Permanecer constantemente en alerta es una sensación rara porque implica estar esperando algo que no sabes qué es, pero que genera la intriga suficiente como para estar al tanto de cualquier sonido, ruido, reflejo o intuición que se asome incluso por el rabillo del ojo.

Yo antes recuerdo que jugaba mucho, y disfrutaba jugando. Antes es antes de los dieciséis. Digamos que no me consideraba una persona que jugara a los videojuegos porque no tenía, como el resto de mi compañeros, la gama completa de consolas de esa generación. Estaba contento con mi GameBoy Micro y mi DS prestada, mientras que otros disfrutaban de la Play 3, ordenadores u otras máquinas más potentes. Yo jugaba como mucho a Pokémon, a Kingdom Hearts y, sobre todo, a un maravilloso juego de Game Boy Advance que se llamaba Digimon Racing. Frente a los juegos de moda de aquel entonces (Far Cry, Call of Duty, Modern Warfare, etc.) estaba autoconvencido de que lo mío no eran los videojuegos. Disfrutaba mucho de los juegos de mesa, pero no solía estar en un círculo que los disfrutara, así que jugué poco. Leía y también, sobre todo, escribía mucho.

Lo que yo tenía antes de tener dieciséis era una valiosa concepción del tiempo: el tiempo era denso, largo, y la quietud no representaba un problema. Podía pasarme horas sentado escribiendo, o leyendo, o dibujando, sin caer en el aburrimiento de la nada. Jugando podía pasarme meses y hasta un año con un solo juego, pues los acababa todos, y como no sabía que en Internet había gente dando consejos, muchas veces dejaba el juego y regresaba, y volvía, y así sucesivamente hasta que me daba por ganar a ese jefe final tan mal diseñado porque no había tecnología suficiente en aquel entonces. Esto fue así hasta que en Bachillerato cambié de aires y con estos llegó League of Legends. No lo conocía y las personas que estaba conociendo quedaban allí cada tarde. Mi experiencia más cercana con los juegos de ordenador online en aquel momento había sido con un extinto juego llamado Dragons of Atlantis, al que había dedicado muchas horas. Como cualquier juego de gestión de recursos, estaba acostumbrado a que una acción tardase en completarse tranquilamente cinco horas hasta, por lo que mi expectativa con otros juegos de ordenador iba a ser similar.

Mi entrada en League of Legends fue paradigmática: ni lo busqué ni nada, sino que con un amigo quedamos dos tardes y me hizo un inmenso tutorial del juego con un didactismo propio de un docente. Primero me hizo jugar con Ashe y vi la dinámica del juego, y luego me dijo de jugar con Yi, y me sorprendí gratamente al ver que era mucho más fácil. En el colegio no paraban de hablar del juego cuando estábamos en el patio, así que preguntando más o menos de qué trataba, me explicaron las reglas del juego: atrapar el nexo enemigo llevando un campeón que tiene habilidades y tiempos de espera…

Ahí se me activó una reminiscencia anterior: Dragons of Atlantis. Allí había turnos de espera, sí: de dos, diez o incluso treinta y cinco horas. Una acción rápida, como podía ser atacar un puesto de avanzada cercano a tu ciudad podía llevar cinco minutos, y era un logro, así que asumí que los tiempos de espera en League of Legends serían similares: turnos, esperas, pensar, hacer otras cosas mientras esperas… Cuando alguien atacaba tu ciudad y perdías en DoA, tu recuperación tardaba días hasta volver a tener los recursos. Pero en el LoL resultó que no, que el tiempo de espera era de 1 segundo, y eso ya era mucho.

—Hay una bruja que lanza una cárcel y quedas atrapado en el sitio sin moverte, y dura muchísimo el stun
—¿Unos tres minutos? —recuerdo preguntarle
—No, por dios! Un segundo y medio, ¡es muchísimo!

Mi postura era bastante escéptica ante la posibilidad de que un segundo fuera muchísimo, pues, en todos los juegos que había jugado hasta el momento, siempre había tiempo suficiente como para pensar y actuar. Había, ciertamente, cálculos de tiempo, pero eran torpes e inconscientes, como el jefe final del mundo de Alicia en Kingdom Hearts 358/2. Lo vencí en dos meses y sabiendo cuándo golpear, pero no por una premeditación calculada matemáticamente, sino porque vi que hacía un circuito dentro del laberinto y no tenía problemas en quedarme en un punto y golpear 3 veces cada vez que pasara y, en solamente 30 minutos, vencerlo. Existían, efectivamente, tiempos rápidos de reacción, pero no era consciente de ellos.

Sin embargo, llegó el LoL y con ello la destrucción del tiempo. Resultaba ser que sí, que un segundo era muchísimo. Incluso, a veces, me cabreaba de una forma que no me había cabreado antes, como una especie de impotencia cuya culpa es de un otro. Si yo en Digimon Racing perdía la carrera, sabía que había sido yo, que había fallado la última curva, o maldecía al enemigo de turno que me había lanzado un ataque. No obstante, cuando empecé a jugar al LoL, me invadía una rabia e impotencia cruel porque aseguraba que la responsabilidad de que hubiese muerto no era en absoluto mía, sino de un otro. Yo ya no estaba jugando, estaba compitiendo desesperadamente por ganar.

No era una sensación que me gustara, pero empecé a jugar con los amigos de la nueva escuela y se hizo rutina. Yo no tenía un buen ordenador, así que tenía que ir a casa del amigo que me enseñó a jugar, y el LoL acabó siendo una excusa para quedar que asumía, sin embargo, el protagonismo de toda la tarde. Cuando llegó verano seguíamos jugando. Yo ya había llegado al nivel 30, como los demás, y usaba el ordenador familiar para jugar. Como no me dejaban jugar, instalaba el juego cuando se iban a trabajar cerca de las seis de la mañana y jugaba sin parar; cuando estaban a punto de llegar, sobre las cinco de la tarde, desinstalaba el juego. No era una dinámica sana, pero con la tontería acabé adicto al juego. Ya no jugaba con amigos, jugaba con otra gente, y a veces me pasaba semanas jugando con un solo personaje para mejorarlo al máximo y, sin ganas, seguir jugando.

El verano anterior a este me había presentado a un concurso literario de novela de Almería, y medio verano lo dediqué a escribir una novela con la que quedé muy contento. La otra mitad la gastaba en salir por el pueblo con tres amigos muy amigos, a escribir otras cosas, a quedar con otros amigos, a dibujar y a jugar a fútbol en el parque. El verano del LoL fue una agobiante época de estar continuamente pensando en una cosa: League of Legends. Ya no podía jugar a los juegos que jugaba antes porque me aburrían, y aborrecí los juegos de mesa porque les faltaba frenetismo.

Todo se agravó en el segundo curso de Bachillerato, pues la situación de amistad y de estudios empezó a decaer. Rompí la amistad con los amigos que me introdujeron en el LoL y, en vez de estudiar, me pasaba hasta la madrugada metido en el juego. Las salidas se redujeron, igual que el grupo de amigos. Aún jugaba con alguno de vez en cuando, pero tal vez de las diecisiete partidas que jugaba al día, únicamente dos las había jugado con amigos. Iba a la escuela, me distraía, llegaba a casa, jugaba, hacía ver que estudiaba, y me dormía. Entraba a las ocho a clase y aún estaba a las cinco de la madrugada en una clasificatoria de cincuenta minutos. Esa fue otra: no podía pararse el juego. Eran cincuenta minutos de atención constante a la pantalla, y cólera ante cualquier interrupción; solamente experimenté ese estrés de atención continua trabajando en caja, donde no podía distraerme durante las ocho horas de trabajo.

En fin, que todo fue en debacle. Todos seguíamos jugando al LoL, pero cada uno en su mundo. Las amistades acabaron rompiéndose, los estudios fracasando, pero ahí seguía el LoL, ¡diciéndote que un segundo era muchísimo tiempo! ¿Cómo iba a estudiar tres horas, si un segundo y medio era demasiado tiempo? ¿Para qué estudiar, si tenía más lagunas que otra cosa, y acababa por no entender nada? Ya no tenía paciencia en casi ningún aspecto de la vida cotidiana, no escribía porque me cansaba, y leer ni en sueños; ya no practicaba deportes porque los nuevos amigos sólo jugaban LoL y los viejos amigos quedaban más atrás de lo que hubiese querido cuando acabé la secundaria. Lo que sí que hice, y me salvó, fue dibujar. No obstante, también quedó hundido por circunstancias que no vienen a cuento. Por lo demás, todo se reducía al LoL. No era bueno jugando, llegué a oro una vez y porque tuve suerte; para colmo fue en una cuenta secundaria. Gasté un dinero que no está escrito, porque de cinco en cinco se hacen quinientos de un año para otro. Los estudios estaban a punto de ser abandonados, igual que las amistades. No había aprobado segundo de bachillerato y en septiembre no tenía ni ganas ni esperanza de empezar una carrera, cuando siempre había sido algo a lo que aspirar.

Y ahí es cuando entran dos profesoras en mi vida: Natalia Palomar y Elena Losada. Yo había escogido una carrera de literatura sin gramática, y había hecho el científico porque no me dejaron cambiar de rama el curso anterior (ya a mediados de primero de bachillerato sabía que no quería seguir ciencias). Todo el mundo había entrado en sus carreras como si fuera parte de una liturgia milenaria: muchos de los nuevos compañeros ya habían ido a la universidad en Julio, y les habían colmado de regalos de bienvenida, y se conocían, y hasta se habían hecho amigos y un grupo de WhatsApp. Ya conocían a los profesores y dónde tenían que ir. Yo no hice nada de eso. Fui a la Universidad a las 8 de la mañana de un día de septiembre, sin haberme matriculado, sin intención de hacerlo, sin conocer a nadie, sin saber qué clase tenía ni de qué era y perdido como si fuera un extraño que pasaba por ahí.

Me encontré con que una amiga de una antigua amiga de Bachillerato cursaba en la misma facultad, y nos unimos un poco en el caos. La primera clase era Literatura. Estaba bien, pues mirando unos paneles vi que solamente había dos asignaturas de literatura y el resto era lengua. Nos metimos en la clase a las ocho de la mañana, ochenta personas. La profesora se sorprendió porque solamente estaban matriculados sesenta. Algunos quedaban de pie, otros sentados… Yo estaba sentado porque había llegado antes por si acaso. La profesora era Natalia Palomar, del departamento de Griego, y empezó a pasar lista. Para sorpresa de nadie, mi nombre no estaba en la lista, y tuve que apuntarme en un papel. Resultaba ser que en primero de carrera los grupos se dividían de mejor a peor nota, es decir, que en el grupo 1 donde me había metido (me metí porque fue el primero que vi) era el que primero se llenaba porque las personas se matriculaban antes se inscribían allí, y una vez se llenaba el grupo 1 se empezaba a llenar el grupo 2. Cuestión, que si hubiese tenido ganas de hacer todos los pasos bien de cara a la carrera, hubiera acabado en el grupo 9 porque mi nota era un cinco raspado y regalado, pero como fui a la aventura, como si nada me valiera, y acabé en el grupo 1 junto a todas las florecillas estelares que habían tenido un maravilloso y bien hadado bachillerato de humanidades.

Durante la ESO leía mucho. O como matizaría Woolf, en los libros buscaba erudición, más que placer por la lectura. No leía libros porque me gustara el argumento o me reflejara en él, sino que leía literatura porque me gustaba saber las cosas que pasaban fuera de esa historia, la curiosidad de su naturaleza. Así pues, yo en realidad era poco lector, pero conocía las obras de Baudelaire, de Sábato, de Cortázar e incluso de Kafka o James Joyce. No había leído a la mayoría, pero sabía qué decir de cada uno de ellos para hacerme a la idea de cómo escribirían. Con esto, no tardé en destacar durante las clases porque mi personalidad de adolescente era cuestionablemente repelente. Hacía intervenciones superficialmente profundas que «atraían» la atención del profesor y sobre todo del alumnado. No era la primera vez que lo hacía, pero sí la primera vez donde me sirvió para adentrarme en el mundo universitario.

La primera primerísima clase de la carrera fue esa literatura a las ocho de la mañana con Natalia Palomar en el edificio nuevo, y hablamos de la Odisea y de Píndaro. Ella vivía la literatura, la aspiraba como aliento de vida, nos hizo bailar en el jardín de la Universidad como los antiguos Olímpicos. Me interesó ver que por fin podía seguir lo que se estaba diciendo, y que se hablaba, sobre todo, de algo que me parecía (después de mucho tiempo) interesante y fascinante. La segunda hora correspondía a una asignatura rara, Grans Obres de la Literatura Universal, de una tal Losada. La primera clase había durado una hora y media, y yo solamente había ido a ver cómo era la universidad porque iba sin matrículas ni nada, solamente por ir a ver qué tal y si compensaba o qué. La amiga de la amiga propuso ir a tomar algo y saltarnos esa hora, que eso de irse a la cafetería para saltarse clases es muy de universitarios, dijo, así que nos fuimos a la cafetería de la esquina y nos saltamos esa asignatura que ya solamente por el nombre aburría.

Van pasando los días y la asignatura de literatura me gustaba cada vez más, pues entendía cada vez más, y era capaz de crear un árbol de conocimientos entre lo que sabía y lo que me enseñaban, y quedé fascinado, después de mucho tiempo, con las clases. Había escuchado rumores de que en Grans Obres habían puesto trabajos para hacer en grupo, y que eso sería la nota. Yo estaba sin matricular, así que no tendría grupo, y me propuse ir. Había escuchado también que el profesor de la tarde era espectacular, lo mejor que podía haber en la facultad, un verdadero filósofo de la literatura, BB. No obstante, me contenté con asistir a esta clase de esta tal Losada.

La clase estaba mucho más llena que la de literatura, y ya no habían personas solo de dieciocho años recién salidas de Bachillerato, como en Literatura, sino que habían adultos e incluso personas mayores, una cien personas a oteo de memoria. La profesora tardó en llegar, y cuando apareció lo hizo solemnemente, con el pelo corto, unas gafas de cristal enorme y un bicho en la solapa del jersey. Mi primerísima y adolescente impresión fue pensar qué estaba pasando, pero callé el pensamiento en cuanto empezó a hablar. Solamente necesitó diez minutos para embaucarme, nunca había escuchado a nadie hablar tan bien, ni siquiera a mi antigua profesora de lengua y literatura de secundaria, que tan bien hablaba y se expresaba. Mi atención estuvo puesta dos horas en cada una de sus palabras. Intenté grabar, intenté apuntar todo cuanto dijo, y todo cuanto decía era como una efervescencia, como una vuelta a vivir.

No creo, a día de hoy, que esa sensación fuese general, sino que fue algo mío, un sentir nuevamente la esperanza de un futuro en algo nuevo, en volver a encontrar un sentido a la vida después de tanto tiempo. Nunca había leído tanto como en sus clases, cogía todas sus sugerencias, todas las películas, series o libros que citaba los leía en cuestión de días, miraba el horario para ver en qué otras clases daba la asignatura para poder ir. Únicamente esperaba el ansia de volver a sus clases y a las de Natalia, era como una necesidad de vida, una puerta para volver a aquello que la edad y el tiempo echaron a perder, para intentar reconectar de nuevo con mi yo anterior a bachillerato que no jugaba a League of Legends, y que tenía paciencia y ambición y pasatiempos y ganas de aprender.

Y el LoL quedó en un tercer plano. Los nuevos compañeros de la universidad también lo jugaban y yo también. Incluso, la unión con las amistades que me quedaban de bachillerato se acabó reduciendo únicamente a League of Legends, pero ya no sentía la necesidad de jugar y enfadarme con el mundo. Noté su daño, el daño de años jugando y trastornando los valores del tiempo, la ira y la paciencia. Pero había algo que me permitía salir de allí, la literatura. Solamente con Losada leí el Cándido, Werther, Madame Bobary, el Jugador, La Pasión según GH y el Proceso. Un libro cada semana durante los tres meses de clases, y además la poesía, toda, mucha, inmensa y desbordante, y palabras y conversaciones y lecturas y clubes donde nos reuníamos a escribir y leer. Era como un regreso al camino correcto, al del ser humano que siente y padece y escribe y vive y lee y disfruta.

Volví, como en un acto de redención, a jugar a Pokémon. Lo había dejado en la cuarta generación, y regresé con la séptima. No parece mucho, pero fue más de un lustro. Me metí en el mundo competitivo porque venía de la costumbre lolera y, como deseaba que sucediera, volví y regresé un poco a la calma dentro del videojuego. Notaba aún el ansia que el LoL había dejado en mí: ahora, a la mínima que había algo que no sabía hacer consultaba una guía, y ya no dejaba lugar a la curiosidad. Antes de empezar ya buscaba en internet a mi equipo de la historia y a medida que lo iba construyendo iba saltando la historia. En mi primer juego de Pokémon, la edición diamante, tenía las cajas llenas de Pokémon diferentes, cada uno tenía su nombre, e incluso medallas. En mis partidas a partir de la séptima generación a penas llenaba la primera caja. Todo tenía el lastre de la eficiencia matemática característica del LoL, si no sirve, no gastes el tiempo. Si quería un objeto lo buscaba en internet e iba directo, nada de ver qué tenía de antemano. Entre estas búsquedas encontré grupos de Facebook en los que regalaban Pokémon perfectos y empecé a meterme allí. Conseguí un powersave y empecé a producir pokémon competitivos a rolete.

Mantenía, pese a ese espasmo maníaco, una melancolía del tiempo anterior. Ya no me cabreaba tanto jugando, y cuando perdía en competitivo online sabía que era por mi culpa y debía mejorar a mi equipo. Dejé de jugar enfadado, como si jugara a algo que no me gustara, y empecé a disfrutar de nuevo los videojuegos. En aquel momento aún jugaba bastante a League of Legends, así que miré alguna alternativa y descubrí Paragon. Era un juego de calidad asombrosa, similar al League of Legends, pero más tranquilo y con una dinámica más amable entre los jugadores. Ya no existía un chat, pero sí comandos de habla que permitían decir frases predeterminadas como «cuidado, a tu derecha», «muchas gracias» o «vienen los enemigos por detrás». Disfruté mucho, salvo la etapa final del juego porque los propios desarrolladores (los de la actual Fortnite) lo habían abandonado y acabó lleno de bots y hackers. Era como jugar a League of Legends, pero sin la carga tóxica y emocional que tenía. Cuando se anunció el cierre de Paragon busqué alguno que se pareciera y encontré un juego en primera persona que había habilitado un modo de cámara en tercera persona: Paladins.

Sin esa cámara en tercera persona no habría jugado jamás al juego, y me habría perdido una etapa especial de mi crecimiento como jugador, pues fue mi contacto personal con los juegos de disparos en primera persona. Desde que iba al colegio, todos mis amigos jugaban a estos juegos y eran muy buenos porque se pasaban el día jugando. Por mi parte, solamente era bueno cuando de pequeños quedábamos en un recreativo que había a las afueras del pueblo para matar zombis con un mando-arma y un montón de monedas de un euro, pero cuando quedábamos para jugar en las casas acababa mirando cómo jugaba el resto porque no me entendía con los controles. Con Paladins fui poco a poco y a mi ritmo, y con la experiencia de League of Legends pude controlar ese período de adaptación. Estoy seguro que ahora, si jugara a algún Call of Duty sería mucho mejor que entonces, cuando no conocía Paladins.

En fin, gracias al salvavidas de la carrera fui dejando poco a poco el LoL. Los excompañeros de bachillerato seguían jugando y a veces alguno me pedía jugar, pero lo tocaba muy de vez en cuando. En las épocas de recaída sí que lo jugaba mucho, aunque tal vez no tanto como al principio, y era como volver a imbuirse de todo lo que estaba mal, pero esos ires y venires duraron poco tiempo.

¿Y ahora te preguntarás, por qué llevo 3000 palabras y no he mencionado en ningún momento nada de Digimon Survive? Pues porque soy un desastre.

El tiempo pasa muy deprisa, y en poco más de una pandemia acabé la carrera, hice un máster que también acabé y me sucedieron un sinfín de cosas malas que durante casi cuatro años forjaron en mí un carácter arisco, hosco y seco que arrastré hasta hace poco. 2020 lo vivía el día a día, a base de becas recibidas con retraso, y cada día tenía el peligro de ser el último día. Con esta tensión, se me generó un estado inconsciente de alerta, de estar pendiente y listo para lo imprevisto. Y esto, junto a League of Legends, afectó a cómo empecé a concebir los juegos y la vida.

Digimon Survive me ha gustado porque en el esfuerzo de reincidir en algo que no quiero he encontrado la felicidad de una historia que me reconforta.

Me cuesta muchísimo jugar a un juego con historia porque creo que no voy a tener la tranquilidad suficiente como para jugarlo, porque tal vez alguien me interrumpa y debo dejar la partida a medias, porque tal vez yo no tengo paciencia para coger esa historia y acabarla, porque tal vez me entra el ansia irrefrenable de querer avanzar de golpe y acabarlo todo. En cualquier caso, los juegos con historia no los suelo tocar después de la primera partida que juego por miedo a caer en estas preocupaciones. The World’s End Club me encantó, por ejemplo, pero no lo he vuelto a tocar después de jugar casi siete horas de primera partida.

Cuando llega Digimon Survive la verdad es que no estoy motivado ni pendiente de su estreno. No había pensado en comprarlo en ningún momento porque, como el LoL me enseñó: si no sirve, no gastes el tiempo. ¿Y cómo va a servir una historia sin efectos especiales alucinantes, lucecitas y absurdas horas de juego repetitivo que se resetean cada diez minutos para librarme de la responsabilidad de que si me llaman por teléfono, recibo un correo o me llaman al timbre puedo llegar a un tope sin tener que pausar el juego?

Me he esforzado mucho para jugar a Digimon, y lo he disfrutado un montón. Mi paciencia me jugó una mala pasada cuando el protagonista regresó al mundo real porque mi cabeza pensó un «otra vez no, ya sé lo que va a pasar«, ¿Y sabéis en qué otra vez fue esa en la que pasó lo mismo que en Survive? En Digimon Adventure, que tenía una parte donde regresaban al mundo real. Y al volverla a ver aquí fui consumido por la filosofía matemática del videojuego y pensé: «no sirve seguir jugando porque ya sé qué sucederá. No merece la pena.» Y dejé de jugar durante semanas.

Era diferente a como dejaba antes los juegos, que era por la dificultad que me frenaba. Aquí lo había dejado por su capacidad productiva de nuevas emociones, como si la única razón de jugar debiera ser activarme la dopamina constantemente. Y he tenido que esforzarme para regresar al juego, ahora consciente de que la responsabilidad del disfrute es mía y que el placer, como bien decía Pessoa, no está en el placer mismo, sino en la posibilidad de que este sea efímero. LoL daba impulsos continuamente, y mi conducta como jugador —y como persona— devino en juegos que mantuvieran esa premisa: tiempos cortos de partida para evitar la pausa y la interrupción, sin historia, que generaran la adicción suficiente como para no sentir el tiempo pasar, sin necesidad de empatizar, con estímulos rápidos y la constante necesidad de estar ocupado y en tensión. Y en todos los juegos que me brindan estas características sigo manteniendo la misma actitud airada que con el LoL, sea Dota o sea Pokemon Unite. Solamente con esos juegos sale una ira para mí desconocida, como un regreso a bachillerato, y al LoL, y a todo lo malo de esos momentos.

Digimon Survive me ha gustado porque en el esfuerzo de reincidir en algo que no quiero he encontrado la felicidad de una historia que me reconforta. Ha sido como ver Digimon Adventure por una segunda primera vez, pero en otra línea y tono, algo similar y diferente al mismo tiempo. Y he podido disfrutar. Y he disfrutado de aburrirme un poco, y he disfrutado leyendo esas líneas extra que no aportaban nada, y he disfrutado con ese combate pausado que me permitía levantarme e irme, sin tener que responsabilizarme de la victoria y la derrota de los demás. No he pensado en hacer reseñas, ni listas ni opiniones, pues a nadie le debería importar más opinión que la suya propia, pero mientras jugaba a Digimon Survive he pensado en hacer un diario Digimon, como un registro físico de mi experiencia, y me ha recordado a cuando antaño jugaba con el D-Tector, y dibujaba en un cuaderno a cada Digimon que salía en la pantalla, y describía sus ataques, y disfrutaba dibujando como si fuera un naturalista, un zoólogo del mundo digital, ajeno al paso del tiempo y a la fugacidad del mundo, como si el videojuego saliera de la pantalla y me imbuyera vida. Y esa sensación sanadora de pensar nuevamente en esto mientras juego, y no en ganar a toda costa, me ha hecho muy feliz.

He gozado del juego porque he disfrutado de mí mismo, porque ha sido la puerta a intentar reconectar con el niño interior que no era gamer ni jugaba videojuegos, ni hablaba de ellos como si fuera un erudito, sino que solamente pasaba horas y horas disfrutando de un mundo que parecía haber sido creado para él.


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