Las obras de arte inevitablemente están sujetas a la interpretación del consumidor. Uno vierte en ellas sus conocimientos, experiencias y visión personal del mundo, y te devuelven un conjunto de sensaciones y emociones que apelan a verdades mayores. Es por eso por lo que la lectura a la que se someten las películas está en continua revisión; se adapta a la sociedad, el momento y el individuo. Por tanto, es común que las lecturas de las películas sean contrarias a la intención del autor y, es más, a lo que explícitamente parece decir la película. En ocasiones las intenciones están meridianamente claras, pero en otros casos se mueven en terrenos fronterizos donde son las sutilezas, los detalles y el enfoque más subterráneo lo que nos permite discernir y alejarnos, en definitiva, de racionalizaciones, y ceñirnos al estricto corpus literario y formal de la película.

Scorsese es experto en plantear películas movedizas. Películas donde uno no sabe dónde situarse, porque parece haber fuertes rupturas entre lo narrado y las formas, entre el guion y la realización; se producen fuertes contrastes que hacen que muchas de sus películas sean ininteligibles por los estándares narrativos más clásicos. Sus películas, en definitiva, no pueden ser entendidas en su plenitud sin atender a las sutilezas del lenguaje cinematográfico y cómo éste transforma por completo el guion. Pasó en El Rey de la Comedia (1982), donde la mayoría de escenas (atendiendo a la situación planteada y los diálogos que se producen) están escritas como si se tratase de sketches, pero una vez se vierte toda la fuerza de la dirección de Scorsese acaban convirtiéndose en escenas profundamente perturbadoras y desgarradoras. Más recientemente, El Lobo de Wall Street (2013) jugó precisamente con estos límites al plantear lo que en un primer acercamiento es la historia de un triunfador capitalista y una oda a la perversión, el vicio y la lujuria con mucho humor negro; pero a poco que se rasque en la superficie uno encuentra no sólo una distorsión de todo eso, sino una película que dialoga con el espectador y le invita a verse reflejado en ella. El Lobo de Wall Street nos dice cómo somos, lo perversa que puede llegar a ser nuestra mente y cómo somos capaces de reírnos de lo que verdaderamente es terrorífico. La lectura más superficial de El Lobo de Wall Street la convierte en The Hangover (Resacón en las Vegas), cuando realmente el planteamiento es otro y el tono es diametralmente opuesto.

Vamos ahora con una anécdota vicaria. La vivieron unas amigas cuando fueron al estreno de El Lobo de Wall Street en unos multicines españoles. Aunque sórdida y repugnante, lo cierto es que la anécdota se cuenta rápido: un señor entrado en edad, con poco disimulo, se masturbaba mientras veía la película, porque como sabréis esta incluye varias escenas de desnudos o de componente sexual. Mis amigas avisaron a un empleado del cine para que echase al hombre, que abandonó la sala avergonzado.

Más allá de lo escatológico de la anécdota, lo cierto es que en gran medida la percepción de la gente de la película va en esa línea: una suerte de comedia negra en la que puedes verte reflejado en un triunfador, donde puedes ser erotizado por el dinero, el poder y el sexo; una película con la que reírte y poder soñar ser Jordan Belfort y los hombres que le rodean. Pero ¿es realmente eso lo que dice El Lobo de Wall Street?

Sentar cátedra con mi interpretación sería presuntuoso, pero creo que la película es precisamente una profunda crítica y una sátira descarnada de todo aquello que refleja en pantalla. Ver a DiCaprio arrastrarse por unas escaleras hacia su coche después de haber tomado drogas caducadas y haber perdido la motricidad no me pareció gracioso; me pareció ridículo, absurdo y descorazonador. Las mujeres que aparecen en la cinta ocupan un segundo plano narrativo y están supeditadas a la figura de un hombre, pero creo que la película es consciente de esto y parte de la asunción de que estos hombres horribles que estamos viendo en pantalla entienden a las mujeres como meros objetos y así parece dejarse claro en varias escenas; no creo que la película invite a tomar esto como normal o adecuado, sino a sentir repulsa por quienes sí lo hacen. El consumo de alcohol y drogas no se ve reflejado como sinónimo de éxtasis, sino como reverso de un éxito económico que se convierte en pesadilla personal (recordemos que Scorsese fue heroinómano y casi muere por esto mismo), destruyendo a los personajes y convirtiéndolos en personas dependientes, débiles, irritables y lascivas. El sistema capitalista recibe una crítica directa al plantear Wall Street como un pozo de estafadores sin moral, que solo alcanzan el éxito económico precisamente despojándose de cualquier atisbo de empatía y humanidad. Todo esto está apuntalado por las actuaciones. Siempre tienden a la exageración, al paroxismo, a servir de contrapunto al guion y dotar a la escena de una fuerza que sería impensable si atendemos exclusivamente a lo literario. La enorme dirección de actores de Scorsese deja claro que a lo que estamos asistiendo no es a un festival, sino a una pesadilla. Nunca se busca la realidad, sino su distorsión, el mostrar la verdad a través de lo grotesco de esta; el rehuir lo aséptico para mostrar el esperpento en el que viven los que nos dominan.

Por todo esto, creo que El Lobo de Wall Street no está hecho para que nos masturbemos, ni para que nos riamos. O, en caso de que lo hagamos, para darnos cuenta de que somos cómplices del horror. Es mi interpretación de la película porque creo que es lo que genuinamente nos quiere decir Scorsese con ella. Puedo equivocarme, claro, pero creo que nos dejamos muchas cosas por el camino si nos limitamos a tratar la cinta de Scorsese como un mero divertimento u otra comedia negra más.


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