Recuerdo con cierta nitidez el día en que vi en cines El Hobbit: un viaje inesperado. Fue un día especial, en compañía, de esos que se guardan en el montón de los recuerdos buenos. Lo que no sabía, ni podía saber, es que hoy iba a estar aquí y ahora, escribiendo esto, gracias a que otro par de personas en otra zona del mundo vivieron su particular día especial con la misma película.
En esas fechas, finales de 2012, Chris Raney y Zachary Amundson fueron en sesión de madrugada a ver la primera parte de la trilogía de El Hobbit. Al salir, tuvieron el necesario momento de inspiración. Es muchísima la gente que en determinado momento de su vida reflexiona sobre crear un mundo de fantasía; poca es la que puede o definitivamente se decide a ello. En esta ocasión, su determinación resultó imparable, y poco tiempo después tenían gran parte de la preproducción preparada.
Aún quedaba un pilar necesario por construir: el dinero y tiempo necesario para realizar el rodaje. Es ahí donde entra kickstarter. Consiguiendo 52.837 dólares, superando así los 40.000 necesarios, ya sí era un proyecto al que poder dar luz verde.

Construyendo las vías.
La cultura enana, desde Tolkien, se ha homogeneizado hasta el punto de transmitir inmediatamente una serie de ideas al público, nada más escuchar el nombre de la raza. En Dwarves of Demrel se mantienen parte de esos elementos, casi como un bosquejo de lo que finalmente significa el enano en este nuevo mundo. Los creadores, Chris y Zach, han querido dejar claro que su intención es cimentar un universo sobre el que crear historias, no solamente realizar esta película. Las influencias son claras, pero se difuminan temprano; tras una escena introductoria en la que vemos un dragón surcar los cielos, todo se narra dentro de la mina. Se produce así un giro de tuerca, y es que estamos ante una película íntima en su concepción, ejecutada mirando hacia sí misma, más que hacia sus fuentes de inspiración.
La susodicha primera escena crea un tono circundante, que no se corresponde con el tema central. Además, le ha costado algo más: en ciertas regiones el título de la película ha pasado a ser un genérico «Dragon Mountain», que poco o nada hace justicia a lo que supone Dwarves of Demrel.
Lo tradicional se deja a un lado en el momento en que se introduce, como elemento clave en esta travesía, el steampunk. Electricidad primigenia, herramientas propias de la industrialización, y la minería con vagones y explosivos son parte esencial. Un mundo donde los enanos han sido relegados a una posición inferior; donde los humanos, establecidos en la Capital, hacen de la explotación enana su herramienta para el avance tecnológico. Es el comiendo de una dualidad, en la cual unos son la fuerza de trabajo y otros se afincan en las ventajas del progreso.
Tres enanos introducidos en una mina, junto a la aparición posterior de una humana, conforman el reparto principal. La hermandad y la importancia de la raza son un telón de matices con peso. Es una película de personajes, en cuanto a la forma, pero de trasfondo y contexto en cuanto al contenido. Realmente supone un punto de partida para un universo a expandir. Sutil, sugerente y nunca explicado de más.
Buena parte de sus virtudes radican en lo que deja entrever, más allá de lo que se muestra explícitamente. Está repleta de aristas inteligentes en la composición de los personajes. La lucha psicológica propia de cada enano se suma a la impuesta por la convivencia. Sin embargo, no se trata de una película esquizofrénica, en cuanto al ritmo; a pesar de que sería tremendamente fácil exponer continuamente situaciones conflictivas, propias de la supervivencia.
Con un ritmo pausado y reflexivo, se granjea una fórmula simple, que podría dejar fuera a todo espectador que se acerque buscando algo que aquí no encontrará, como es la pomposidad propia de las superproducciones de fantasía. Aquí se apuesta por la iluminación natural, en un ámbito tremendamente oscuro; se aboga por la suciedad de la mina y la polvorienta realidad de la montaña. La fotografía da un paso hacia delante y ocupa un lugar de importancia decisivo a nivel estético.

De aquí en adelante.
Dwarves of Demrel apenas ha tenido repercusión alguna medios, además de no recibir los focos adecuados dentro de las comunidades de cinéfilos más afines al género. Un presupuesto más que modesto en la producción y una ausente campaña de marketing, una película destinada al ostracismo cortoplacista. El desconocimiento previo puede llegar a un acercamiento confuso; no se trata de una obra que recaiga en el cine de serie B. A su humildad se une su elección de medios, llegando incluso a abrir una segunda campaña de kickstarter, opcional, para recrear ciertos efectos de forma artesanal. Sus principios fueron claros desde el primer minuto, y es de rigor atenerse a ellos si se pretende juzgarla.
Construir un mundo de fantasía desde cero no es tarea sencilla. Estamos habituados a encontrarnos con ellos ya creados en su máxima extensión, como si de la nada surgieran nuevos universos. En este caso, sin embargo, se nos propone ser testigos de una primera semilla. Se trabaja con la esperanza de que, dentro de unos años, podamos mirar atrás y ver cómo se concibió el peldaño inicial de una escalera que haya dejado volar la imaginación a su paso.
La suerte, esa consecuencia de eventos que se escapan a nuestro control, es tan determinante en el destino de nuestras aspiraciones, como lo es para la vida de los enanos encerrados en la mina. Un grupo de hermanos de raza que descubrirán los horrores más atávicos de la mina. Hay sorpresas en cantidades bien medidas, a la par que cabos sueltos premeditados. Dwarves of Demrel nos brinda momentos de soledad y falsa calma, mientras se abalanza sobre nuestra sombra el temor de morir poco a poco, de hambre y sed, entre las rocas.

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