Aunque en ocasiones tratamos de intelectualizar las películas, lo cierto es que prácticamente todas ellas se perciben desde lo sensorial, casi desde lo visceral. La intelectualización, la racionalización y, en último término, la crítica, corresponden más bien a una modelización de la película. En otros términos, el análisis de una película nunca es la película, sino una representación intelectualizada de la misma. Por eso las buenas películas, aunque no se sepan leer en términos intelectuales, tienen una fuerza interna que hace que impacten al espectador. Jurassic Park gusta a todo el mundo; ese es el hecho, ahora, veamos los porqués. Esa es, en parte, la labor del crítico: ver películas, absorberlas; y analizarlas a posteriori. En unos casos, hay que reconocer, es más difícil que en otros, sobre todo cuando películas que en teoría no deberían funcionar funcionan. O cuando se salen de tus esquemas, nadan a contracorriente o deciden buscar caminos narrativos poco explorados. Este es el caso de The Mountain, la obra que nos ocupa. Rick Alverson propone en su quinta película un auténtico viaje interno a la locura; una película que nos mira desde el abismo con ojos poliédricos y a la que devolvemos la mirada con resabio, presuponiendo que estamos a salvo, pero a su vez cruzando los dedos para no caer en la negrura.

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The Mountain cuenta, sin entrar demasiado en detalle, el viaje que llevan a cabo un doctor especialista en lobotomías (Jeff Goldblum) y un chico introvertido (Tye Sheridan) que hace las veces de fotógrafo de sus pacientes a través de distintos hospitales psiquiátricos. En este caldo de cultivo se desarrolla una historia que evoluciona desde lo puramente narrativo hasta lo más abstracto y simbólico, como si acompañásemos a los personajes en un proceso hacia la demencia adquirida.

Así, The Mountain es, en primer término, una película lenta, sosegada, donde las imágenes pesan. Es parca en diálogos, más figurativa y situacional, donde la historia encuentra su principal vehículo de expresión en lo visual. Los personajes hablan más hacia dentro que hacia afuera, y en ocasiones lo único que escuchamos el sonido de un sintentizador in crescendo, un recurso muy utilizado últimamente por cineastas como Villeneuve para contribuir al peso de la imagen. Es por eso que la película se dilata, quizá en exceso, a lo largo de sus casi dos horas. Aunque quizá en la sala de montaje se pudiese haber comprimido más, lo cierto es que esta lentitud forma parte de una clara línea estilística.

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Una de las mayores peculiaridades de The Mountain es el uso de los 4:3, un formato poco explorado en el cine convencional pero bien conocido en la televisión hasta la llegada de los 16:9, que ahora ya están completamente extendidos. Hemos visto recientemente películas utilizar este mismo formato (i.e. A Ghost Story, The Lighthouse) y, aunque pudiera parecer una decisión banal y que solo busca un impacto inmediato, lo cierto es que tiene una serie de implicaciones estéticas y fotográficas que van más allá de ello. En primer lugar, los 4:3 suponen una imagen casi cuadrada, por lo que se “pierde” buena parte de la imagen de los laterales, con lo que la cantidad de elementos que se pueden incluir en pantalla es, a priori, menor. Esto implica que la mirada del espectador se dirija siempre hacia el centro, y no hacia los lados. La regla de los tercios (la pantalla se divide vertical y horizontalmente en tercios, siendo el centro y los puntos de corte entre tercios donde primeramente se dirige la atención) sigue siendo válida, pero necesariamente se aplica de forma distinta. Dicho de forma sencilla, los laterales pierden prioridad y la gana el centro de la imagen. Por ello, el incluir elementos (personajes u objetos) en el centro de un plano general 4:3 puede dar lugar a una imagen muy equilibrada, mientras que un plano medio de un personaje permite que nos centremos completamente en su figura, que llena la imagen sin dejar espacio vacío en los laterales. Asimismo, la simetría resulta todavía más explícita y visual que en formato panorámico. Con estas peculiaridades, y otras muchas, han de manejarse los 4:3. Y The Mountain lo hace con maestría. El juego de encuadres, composición y movimientos de cámara trabajan por y para lo narrativo, pero también para la construcción de una estética reconocible, que siempre tiene la simetría de los elementos en mente. Es una imagen muy equilibrada, casi placentera, apoyada por una fotografía desaturada y contrastada que recrea una iconografía de los años 50 americanos ya asumida por todos.

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Porque en esos términos se mueve la película: en la fragmentada y paranoica Norteamérica de la posguerra. La película nunca es explícita en su crítica a esta sociedad, ni realmente creo que haya una tesis clara en torno a este punto; pero sí se intuye que la demencia de los cientos de enfermos que vemos es, en realidad, la demencia de todos y cada uno de nosotros. En ese sentido, lo importante de la película no es su historia lineal, que es más o menos insignificante, sino el cómo nos traslada la locura a fuerza de un guion abstracto y unas actuaciones fascinantes. A este último respecto caben destacar los monólogos hacia el final de la película de Denis Lavant, incomprensibles e imposibles de intelectualizar, pero con una fuerza innegable. Estos monólogos casi surrealistas ponen el broche a la evolución interna de la película hacia la locura, termina agarrándonos por la solapa y diciéndonos que solo hay dos caminos ante el abismo: o sumergirnos en él o huir sin mirar atrás a un lugar mejor.

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The Mountain es una película difícil de consumir en ciertos tramos, pero tras digerirla uno se da cuenta de que aquello ha valido la pena. Forma parte de una nueva tendencia cinematográfica de ritmos lentos y apoyo en lo estético y lo subtextual y metanarrativo, presente en el cine independiente de medio mundo y ya en alguna película de gran presupuesto. Es una vía muy interesante que explorar y, aunque The Mountain probablemente tenga ciertos puntos algo obtusos y una duración dilatada en exceso, es una interesantísima obra audiovisual.


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