De noche, todos los gatos son pardos. De noche, en la jungla, todos los tigres parecen iguales. Pero cuando la voz de Mariah Carey resuena en la jungla, sólo un felino sabe lo que significa. Y Sasha lo sabía.

Los humanos tienen muchas formas de transportarse de un lugar a otro. Sasha tenía su propia forma de llegar de Birmania a Laponia en apenas una noche. Se sentó a mirar el cielo, ya habiendo parado el antiguo transistor que le servía para recibir comunicaciones de emergencia. En los ojos de la tigresa se reflejaban algunas estrellas con fuerza.

Sasha las miró con atención, estudiándolas. Unió los puntos brillantes, encontrando un camino rápido, seguro y brillante para llegar hasta su destino. Con algo que cualquier humano habría considerado un ronroneo, Sasha acabó de hilar estrellas, y alzo las patas delanteras. Con ellas, de la forma más natural e imposible, alcanzó uno de los puntos brillantes más bajos, apoyó en él su peso, y se impulsó hacia arriba, al siguiente.

Y fue saltando, de estrella en estrella, hasta llegar al final del sendero brillante.

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­—Sasha tú debes atacar… Tú harás… Sí —A Almudena le faltaban las palabras, lo que no era muy habitual, pero como Sasha estaba mirándola con muchísima atención y toda la pinta de que sabía mejor que ella lo que tenía que hacer, decidió dejarse llevar. Para disimular y recuperar el control de la situación, se volvió al resto de críos—. Vosotros, por otro lado, os quiero en este flanco. No os crucéis con Sasha, no me hago responsable de esas zarpas. Hablando de eso, necesito un voluntario para controlar a Sasha.

Nadie reaccionó, porque todos los allí presentes miraban a la tigresa, que parecía sonreír con los ojos verdes. Y con los colmillos, que brillaban a la luz de la chimenea.

—El voluntario debe ir sobre Sasha —puntualizó Almudena, intentando animar.

Una niña pequeña de melena cobriza, Rebeca, levantó la mano, sonriendo con sus dos dientecillos, como la vampira que no era.

—¡Me guzta mucho gatito! —anunció, triunfal.

—Pues una cosa menos —respondió Almudena, dando por zanjada la cuestión ante la horrorizada mirada de Marcela.

—Quizá Sasha sea un poco demasiado, Almudena… —empezó la semielfa.

Krampus la miró fijamente con un destello de locura en los ojos, que cada vez pasaban más tiempo siendo escalofriantemente lechosos. Por si aquello no fuera poco, sonrió, y sus tres compañeros se dieron cuenta de que se le estaban afilando los dientes.

—A tomar por culo la convención de Laponia —sentenció, en voz alta.

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—¿Dónde hemos dejado los cañones?

—¿Qué cañones, Almudena?

—¡Krampus para ti, miserable opositor!

—¡Opositor a mí! ¡Que estoy en la bolsa, mocosa!

—Bueno, lo que tú quieras. Los cañones esos gordos que disparan purpurina. Es que desde que me ayudáis me lo escondéis todo.

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Lamentablemente, los juguetes también estaban emocionados con la idea de masacrar humanos. Por suerte, eso sólo se podía aplicar a los niños y, de forma accidental, a Jenifer, así que los adultos estaban relativamente a salvo. Si es que tal cosa era posible.

Los demás niños fueron repartidos en grupitos de tres, intentando mezclar a los más mayores con el resto. Marcela había insistido en no separarlos por edad más de lo necesario, jugaría en su contra. De manera que a los que tenían mejor puntería se les dieron las pistolas de proyectiles de espuma de más largo alcance. A los que tenían más cara de saber cómo se desmiembra a una Barbie les dieron pistolas de globos de agua. A todos les pusieron chalecos con bolsillos, llenos de canicas. Almudena les dijo que, si se asustaban, lo mejor que podían hacer era disparar canicas. No añadió más, los niños se miraron confusos, guardaron las canicas y nadie hizo preguntas.

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krampus

La idea del Krampus de asaltar a los juguetes mientras se acercaban a ellos estuvo bastante acertada. El terreno escarpado hacía que los cachorros humanos jugasen en casa, y se lo ponía difícil al bando enemigo. No resulta sencillo atacar cuando se acerca a ti un ejército de niños gritones, que corren y saltan cuesta abajo, tirándote bloques de madera, piedras y lo que se tercie. Sin embargo, una vez perdido el efecto sorpresa, ya pasado el estupor inicial, los juguetes recuperaron fuelle. Los tanques teledirigidos avanzaban sin problemas, revolucionando sus motorcillos y rugiendo. No disparaban nada, claro, pero pisoteaban pies sin remordimientos, atropellaban e intentaban derribar a quien pillasen. Los reclutas más pequeños se dedicaron a machacarlos con piedras, pero cuando uno de aquellos cabroncetes pintados de verde le dio un golpe en la espinilla con el cañón, Toni decidió cogerlo y usarlo como proyectil contra un oso de peluche tuerto especialmente amenazador. El tanque movía en el aire las orugas, intentando hacer algo (avanzar, retroceder, echar a volar), pero cuando impactó con la cara del oso lo único que hizo fue rasgarle la tela del morro y hacerle perder el equilibrio.

Jenifer no perdió detalle. A su lado, Almudena intentaba retener a Sasha, que se revolvía.

—¡Estate quieta, venga! ¡Dame unos segundos!

Marcela consiguió acabar de asegurar las correas del arnés que habían hecho para sujetar a Rebeca al lomo de Sasha. Le había llevado mucho más rato del que nadie esperaba porque, pese a sus dedos hábiles, tanto la niña como la tigresa se resistían a ser atadas, pero de ninguna manera iban a soltarlas sin asegurarse de que sólo una de ellas volaría.

—¡Lo tengo!

Almudena soltó a Sasha, que se sacudió como si acabara de salir de un baño de agua fría, haciendo que la niña se moviese como una muñeca, pero sin caer. Por toda respuesta, la niña se echó a reír como una maníaca. Medio segundo después, Sasha echó a correr tras el equipo humano.

Había pocas cosas sorprendentes en la vida de Jenifer. Estaba ya acostumbrada a que su novio insistiera en guardar una bolsa de sangre en la nevera y se adulterase con ella el café, que no podía tomar de ninguna otra manera. También se había acostumbrado a verle hacerse calimochos con sangre en lugar de vino, a su insistencia en confraternizar con una licántropa e incluso a ver a la licántropa hacer bizcochos de chocolate. Sabía que había una agente Harker que era un hada, y tenía asumido que su vida como cazavampiros en la ciudad condal no era muy normal. La mayor sorpresa de los últimos años había sido descubrir que tenía que figurar en el epígrafe de artistas y toreros. Pero ahora podía ver con sus propios ojos cómo actuaba Sasha, la tigresa de la Navidad.

Sasha corría como corren los tigres: con saltos largos y elásticos, con elegancia y agresividad, siendo un borrón naranja y negro. A diferencia de la mayoría de los tigres, que quizá gruñen o rugen mientras lo hacen porque les da igual que sus víctimas puedan huir, Sasha avanzaba en silencio. Rebeca a su lomo gritaba por ella, como una alarma avisando de un desastre nuclear.

Desde atrás Jenifer no podía verlo, pero la tigresa tenía las pupilas dilatadas, como cualquier otro felino en mitad de un juego especialmente divertido. Avanzaba dando zarpazos a diestro y siniestro, sin que eso la hiciera perder ni un poco de la velocidad que llevaba. Sasha solo era una, pero por donde pasaba no volvían a alzarse juguetes. Y cuando llegó a enfrentarse al enorme y viejo león de peluche, ni siquiera dudó. Se lanzó sobre él, con las fauces abiertas y las garras, de un magenta ciertamente bonito, le arrancaron una de las patas traseras.

El león, sin embargo, no había llegado a viejo por nada. Se defendió usando su propia cabeza como ariete, aprovechando sus ojos de plástico duro para golpear a Sasha. Como ella lo esquivó, cambió de táctica, y lanzó un zarpazo, que impactó de lleno a Rebeca, haciendo que la niña dejase de gritar de euforia. Sasha retrocedió, atenta a su espalda. La niña callada hizo un mohín y empezó a llorar flojito, como si no quisiera que el león se enterase, enterrando la cara en el lomo de su nueva amiga. La tigresa miró de nuevo al león, fijamente. Y el enorme y viejo peluche supo que lo que para su contrincante antes era un divertimento ahora había pasado a ser algo terriblemente personal.

Sasha hizo que el león pagara su error pasándole la factura a base de uñas y dientes, convirtiendo la zona en un cráter lleno de pelusilla blanca. Rebeca festejó la muerte del enemigo alzando los bracitos y aullando de nuevo.

—¡! ¡Menoz juguetez!

Su amiga sacudió el lomo para quitarse las pelusas que se le habían pegado y volvió a saltar, en busca de más juguetes malvados.

Marcela se retorcía las manos, viendo la batalla.

—¿No deberíamos bajar a ayudarles? Siento que los estamos poniendo en peligro sin hacer nada.

—Yo también necesito hacer algo —asintió Jenifer.

Toni las miró muy serio. Tenía las manos y parte de la cara cubiertas en purpurina multicolor porque una de las bombas le había explotado mientras la cargaba en el cañón.

—Sois conscientes de que Almudena ha bajado hace rato, ¿verdad? Os lleva quince bajas de ventaja.

Las dos mujeres se miraron con una sonrisa, y se lanzaron a la carrera por el terraplén.

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En una cabaña, muy lejos de allí, sonó un teléfono. Una anciana regordeta, con las gafas en la punta de la nariz, alzó el auricular, lo sujetó entre la mandíbula y el hombro, y siguió haciendo calceta.

—¿Diga?

—Está habiendo otra batalla campal. Sasha ha tenido que intervenir. Se nos va de las manos. Esto empieza a parecer menos un altercado puntual y más una revolución. O un sabotaje —dijo una voz femenina preocupada al otro lado de la línea.

—Estoy de acuerdo contigo, querida. Pero ya has oído lo que ha dicho Nicolás. No podemos lanzar acusaciones sin pruebas irrefutables.

—Yo no he acusado a nadie —se defendió la voz.

—Lo sé, Mabbie. Pero también sé lo demás. Y déjame decirte, por los años que hace que nos conocemos, que hiciste muy bien en no casarte.


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