen el aire enrarecido y nos avisan de que se está urdiendo la venganza de alguien sin piedad. La larga noche (8×03), pese a las numerosas críticas por su exceso de “oscuridad”, es precisamente esto lo que destacaría de él: su valiente planteamiento estético, donde la oscuridad y el fuego, como contrario, son los protagonistas. Es una batalla del fuego y la luz frente al hielo y la noche. Sombras de vivos contra sombras de muertos. En el siguiente capítulo, Los últimos Stark (8×04), destacan las escenas de celebración, que suponen un contraste enorme respecto a todo lo anterior: por primera vez en mucho tiempo los personajes beben, ríen y se despreocupan por unas horas. Por poco tiempo, pero una extraña alegría inunda la pantalla; la alegría del que evade a la muerte por unas horas y se permite tomar una jarra de hidromiel antes de enfrentarse de nuevo a la muerte. Por último destacaría el penúltimo capítulo, Las campanas (8×05), uno de los más trabajados estéticamente de toda la serie. Fuego y polvo. Y fuego y cenizas. Y fuego y sangre. Desembarco del Rey va cayendo pedazo a pedazo, la piedra se derrite por el fuegodragón y los rostros se acongojan. Miles mueren de un plumazo, como mueren las últimas esperanzas de que algo salga bien. Es un capítulo incómodo, que uno casi preferiría no ver, porque destruye tus creencias. Si La Batalla de los Bastardos representaba bien el conflicto bélico, aquí se representa la caída de una ciudad y sus gentes, y con ellos, la destrucción de las ideas de los personajes y los espectadores.

Corolario de un viaje

Lo que queda tras ver Juego de Tronos es la sensación de viaje, uno fatigoso, pero enriquecedor. Y creo que es así hasta el final. No toda la serie está igual de bien, efectivamente; y hay problemas evidentes en las últimas temporadas debidos a la falta de planificación y la necesidad de rematar pronto una historia más grande que la vida. Pero sigue habiendo en estas últimas temporadas muchas verdades rescatables, golpes contundentes y capítulos sensacionales. Quizá no sea conveniente valorar el final con blancos o negros, sino con esos tonos intermedios, contradicciones y aristas que caracterizan la propia idiosincrasia de la historia de Poniente.


Bibliografía

Iglesias, P. (coord.). 2014. Ganar o morir: lecciones políticas de Juego de Tronos. AKAL, España.


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