Desde hace varias semanas se puede escuchar que Red Dead Redemption 2, la nueva obra titánica de Rockstar, dura demasiado. A pesar de las excelentes críticas que está recibiendo el título, se habla de que se podría haber conseguido la misma experiencia con algunas decenas de horas menos. Estas quejas conviven con aquellas otras sobre la escasa duración de otros videojuegos más comedidos. Se han vertido ríos de tinta sobre cuánto debería durar un videojuego e incluso hay quienes se aventuran a decir cuánto deberían durar en función de cuánto cuestan. Lo cierto es que este es un debate estéril y con poco recorrido: un videojuego debe durar lo que debe durar, sean 10 minutos, 100 horas o indefinidamente, en función del tipo de experiencia que pretenda ofrecer y qué quiera transmitir. El videojuego es uno de los medios de expresión más potencialmente heterogéneos que existen; es un ejercicio fútil pretender establecer códigos definitivos sobre cuánto deben durar los videojuegos y cuánto debe costar cada hora de juego, como si todas las horas fuesen iguales y el debate se resolviese con una ecuación.

No obstante, sí es cierto que existe una tendencia por crear juegos cada vez más grandes y largos; juegos con mundos autoexplicativos y en los que el jugador sea capaz de pasar decenas de horas completando misiones de diferente tipo. La presente generación, junto con intentos incipientes de la pasada, se caracteriza por un aumento sustancial de los videojuegos de mundo abierto y la aparición del concepto de juego como servicio. Bajo ellos, subyace esa misma idea de persistencia, de larga duración. Se establece, por tanto, una relación videojuego-jugador de características muy específicas, casi literarias: una relación prolongada, en la que el jugador se familiariza con el videojuego de manera progresiva, donde se tiende a la repetición y se fomenta la narrativa en mosaico en detrimento de la narrativa lineal más tradicional. En estos casos, se acentúa la sensación del viaje y, en términos más concretos, la del viaje del héroe: vemos la evolución de Geralt de Rivia en The Witcher III y recorremos Hyrule a través de Link en The Legend of Zelda: Breath of the Wild. Pasamos muchas horas con ellos, establecemos un vínculo con el videojuego a nivel mecánico y emocional. De la misma manera que una serie que dura ocho temporadas o que una novela de mil páginas, los videojuegos largos permiten reforzar esta relación jugador-videojuego.

Sin embargo, en muchas ocasiones los desarrollos se suman a esta moda por imposiciones de producción y no por necesidades creativas. No todos los videojuegos necesitan 100 horas ni ser un mundo abierto; aunque esta fórmula es interesante, es solo una opción más. La narrativa lineal es capaz de acceder a lugares a los que un sandbox no puede hacerlo al conseguir enfocar su trama. De la misma forma, un videojuego de duración más comedida consigue centrar esfuerzos y alcanzar una experiencia más concreta, medida, precisa y cuidada. A pesar de que las duraciones de estos juegos suelen estar por encima de las películas, no es descabellado hacer una comparación con la relación que establece el espectador de cine con el la película: una de más corta duración pero de mayor intensidad. Últimamente el público audiovisual se está diferenciando y hay quienes prefieren ver películas o quienes prefieren ver series: ofrecen, dentro de un mismo arte, dos formatos bien distintos: experiencias concentradas, consumibles en una única sesión larga; o experiencias más prolongadas pero consumibles en muchas sesiones más cortas, respectivamente. Se consiguen impactos distintos en el espectador, y mientras en las películas se suele emplear de manera más decidida el lenguaje cinematográfico en las series se tiende a hacer del guion el principal atractivo. Con videojuegos, a su manera, existe esta misma diferenciación: la duración del videojuego puede influir en el impacto que recibe el jugador y focalizar la producción en unos u otros aspectos.

El motivo que subyace a esta tendencia de crear juegos cada vez más grandes responde a varios motivos: el primero de ellos, técnico-creativo, al intentar aprovechar las características de máquinas cada vez más potentes y tratar de crear juegos ambiciosos; el segundo de ellos, empresarial: lo grande vende más. El mensaje que se está intentando hacer llegar para vender estos videojuegos tiene que ver con aspectos como la rentabilidad, la persistencia y la comodidad. Que un videojuego sea largo implica que, por cada euro gastado, tengamos más horas de juego (rentabilidad), que nuestra relación con el juego sea a largo plazo (persistencia) y que nos familiaricemos con él y prefiramos permanecer en él a arriesgarnos con otros títulos (comodidad). Aunque este último aspecto no sea exclusivo de estos videojuegos, sí que es cierto que la familiaridad temática y mecánica ayuda a que esta relación a largo plazo sea más liviana. La mayoría de estos títulos son muy similares entre sí: el FPS online ha evolucionado poco desde hace una década; el RPG de mundo abierto ha llegado a su cénit con videojuegos como The Witcher III y parece que poco más puede ofrecer aferrándose a los esquemas tradicionales; el FIFA de un año varía muy poco respecto al anterior para evitar rechazos generalizados por parte de los jugadores; cada vez más juegos incluyen modos de juego battle royale, muchos juegos lineales se ven obligados a incluir un multijugador online para justificar sus 60€… Aunque sí que hay géneros bien diferenciados, en general se tiende a una homogenización temática, estética y mecánica (Jan, 2016; Venegas, 2017) que redunda en juegos más accesibles y en los que el “riesgo de compra” disminuye pero, a su vez, son menos profundos y más redundantes.

Por otro lado, proporcionalmente cada vez hay más jugadores de y menos jugadores de amplio espectro. Este fenómeno se puede explicar por el limitado tiempo del que disponen ciertos sectores de una comunidad con una demografía cada vez más amplia, el auge de los e-Sports y las comunidades online de juegos concretos y la tendencia a jugar a aquello que nos es conocido y accesible. Aunque esto permite que cada vez más gente juegue y se sienta cómoda haciéndolo, deja menos espacio a aquellas propuestas que se salgan de lo común o busquen cierta experimentación. Aquellos juegos de dos horas, concretos y experimentales juegan con la desventaja de los prejuicios. A muchos nos parecen obras más apetecibles, más fácilmente consumibles; pero un porcentaje muy importante del público no está dispuesto a gastar su dinero en algo que no lo tenga pegado a la pantalla durante semanas o meses.

El problema entronca decididamente con los sobrecostes de producción: los juegos largos y grandes son necesariamente más costosos y ello conlleva la generalización de una serie de malas praxis y fracasos empresariales (García, 2018). El reclamo de la mayoría del público es el que es: un reclamo muy homogéneo y estanco, y de esa misma forma recibimos los grandes títulos: demasiado parecidos entre sí e incapaces de desligarse de las ataduras de la tradición. Pero, al final, un videojuego debe durar lo que debe durar y tiene que ser lo que tiene que ser. Sea de una forma u otra, lo que habría que evitar es la redundancia y el contenido de baja calidad con tal de alargar un videojuego. A nadie le gusta perder el tiempo.


Bibliografía

García, Jorge (2018). Hyperhype: Sobrecostes de producción y el marketing de la soberbia.
Antonio ‘Lucci’ (2018). Hyperhype: La jugabilidad estancada de los videojuegos.
Jan, Matej (2016). Retronator Magazine: Where did all the good games go?
Venegas, Alberto (2018). Presura: La estandarización del videojuego contemporáneo: reproducción, adaptación y nostalgia.


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