H.G. Wells describía en La Máquina del Tiempo un futuro distópico en el que El Viajero del Tiempo se encontraba con dos tipos de individuos: Los Eloi, unos seres pequeños, gráciles y completamente inofensivos que parecían vivir en armonía con la naturaleza; y los Morlocks, que son descritos como seres feos y hostiles, relegados al ámbito subterráneo, donde realizan unas actividades un tanto turbias. Al Viajero del Tiempo le llama primariamente la atención cómo el mundo, en el año ochocientos mil y pico, había acabado con esa disposición de especies. La teoría que lanza es que los Eloi habían perdido cualquier tipo de defensa frente a una amenaza externa porque, sencillamente, no las necesitaban. Una vida cómoda, alejada de los peligros de la competencia con otras especies, de la depredación y el ser depredado, de la inestabilidad de los ecosistemas y de otros tantos peligros que los darwinistas llamarían en su conjunto la “presión de selección”. En este caso, la presión de selección es mínima o empuja hacia la configuración de una especie totalmente conformista, que no compite con otras ni entre ella misma. El Viajero del Tiempo está, en sus propias palabras, asistiendo al “fin de la humanidad”; aquello que encontró no era más que un retazo del Homo sapiens que conocía, un hombre que tras la revolución industrial y el asentamiento del capitalismo encontraba cada vez más formas de competir con otros hombres y otras especies, domeñándolas y moldeándolas de formas cada vez más eficientes. ¿Hasta qué punto es conveniente ampliar la zona de confort de los humanos si eso supone que seamos menos capaces física y mentalmente?

En un punto parecido nos encontramos en The Red Strings Club. En este caso el Homo sapiens sigue existiendo, pero la modificación de su biología por implantes tecnológicos está más que asentada. Los implantes permiten, por ejemplo, inhibir la depresión, que según la OMS afecta en mayor o menor grado a más de 300 millones de personas en el mundo actualmente. Podemos, si somos el CEO de una compañía, ponernos un implante que nos permita ser más persuasivos con nuestros accionistas. O podemos ponernos un implante si lo que queremos es tener más followers en las redes sociales. De alguna manera, los implantes nos permiten mejorar nuestra biología de manera eficiente y casi instantánea. Aquí surge, por tanto, la primera pregunta: ¿Deberíamos llevar implantes? ¿Esta ensoñación que lleva flotando en las obras de ciencia ficción tanto tiempo no traería más problemas que bien puede hacer? Ni yo pretendo dar una respuesta categórica, ni el propio juego lo pretende.
The Red Strings Club nos introduce, además, dos conceptos (que describiré someramente sin entrar demasiado en detalles): el Bienestar Psíquico Social y el Algoritmo de la Neurona Espejo. El primero es una especie de software que aprovechará la infraestructura de implantes instalados para modificar, limitar y atemperar los sentimientos extremos en todos sus usuarios: depresión, tentativas de suicidio y asesinato, odio, ansiedad, etc. El segundo es un modelo relacionado que permitirá influir en los demás por mensajes implícitos en el lenguaje y, de alguna manera, equilibrar el sistema.
El debate mayor del juego pivota en torno al Bienestar Psíquico Social. ¿Es ético “acabar con la humanidad” de la gente en pos de conseguir una vida más placentera? ¿Alcanzaríamos así la felicidad? ¿Debemos los humanos sentir depresión, asesinar a otros humanos o ser machistas como contrapunto a nuestras emociones positivas o constructivas? Es una pregunta difícil de responder. La humanidad se ha configurado de una manera especialmente extraña en el mundo animal, y las interacciones tras la cuarta revolución industrial (la llamada Industria 4.0 o Ciberindustria del Futuro, donde la Humanidad está totalmente ligada a internet y la tecnología punta) son cada vez más en número, pero también cada vez más laxas, insustanciales y difíciles de definir.

En cierto modo, el cauce de la evolución humana ya ha sido modificado por la tecnología. No sólo la tecnología más evidente (coches, teléfonos móviles, internet, etc.) sino la tecnología y la ciencia aplicada que nos han permitido desarrollar fármacos, implantes (de momento más precarios que los que vemos en The Red Strings Club) y modificaciones genéticas. ¿Cuál es la diferencia entre tomarte un antidepresivo y que la depresión esté inhibida de base por un pequeño modificador tecnológico? ¿El grado de efectividad? ¿Es ético, siquiera, dejar que alguien sufra dicha depresión cuando tenemos la posibilidad de anular su efecto?
Como relataba Wells, aún hoy muchos apuntan a que el exceso de tecnología nos hace “débiles” y podría conllevar un proceso de involución. No obstante, el término “involución” está muy en entredicho por los biólogos evolucionistas: no involucionamos, simplemente evolucionamos en otra dirección. La tecnología, por tanto, puede suponer una pérdida de ciertas capacidades individuales inherentes a los humanos primitivos o clásicos, pero también es decididamente un paso firme en la mejora de la producción y el desarrollo humano desde el punto de vista global. Llegado este punto, los humanos no somos nada sin la tecnología: de la misma forma que muchos de los personajes de The Red Strings Club necesitan los implantes para vivir felizmente, nosotros necesitamos un smartphone con el que conectarnos a las redes sociales y un ordenador con el que ver series para sentirnos a gusto con nuestro día a día.
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El International Journal of Epidemiology publicó en 2014 un metaanálisis sobre la evolución de la prevalencia de desórdenes mentales entre 1980 y 20131. Tal y como comprobaron, desde la década de los 70 ha habido una rápida expansión de dichos desórdenes. Alrededor del 30% de las personas evaluadas había sufrido algún desorden mental entre aquellos años. El estudio concluye que, a pesar de la heterogeneidad en el metaánalisis, los descubrimientos confirman que las enfermedades mentales tienen una alta prevalencia global, a lo largo de todas las regiones de la Tierra.
Si los siglos anteriores fueron los de las enfermedades infecciosas, probablemente entremos (de manera progresiva, difusa y siempre parcial) en la era de las enfermedades mentales. Aunque es un tema tabú, el suicidio, muchas veces consecuencia de enfermedades mentales como la depresión, es la segunda causa de muerte entre los jóvenes de entre 15 y 29 años. Más de 800.000 personas se suicidan al año en el mundo, aproximadamente las muertes que produce el VIH. Los implantes de The Red Strings Club podrían ser una solución: inhibimos la depresión, impedimos el suicidio. Cortamos de raíz los problemas. Éste y otros muchos.
Pero surgen, básicamente, dos problemas: el ético y el práctico. El ético incluye una profunda reflexión sobre la naturaleza humana y cuál es la definición de “humanidad”; quizá la represión de nuestras emociones más extremas sea, en cierto modo, reprimir nuestro “yo humano” más extremo. El práctico, por su parte, tiene que ver con la aplicación de todos estos sistemas de represión. Si los dejásemos en manos de las compañías tecnológicas, como ocurre en The Red Strings Club, probablemente lo utilizarían como herramienta para aumentar su rendimiento económico, interfiriendo a su favor y ejerciendo un control todavía más intrusivo sobre la vida de las personas. Otra cuestión, claro, es que la aplicación no tenga efectos secundarios y sea efectiva desde un principio. Algo que, a priori, suena muy complicado.

The Red Strings Club está en ese grupo de obras de ciencia ficción que hablan con elegancia y gran pulso narrativo de la naturaleza humana. No sólo nos expone el problema, sino que nos hace partícipes, haciéndonos darnos cuenta de nuestra hipocresía y, en cierta medida, lo absolutamente lejos que ya estamos de ser felices sin necesidad de elementos a priori superfluos. Me pregunto si alguien del siglo XIX pensaría que somos unos pobres desgraciados por depender de los teléfonos móviles para ser felices. Y sí, probablemente lo seamos. Y probablemente seamos los siguientes en escandalizarnos por las vicisitudes de la evolución tecnológica.
Referencias
ESPADA Y PLUMA TE NECESITA


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