Allá por el año 2002, llegó una copia de Devil May Cry a mi videoclub más frecuentado por aquel entonces. Prácticamente todos los fines de semana alquilaba algún videojuego; era una rutina que me hacía esperar con ansia la mañana del sábado. Con la compañía de mi madre o mi abuelo, llegaba a ese lugar, que para mí era una puerta a incontables mundos de fantasía, accesibles a mi paga semanal.
Me había decidido: aquel tipo del pelo blanco en semejante posición era demasiado seductor. Entró directo a cubrir mi déficit de ejemplo cool al que imitar. Aquel día no tenía acompañante, por lo que seguramente tardé una hora de reloj en salir de allí. Crucé la puerta del local con mi copia en la mano, mientras decidía si ir ojeando las instrucciones, o dejarlas para deleitarme con ellas en la tranquilidad del hogar. En ese momento escuché un par de voces.
Unos niños, un poco mayores que yo, sentados en la acera y apenas a un metro, me llamaban. “Ven aquí, a ver qué juego es”. Mi sistema defensivo también tenía algo que decir. Aceleré el paso y oculté cuanto pude la preciada caja. La ciencia infantil, y por lo tanto la buena, me previno de una situación que quizás hubiera impedido mi presencia aquí hoy escribiendo esto. Aquellos niños habrían salido a correr con el juego, y yo me habría quedado llorando en mitad de la calle, sin mi tesoro y probablemente sin ver a más videojuegos entrar en casa.
El estilo de presentación de Devil May Cry es agresivamente atractivo. Dante es una fantasía de poder en toda regla, pero también evoca a ciertas tendencias estéticas que, habitualmente, corresponden a idealizaciones o deseos adolescentes. Aún era el comienzo de la definición de su personalidad, pero su imagen y estilo marcaría el rumbo de la saga ininterrumpidamente. Mitad demonio, hijo del gran demonio Sparda; mitad humano, gracias a su madre Eva. Es un Heracles del siglo XXI, donde las creencias griegas no está vigentes, pero su imaginería, junto a la demoníaca, han creado un nuevo drama olímpico.

«La rejugabilidad propia del arcade aquí es entendida como una rejugabilidad progresiva.»
La escena introductoria funciona como declaración de intenciones, orientando las expectativas. Aunque no supiéramos nada en absoluto, únicamente con esos minutos de cinemática ya estamos en contexto y podemos predecir qué vamos a jugar. En ese instante los cimientos de la franquicia quedan marcados para siempre.
Son las primeras muestras del ADN de Hideki Kamiya. Tras Resident Evil 2, un título que terminó rehaciéndose a mitad de su desarrollo, su segundo trabajo en el puesto de director estaba destinado a ser la cuarta entrega de la misma marca, pero algo volvió a torcerse. Resident Evil 4 tuvo que esperar, cediendo su tiempo a sangre relativamente fresca, permitiendo el nacimiento de Devil May Cry.
El arte conceptual tiene semejanzas con Alone in the Dark, e incluso Castlevania. La idea de un Resident Evil inclinado hacia el misterio y lo místico, se dejaba entrever. Ante la imposibilidad de etiquetarlo como la tercera entrega de la saga de zombies por excelencia de Capcom, el equipo buscó nuevos horizontes, pudiendo alejarse más y más de la idea original.
Es ahí donde Kamiya comienza a encontrarse a sí mismo. Este primer Devil May Cry es la semilla de Bayonetta, que posteriormente sería regada con muchas nuevas y excelentes ideas. Hay marcas de identidad que han perdurado en el tiempo, no necesariamente originales, pero sí personales, como dividir el juego en misiones, y estas a su vez en saldas de combate. Puntuar y evaluar la forma de jugar es un rasgo distintivo más, que además delata lo que más ha influenciado al trabajo del creador japonés: el género arcade.
Como máquinas de un salón recreativo, la meta es llegar al final del trayecto usando cuantas menos monedas mejor. Masterizar es una vertiente clave en todos y cada uno de los trabajos de Kamiya. La puntuación se resiente si cometemos errores; y la perfección, lograda a base de esfuerzo y paciencia, siempre tiene recompensa. En este primer Devil May Cry, recorremos veintitrés misiones en hasta tres dificultades, salvo que tengamos el infortunio de desbloquear el modo fácil, a costa de morir prematuramente. De forma progresiva, desde “normal” hasta el esclarecedor “Dante Must Die”, nuestras habilidades son puestas a prueba. Es una reiteración de aquel “a ver quién es más chulo” del que os hablaba. La fanfarronería es marca de la casa, pero nos brinda la oportunidad de sobreponernos a ella y demostrar que somos mejores.

La rejugabilidad propia del arcade aquí es entendida como una rejugabilidad progresiva. El juego propone un material donde hay retos y herramientas. Cuando hemos logrado completar todos los retos a nuestro alcance, los endurece y espera que aprendamos a sacar más partido de las herramientas que creíamos haber dominado ya. Terminar una partida y llegar a los créditos finales es sólo el comienzo, una oportunidad para mirarnos al espejo y buscar qué debemos mejorar, ahora que vemos nuestro trabajo evaluado.
De espejos, precisamente, sabe mucho esta saga. Quizás no literalmente, no es que haya minijuegos de abrillantar el cuarto de baño, pero sí conocemos y nos enfrentamos a nuestro reflejo.
La forma en que hornea la rivalidad y el enfrentamiento final es a base de ir acercando la motivación a las cuestiones personales. Derrotar al gran demonio, Mundus, no nos importaría lo más mínimo si no fuera por nuestro legado. Hemos llegado hasta ahí enfrentándonos a nuestro propio hermano, a merced del enemigo, como si de una representación oscura de nuestro yo se tratarse. Thris, la mujer que comenzó a mover los hilos, hace que Dante recuerde a su madre, llegando así a crear un vínculo emocional inesperado en este tipo de protagonista.
Un drama familiar, pero digno de altas esferas celestiales. Capaz de llevar una batalla final al espacio sideral para terminar saliendo de las alcantarillas, en una avioneta que llevábamos observando desde el principio del juego. Como si Leon S. Kennedy huyera del castillo de Drácula tras vencerle, en un universo alternativo de Resident Evil.
Tal y como os contaba al principio, bien podríamos haber tenido ante nuestros ojos y mandos una aventura de misterio en una casa encantada. Sin embargo, hay un elemento que sirve de bisagra y abría el juego hacia una serie de posibilidades incompatibles con el concepto primigenio. Ese elemento es la espada.
El combate cuerpo a cuerpo toma un rumbo nuevo. Pasamos de la defensa personal y de emergencia, a la que estamos acostumbrados cuando se trata de lidiar con demonios, a otra nueva: blandir una espada digna de William Wallace con la soltura de un florete de esgrima. Una de las primeras pruebas que el juego pone ante nosotros es demostrar nuestra fuerza, cargando un círculo de poder con nuestros combos. Por si no había quedado claro que aquí las palabras se las lleva el filo de la espada.
El ritmo da un paso hacia delante y transforma el juego a su alrededor. Devil May Cry aún sigue teniendo un compás relativamente lento, si lo comparamos con las siguientes criaturas de Kamiya, y es ahí donde radica su peculiaridad. Es un arcade contenido, de esqueleto heredado de otro género. Los puzzles, esa constante de “avanzar para conseguir la llave, volver para abrir la puerta cerrada que vi antes”, permiten narrar, a nivel de espacio, toda la historia en un lugar muy reducido y concentrado. Es la mansión Spencer obligando al héroe de acción a adaptarse a la situación.
Hoy día sentimos como algo familiar la gran mayoría de mecánicas implementadas en este primer Devil May Cry. El movimiento del aguijón, el espadazo hacia atrás para elevar al enemigo, o la combinación de cuerpo a cuerpo y armas a distancia con munición infinita. Son una muestra emblemática de que Dante ha dejado su sello propio en la forma de entender el hack and slash tridimensional.
Este abanico de movimientos es aprovechado hasta la extenuación por el diseño que se contrapone, el de los enemigos. Saber cuándo es el momento adecuado para cada arma, entender que no es el frenesí, sino el ataque calculado y certero; todo lleva a conocer lo que realmente es jugar a este género.
Hay dos sets de movimientos cuerpo a cuerpo, y cuatro armas a distancia, más una usada en determinados momentos en primera persona. Las luchas con enemigos finales son un examen que parece imposible, hasta que estudiamos la lección; y ahí sí, todo fluye. La reiteración de combates con esos jefes es lo que hace verdaderamente necesario que conozcamos nuestro personaje. No sirve con tener suerte una vez, porque esa misma piedra vuelve a ponerse en el camino, más grande y más fuerte.
Dante también dispone de esa transformación, gracias al Devil Trigger. En las cinemáticas incluso podemos sentirnos inmortales. De vez en cuando, sin llegar a romper las reglas del juego, le gusta recordarnos que no manejamos a sangre meramente humana.
El enfrentamiento final reúne todo lo aprendido, pero comienza haciendo hincapié en un estilo de juego que impregna casi todo lo relativo a la acción en este medio: el shoot ‘em up. Ya hay reminiscencias de ese género en anteriores combates, dejando claro que aquí hemos venido a degustar el sabor clásico del videojuego, pero es en ese éxtasis final donde el círculo se cierra. El arcade, la acción pura, es una de las raíces más profundas de este juego, pero sobre todo de Hideki Kamiya.

El andamiaje creado por este primer Devil May Cry no sólo sostiene una longeva saga a sus espaldas, sino que introducirse de nuevo en él es una válvula de oxígeno. Un hueso duro de roer, para quien tenga las papilas gustativas acomodadas a los buenos sabores de hoy, pero no por ello un vino que haya perdido ni pizca de su aroma.
El niño que salió corriendo de aquel videoclub entendió lo que llevaba entre manos sin tener que introducir el disco en la consola. A veces, por desgracia, encontramos situaciones en la vida en las que nos sentimos inferiores. Hay mil herramientas diferentes para combatir esos momentos, en ocasiones necesitaremos ayuda; otras veces no seremos capaces de salir airosos, y no será nuestra culpa, no hemos hecho nada malo. En la vida, nunca deberías sentir miedo a que se aprovechen de ti.
Ese niño, gracias a Sparda, pudo entender que hay actitudes y personas que deberían pertenecer a planos irreales. Dante está bien donde está, es fruto de una fantasía inalcanzable, y está bien que sea así. Sentirse superior está bien si es en comparación a una horda demoníaca y tenemos un medidor de estilo para recrearnos.
Espada y Pluma te necesita


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