Siglo III a.C. Siracusa.

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Herón II de Siracusa quería constatar que su corona era completamente de oro, como había jurado su orfebre o si, por el contrario, este había utilizado una mezcla de varios metales para realizarla. Encargó a Arquímedes arrojar luz sobre el asunto, pero este tenía la limitación de no poder fundir la corona porque, obviamente, esta se habría perdido. Por tanto, la cuestión se complicaba y no hacía más que revolotear incesante en la cabeza del matemático. No obstante, Arquímedes decidió que ya era bastante gruesa la capa de roña que rodeaba su cuerpo y era hora de tomar un baño; al sumergirse en el agua, se paró a observar, despierto él, que se desplazaba el agua de la bañera al hacerlo.

Acto seguido, Arquímedes tuvo a bien salir corriendo por las calles de la ciudad gritando “¡Eureka! ¡Eureka!” (‘lo conseguí’, en griego). Nadie entendía nada, salvo Arquímedes: había comprendido que el volumen de líquido que se desplaza de su bañera es equivalente al suyo, por lo que si sumergía la corona en un líquido podrá comprobar (densidades mediante) si la corona era verdaderamente de oro.

No lo era, por cierto. Pobre del orfebre.

Siglo XVII. Inglaterra.

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Isaac Newton se encontraba haciendo lo único que sabía hacer: pensar. Casualmente, bajo un manzano de Woolshtorpe Manor, en Inglaterra. Una manzana caía, quizá por humor divino, quizá por puro azar, en la cabeza de Isaac Newton. Los científicos, como hemos visto con Arquímedes, no pueden dejar de preguntarse sobre lo que observan, así que a partir de esta manzana Newton revolucionó la física de entonces. Pensó que, al igual que esa manzana, cuando dejamos caer los objetos todos se dirigen perpendicularmente hacia abajo, hacia el suelo, y no hacia arriba o cualquier otra dirección. Por tanto, debía haber una atracción de todos los objetos hacia el centro de la Tierra. De esta forma, Newton descubría la Ley de la Gravedad.

En los textos se refieren a esta curiosidad como el efecto Eureka de Isaac Newton. Lástima que no sea cierta.

Siglo XXI. Albacete.

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Día 1

El sol golpea impertérrito la meseta ibérica. La Mancha está asolada por un calor que derrite las córneas, destempla las guitarras y destruye los ánimos. Lo único en lo que puedo pensar es en que mañana las temperaturas bajan 1ºC. Será todo un alivio.

Empapado en sudor, sentado en el suelo para evitar que mi piel roce cualquier tejido que guarde un ápice el calor, me encuentro jugando a The Legend of Zelda: Breath of the Wild. Se está convirtiendo en una rutina estival, una suerte de oasis en mi soledad manchega.

Poesía a un lado, me encuentro en Kakarico, hogar de los sheikah. Veo que, junto a las escaleras que me llevan a la jefa de la tribu, hay cinco recipientes. En dos de ellos hay manzanas. Parece que alguien las ha dejado allí a modo de ofrenda. Supongo, por tanto, que debería dejarlas allí.

Después de hacer alguna misión por ahí y volver escaso en recursos, decido robarlas. Nadie estaba mirando y soy un héroe, pero tengo hambre, qué queréis que os diga. Pero la mosca se me queda detrás de la oreja, ¿de verdad es el único motivo por el que la gente de Nintendo ha decidido dejar eso ahí?

Voy a probar algo nuevo. En lugar de robar sustraer las manzanas, voy a ser yo quien las ofrezca. Ahora sí seré un héroe. Me dirijo a los recipientes. Tres vuelven a estar vacíos. Coloco en los tres restantes la misma cantidad de manzanas. ¡Repámpanos! Un simpático kolog aparece por ahí. Me da una semilla. No sabría decir si la recompensa es suficiente o no, pero me siento fascinado por haber descubierto algo. Por haber resuelto un puzle que no se me planteaba como tal, sino que simplemente estaba ahí. Sugería, esperaba a ser descubierto, pero no se me proponía como desafío.

Bien jugado. Ya casi no noto el calor.

Día 2

He descubierto que, si le dejas una bomba a un bokoblin, le da una patada para apartarla. Esto no es muy útil, pero es muy gracioso (risas). También he descubierto que los rayos tienen tendencia a caer sobre los metales, no sé por qué.

Día 3

Tenía que ir a un santuario en lo alto de una montaña nevada. Me había puesto una ropa gruesa, pero, al parecer, no era suficiente. Mi familia es de tradición campesina y siempre me ha dicho que la necesidad agudiza el ingenio. Cierto es, porque ahora he descubierto que, si me pongo una antorcha encendida a la espalda, no paso frío.

Creo que soy un genio. Voy a escribir un texto sobre todo esto.


En uno de sus vídeoblogs, decía Javier Santaolalla, físico y divulgador científico, que los niños y los científicos aprenden y descubren básicamente de la misma forma: utilizando el método científico. Observan algo desconocido, se plantean una pregunta, elaboran una hipótesis y experimentan para demostrarla o refutarla. Es un sistema racional que tiene como motor la curiosidad y la creatividad.

Santaolalla, en su vídeo (titulado Por qué se está enseñando MAL la física) lleva a cabo una crítica del sistema educativo en cuanto a sus formas y contenido, especialmente a la hora de enseñar ciencias y física. Una de las cuestiones que señala, y que todos hemos sufrido en los distintos niveles académicos, es la ineficacia a la hora de hacernos aprender: en buena medida, dinamitando esta curiosidad y creatividad para ofrecernos un contenido estanco que debemos absorber a golpe de horas frente a un libro aséptico, que nosotros debemos repetir para demostrar que lo hemos deglutido (que no digerido) y, en función de lo bien que lo repitamos, nos pondrán mayor o menor calificación. El método científico (entendido en su sentido amplio) y, en última instancia, el aprendizaje, no tienen nada que hacer si no se despierta la curiosidad, el interés y el ansia por experimentar y crear. Aprender haciendo es la mejor forma de aprender.

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Por eso creo que Breath of the Wild hace una interpretación magnífica del sandbox. Este género se ha convertido en uno de los más formulaicos y repetitivos del videojuego, perdiendo casi en su totalidad la esencia de su nombre: sand box, es decir, caja de arena, un lugar donde los niños juegan, experimentan y crean; un entorno donde expresarse. De la misma manera que nuestro sistema educativo no nos deja expresarnos, la mayoría de videojuegos que actualmente entran bajo la etiqueta del sandbox no dejan que lo hagamos, y se limitan a diseños repetidos entre sí que se magnifican en mapas llenos de iconos y misiones, donde el jugador actúa de recadero, se esconda mejor o peor esta premisa. Son, por tanto, entornos donde la expresión y la creatividad tienen una cabida muy limitada.

Breath of the Wild rompe con muchas de estas convenciones y deja que sea el jugador el que interprete al héroe y al mundo, evitando la imposición y abrazando lo sugerente. Las indicaciones que se nos dan son mínimas, nuestro héroe es mudo y en el entorno hay gran cantidad de posibilidades donde descubrir, sorprenderse y razonar. Si la mayoría de los sandbox son como aquellas clases aburridas de física donde nos limitábamos a copiar y replicar, Breath of the Wild es como un laboratorio donde podemos experimentar. Se vuelve así a dotar de significado a un género que en buena medida ha perdido su identidad por su tendencia al paroxismo.

Ahora sí, me vuelvo a ver cuál es la forma más creativa de robarle el botín a los bokoblin.


Espada y Pluma te necesita

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