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He jugado una única vez a The Last Guardian. Fue hace casi tres años, en el momento en que escribo esto, y aún podría narrar la partida de memoria casi en su totalidad. Normalmente cuando recuerdo la experiencia de jugar, la primera oleada de sensaciones suele ir ligada a esa cuestión llamada game feel. La sensación al moverte, al golpear, al interactuar con personajes y escenarios, etcétera. Lo que me ocurre con el videojuego de marras, muy al contrario de lo habitual, es que recuerdo imágenes y gratificación. Ni siquiera estampas dignas de postal, sino a los dos personajes principales junto a una determinada encrucijada, acompañados de una reconfortante seguridad: la de no estar solo.

En el mundo del videojuego estamos acostumbrados a compartir momentos con inteligencias artificiales, así como con otras personas. El diseño de niveles suele germinar a partir de la capacidad jugable de la que disponemos a los mandos. No hay prácticamente nada de eso en The Last Guardian, porque aunque vayamos acompañados por algo en teoría programado, y el avance requiera de nuestro personaje, lo que determina y da sentido a la partida es una relación. Sé que es un tópico recurrir al «Trico está vivo», pero si señalamos ese comportamiento con tanto entusiasmo es porque hay algo diferente a lo habitual en él.

Cuando se habla de que Fumito Ueada elimina los elementos superficiales para quedarse con lo esencial, lo cierto es que no se queda con poca cosa. Tanto el mundo donde se desarrollaba Ico, como en el que ahora lo hace su obra más reciente hasta la fecha, son una maquinaria gigantesca conectada como un reloj suizo. Dicho de otra forma: son mazmorras de The Legend of Zelda, con el único detalle de que duran una partida completa y no hay elementos propios del rol, como habilidades, inventario y progresión del personaje.

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Solventar un obstáculo en The Last Guardian es, per se, fácil. Mover una palanca, o abrir una puerta, es tarea sencilla. La incógnita, la encrucijada que pone a prueba nuestra habilidad, sin embargo, sigue presente. En el videojuego estamos acostumbrados a considerar cada colocación de una pieza en su lugar, como si de un puzle en sí se tratase; sin darnos cuenta de que eso sería el cuadro completo. Lo que acabamos de resolver no es más que la localización de un pequeño engranaje, mientras quedan otros cientos similares. El puzle, en esta obra de la que hablamos aquí, es un binomio. El cuadro se completa entre tú y Trico, sin saber si llegaréis a colocar la última pieza.

La inteligencia lógica pasa a un segundo plano, para dar paso a la inteligencia emocional. Es similar a un examen matemático donde las operaciones son asequibles para tu conocimiento, pero el problema es que no estás solo. El problema, y la suerte. Es un examen donde para encontrar cada cuestión tienes que conocer el mundo donde están dispersos, y tu compañero es una ayuda inestimable. Sin embargo, no habláis el mismo idioma, ni siquiera os conocéis.

El diálogo con el videojuego se bifurca, da paso a un cruce, una carretera abierta donde el trasvase de información se hace a tres bandas. Para conocer el idioma de nuestro compañero no basta con conocer las herramientas habituales del videojuego, es necesario comprender las emociones que pueden haber aflorado en él. No conocemos su forma de relacionarse con el mundo, pero poco a poco irá entablando conversación, tanto con nuestro avatar como con el entorno. Que Trico se bañe retozándose en el suelo, mostrando lo que parece ser felicidad, no es un adorno interactivo. Tu amigo está abriéndose, como cuando pasas de conocer a una persona por primera vez a reíros juntos sin saber muy bien por qué. Estáis entendiéndoos, dos seres vivos muy distintos.

El puzle que es The Last Guardian está vivo. Caminamos por él, y reacciona haciéndonoslo saber. Lanzamos un barril aquí, saltamos sobre aquella columna o colocamos esta pieza en ese otro lugar. Esperamos que todo encaje y sirva de vehículo, pero no sabemos lo que espera nuestro compañero. Al principio todo es desentendimiento, pero teniendo en cuenta que él no nos desea ningún mal, simplemente estamos compartiendo frustración. Sólo es cuestión de tiempo y paciencia que surja la compenetración, el idioma común, el suspiro de alivio lanzado al unísono. Sus heridas serán tu rabia, y tus miedos su valor.

Hay algo en el diseño de niveles que os habla, trata de que entendáis al mismo tiempo las dos criaturas, sin distinciones. El mundo está a vuestros pies y sólo queda averiguar en qué está pensando el otro. Al principio puede parecer que simplemente os deshacéis de obstáculos, pero pronto será compartir temores e inseguridades, construir puentes donde hay distancia, o encontrar una salida donde no hay luz.

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En la inmensidad de un mundo perteneciente a una fantasía lejana, a civilizaciones perdidas e irrecuperables, estáis dos seres, extraños el uno para el otro. Es una obra de teatro escrita sin decir una sola palabra. Saltar al vacío, confiando tu vida, es todo el mensaje que un lenguaje podría desear transmitir. Es esa la lección que trata de hacernos comprender The Last Guardian durante todo su trayecto. Una carta de amor en clave de videojuego; una carta que nos dice “por favor, no estáis solos”. Sentirse perdido y sin nadie que nos entienda es normal, desgraciadamente habitual. Al final, si sientes que nadie está a tu lado, al menos Trico estará contigo.


Espada y Pluma te necesita

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