The Last of Us nunca fue la historia del Cordyceps. El núcleo de la experiencia era ver cómo afloraban las relaciones humanas tras la quiebra del sistema y la ruptura del contrato social. The Last of Us nos mostraba la violencia de sus vínculos interpersonales, de una hondura aún mayor que la violencia física, constante a lo largo de la obra. A su vez, nos mostraba la esperanza que se hacía hueco entre pérdida y pérdida, reflejada en el brote de gramínea que aparecía entre las grietas del cemento o la enredadera que rodeaba un coche abandonado, buscando la luz. Es precisamente en los contrastes donde The Last of Us encuentra su fuerza. En un contexto amargo, de colores parduzcos y soledades silentes, la margarita que logra nacer se convierte en símbolo de la esperanza.

Las flores de The Last of Us se encontraban en la inocente mirada de una jirafa asilvestrada, en la evasión de leer un cómic en momentos inoportunos o en cualquier comida caliente que uno pudiese disfrutar. The Last of Us nos enseñaba que, incluso en pleno declive, las relaciones humanas podían nacer y crecer robustas, aunque fuesen efímeras. En el apocalipsis, de colores plomizos y suelos de barro y ceniza, el color se hacía ver más que nunca. Las estaciones seguían sucediéndose y las nieves del invierno acababan derritiéndose al caer el sol de primavera.

En el videojuego, la trama de Frank y Bill se narró a través de referencias que formaban una historia poco definida. Sin embargo, se intuía su relevancia dramática. La serie justifica su propia existencia a través de su tercer capítulo, aquel que se desliga de una manera más decidida de la historia original para ofrecer no sólo cambios de guion, sino una profundidad mayor en los temas que ya se dibujaban en el videojuego: el sentido de la pérdida, la protección del ser querido, la entrega total por el otro, el cuidado mutuo; el amor en tiempos de desesperación.

Bill era una persona pragmática, un antiguo preparacionista receloso de los otros. Alguien cuya existencia adquirió verdadero sentido cuando todo lo demás cayó. En determinado momento, casi parece que ganó cuando el resto se fue y pudo quedarse a sus anchas en la ciudad. Así, preparó un perímetro con la seguridad propia de un maníaco muy hábil, cerciorándose de todas las maneras posibles de que absolutamente nadie entrase en su ciudad y, por tanto, en su vida.

Como todos, Frank llega por casualidad, como un pájaro vagabundo que se equivoca de ruta. Frank no sólo se interna en el perímetro de Bill, sino que se interna en él: le cambia, le hace apreciar aquello de lo que siempre había renegado, y se convierte paulatinamente en alguien que da su vida por el otro en lugar de por sí mismo. La confianza es una costumbre irracional, como lo es también la desconfianza. No hay verdaderos motivos para confiar: es un salto de fe. Pero tampoco hay verdaderos motivos para desconfiar. Es una elección que marca tu camino en el mundo. Bill se desvía de su senda habitual para darlo todo por Frank, para hacer uno a partir de dos, para regar las flores de su jardín y cortar el césped a la vez que comprueba su perímetro. Frank y Bill son dos lascas del apocalipsis que funcionan mejor cuando confían el uno en el otro. Renunciando a su recelo, Bill gana para sí. Prescindiendo de la pobre seguridad de la soledad, haciéndose más vulnerable que nunca, Bill ama a Frank a la vez que se ama a sí mismo.

Encima de las fresas no, la frase que Frank le dice Bill, resume la esencia del tercer capítulo: en la peor situación imaginable, donde reina la tiranía, la incomodidad y la amenaza, proteger lo bello se vuelve una obligación. La relación entre los dos personajes representa eso mismo: la esperanza y la belleza, un rara avis en un mundo en ruinas: el amor en tiempos de guerra. Un amor consciente, estoico y apasionado, sabedor de lo que hay fuera y de todo lo ganado o, lo que es lo mismo, de todo lo que hay que perder. Bill y Frank se encuentran el uno en el otro y nosotros tenemos la suerte de ver nacimiento, arraigo y senescencia de una relación que es una muestra fehaciente del verdadero sentido de la vida, aquel del que nos distraemos constantemente: el apreciar lo mundanamente humano, el dar de relevancia a todo aquello que tenemos o podríamos tener si saliésemos de nosotros mismos, si nos hiciésemos vulnerables y conscientes de que la vida sólo es una, y es con los demás. La relación de Joel y Ellie estará marcada por el mismo camino. Joel tendrá que aprender a renunciar a su pragmatismo y desapego para aprender a amar de nuevo, no sólo a Ellie, sino su propia vida.

Encima de las fresas no, porque las fresas son todo lo que somos y seremos.


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