¿Qué es ser un buen personaje? El eterno debate literario. Comenzó ahí, en la literatura, pero obviamente hoy se extiende a todo medio narrativo. Es una pregunta interesante porque, de alguna forma, sirve para comprender cómo la gente entiende a los personajes de una obra y cómo se relaciona con esta a través de aquellos. Tengo la sensación de que la manera en la que muchas personas perciben las obras tiene mucho que ver con las decisiones que toman los personajes y si se alinean (o no) moralmente con ellos. Si los personajes entrañan valores que consideramos positivos o buenos en nuestra opinión, nos gustará esa obra. Si no es así, algún mecanismo inconsciente hace que las consideremos como a evitar.
En gran medida es un fenómeno que se traslada a eventos como los Oscar: normalmente las películas nominadas tienen un tono muy determinado que las hace accesibles e inequívocamente posicionadas a un lado del debate de moda. Esto no es necesariamente malo, pero sí que hace que los Oscar dejen de ser premios al mejor cine y sean premios sociales; al menos, una combinación de ambas cosas. Por eso hay ciertos directores, como Martin Scorsese, que no han tenido muy buena relación con los premios de la Academia. Porque Scorsese es un director cuyos personajes se desempeñan en terrenos absolutamente movedizos en términos morales. Taxi Driver perdió contra Rocky el año en el que ambas estaban nominadas a Mejor Película, por ejemplo. Por otra parte, Francis Ford Coppola fue muy criticado cuando se estrenó El Padrino porque la sociedad de entonces no estaba preparada para ver a unos villanos humanizados. Aquí es donde entre en juego el código Hays.

El código Hays fue un código de producción utilizado entre 1934 y 1967 en EEUU que marcaba qué no podía incluir una película producida en dicho país. La naturaleza de este libreto es inevitablemente restrictiva y moral. No se podía blasfemar o ridiculizar a sacerdotes, se debía defender el matrimonio y la familia tradicionales, se podía mostrar escenas de sexo en pantalla pero con ciertos límites y en según qué casos, se tenía que mostrar el adulterio como absolutamente malvado en todos los casos. En general, era un código que pretendía no «rebajar el nivel moral de los espectadores», lo que, en otras palabras, era imponer una moral cristiana muy determinada. Bajo este código, claro, los buenos son buenos y los malos son malos, y no puede haber lugar a las equivocaciones; y, si una película trataba de humanizar a los malos, esa película era rechazada, no sólo por el sistema de producción sino también por el público.
Creo que algunos resquicios de eso queda, inconscientemente, a la hora de valorar las obras actuales. En cierto momento comencé a escribir una novela. Nada serio. Ni se ha publicado ni se publicará. Pero pasé un capítulo a un lector cero. El protagonista que yo había creado era decididamente machista y tradicional, de manera que pretendía hacer ver cómo un personaje de estas características se relacionaba con el mundo y las mujeres de su entorno. Aunque, parece ser, se entendía la premisa y la intencionalidad, el lector cero me dijo que no conseguía empatizar con el protagonista porque sus ideas eran muy diferentes a las de este. Entonces comprendí que, por una razón o por otra, gran parte del público necesita alinearse con el protagonista en términos morales o, al menos, querer ser como él total o parcialmente. En cierta medida, es lógico, porque uno se pone inconscientemente de parte del protagonista, sea el Joker, Travis Bickle o Michael Corleone.

No obstante, lo cierto es que es en estos personajes grises, humanos pero malvados (porque la maldad es humana) y en este tratamiento complejo de la personalidad es donde se encuentran muchas de las verdades de la naturaleza humana, inaccesibles si nos limitamos a personajes químicamente puros. Gangsters que quieren mucho a sus hijos, policías que un día salvan a una anciana y al siguiente trapichean con drogas, hombres dispuestos a darlo todo por sus ideales revolucionarios que acaban revelándose como misóginos, mujeres taimadas que quieren proteger a sus hijos pero para ello matan a trescientos inocentes. Bajo este precepto, un personaje puede ser bueno en tanto que su trasfondo es interesante, entraña complejidad y nos permite reflexionar en función de cómo se relaciona con aquello que le rodea. No obstante, estos personajes, trasladados al mundo real, serían personas inaguantables y que, en muchos casos, tendrían que estar entre rejas. No son buenas personas, pero suscitan interés porque nos enseñan cómo somos o cómo podríamos llegar a ser.
Por supuesto, parto de la suposición de que las obras donde se encuentran estos personajes malvados no incitan a aquello que los hace malvados. Una película inteligente sabe reflejar el machismo sin ser machista, o reflejar el fascismo sin premiar esas ideas. No siempre es así, claro, y saber dónde comienza una cosa y empieza la otra también es complejo en muchas ocasiones.
Ya no existe el código Hays como tal. No existe un libreto de reglas, normas y consejos que marquen la línea a seguir. No existe algo tan palpable. Pero sí que es cierto que, en ocasiones, miramos con resabio aquellos personajes malvados y rechazamos esas obras, porque creo que mucha gente sigue valorando las series o las películas en función de cómo son y se comportan sus personajes en la sucesión lineal de acontecimientos que es la historia. El código Hays ya no existe pero siempre la sociedad de una determinada época abrazará o rechazará ciertas ideas presentes en los personajes. Esto no sé si es malo; lo que sin duda es, es inevitable.
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