Este 9 de Febrero, Elvira Lindo publicaba un texto sobre la exposición de Ceija Stojka en el Reina Sofía. Creo que se llamaba La niña entre los muertos. En él, Elvira nos presenta la empoderada figura de una niña de 12 años que se escondía entre la pila de cadáveres y contemplaba cómo otros compañeros del campo se comían las vísceras y el corazón de los muertos para sobrevivir al hambre y que encontró un arbolito con el que se alimentaba. Lo peor, sin embargo, no es la elección de esta anécdota caníbal para intentar justificar un horror que, sin este fenómeno tan visual, sigue siendo horroroso. Sino que además, Elvira saca conclusiones —»teorías», como las llama ella— que no hacen más que problematizar una memoria que parece existir como un efectivo motor de emociones. Comentarle, además, que no todos los campos de concentración eran campos de exterminio. Bergen-Belsen era básicamente un lager, un almacén de personas porque no cabían todas en los campos de concentración (konzentrationlager) ni en los campos de exterminio (vernichtungslager) que estaban situados al este de Europa (Treblinka, Sobibor, Belzec, Chelmno, Madjanek, Auschwitz-Birkenau…). Incluso cuando Elvira apela a Auschwitz, también estaría bien recordar que dentro de Auschwitz había un par de campos más. Y lo último y peor, su «teoría»:
Mi teoría es que lo que salvó la vida a la pequeña gitana fue el amor materno y un invencible sentimiento de comunidad.»
Elvira Lindo, La niña entre los muertos. El País, 9-2-2020
Disculpa, Elvira, si cuestiono tu capacidad analítica al no pensar en que otras madres no querían lo suficiente a sus hijas y por ello murieron. Y que existía un invencible sentimiento de comunidad entre los gitanos en el campo cuando lo único que existía en el campo eran muertos en vida. ¿Y por qué he empezado hablando de este penoso artículo de no más de 800 palabras de Elvira Lindo para hablar sobre la nueva serie de Amazon Prime, Hunters?
Pues porque es muy fácil romantizar el horror cuando el horror no es nuestro.
Cazando nazis, pero no mucho.

La serie me ha parecido decente como serie. Para que una serie me parezca decente tiene que hacer el papel principal de una serie: entretener. El problema con Hunters, sin embargo, es hasta qué punto ha usado mecanismos poco éticos para conseguir entretener a un público que ya está familiarizado con lo que va a contar. Si os soy sincero, lo que no me ha gustado de la película es el final y en el final hay dos cosas lo suficientemente turbias como para que yo me siente a escribir esto. Si no quieres leer ningún tipo de spoiler, no leas a partir de aquí y si te dan igual los spoilers, lo que verdaderamente me ha molestado de la serie es la falta de nazis muertos que tiene. Ningún nazi principal muere y eso me parece terrible y horrible. Además, no solamente parecen revivir continuamente los personajes de la serie, sino que además reviven una imagen que, a mi parecer, es innecesaria éticamente, pero muy necesaria para generar hype: la aparición de Hitler.
A ver, desde el principio, Hunters arranca con la savta (abuela) de Logan Lerman asesinada en su casa y Logan intentando encontrar al asesino. En el velatorio conoce a Al Pacino que casualmente dirige una variopinta banda setentera de cazadores de nazis que son más una variopinta banda setentera que cazadores de nazis. La cuestión aquí es que la historia avanza a dos grados, uno es el actual que corresponde a Logan reflexionando sobre si matar nazis está bien o mal y otro es el histórico donde, al igual que ha hecho Elvira Lindo, te presenta una maravillosa fantasía campal digna de ser grabada por el ojo de Amélie Nothomb. No fue hasta el estreno en la NBC de la serie Holocaust protagonizada por Meryl Streep en 1979, y que tenéis disponible en YouTube, que se empezó a conocer la masacre que supuso el Churban (nombre que se solía usar para hablar del genocidio del judaismo europeo por parte de los alemanes antes de la popularización de la serie, como vemos en Manes Sperber, por ejemplo) que hizo que los jóvenes americanos se preguntaran por esa catástrofe mundial que no venía explicada en sus libros sobre «Geografía e Historia de los que están allá lejos de nuestras fronteras». En este contexto, el juego nazi es descubrir que hay nazis viviendo entre los ciudadanos americanos y el juego de la serie es descubrir nazis y darles caza. El problema es cuando articulan fuegos artificiales, historias de pasión y macabros juegos sádicos que no corresponden con una memoria histórica del Holocausto que, ya de por sí, es lo suficientemente macabra como para ser contada sin fantasías americanas. El primer punto es el más estúpido: la música. El ideario colectivo europeo es que los nazis no eran bestias humanas en tanto que leían a Nietzsche y escuchaban Wagner y, bajo esta premisa, la serie escoge la brillante y fatídica idea de representar ¿música de Wagner en el campo interpretada por judíos? Si nos movemos un poquito por los libros y por los documentos de la época no necesitamos indagar mucho para darnos cuenta que en los campos que permitían instrumentos eran los campos para visitantes, preparados para recibir a inspecciones por parte de la Cruz Roja y así decir que «en los campos de concentración se vive bien». El ejemplo más claro fue Theresienstadt, campo en el que metían a casi todos los artistas y permitían, a varios de ellos, dedicarse a la creación poética y musical durante la jornada de trabajo. Así sacamos óperas como el Kaiser Von Atlantis de Viktor Ullman o el Zirkus Konzentrazani de Langhoff hechas dentro de los campos y producidas por reclusos. La cuestión problemática llega cuando en la serie nos presentan a un nazi que obliga a los músicos a tocar Wagner y cuando estos empiezan a tocar «música judía», el nazi les mata. Comentar, así a primera vista, que lo que único que no se tocaba en los campos era Wagner. Los músicos, de hecho, tocaban absolutamente de todo menos a Richard Wagner. Y lo primero que hace la serie es presentarte a un nazi obligando a tocar Wagner. El músico prohibido durante el régimen nazi fue Schubert y, como bien comenta Amélie Nothomb, Saint-Saens. La cuestión musical dentro de la serie no deja de ser un elemento relacionado con un imaginario colectivo del opresor sin hacer un pequeño esfuerzo en las consideraciones del oprimido. Me resulta curioso, por otra parte, que esta falta de rigor la cubran añadiendo conceptos muy concretos y sin ningún tipo de relación estructural con lo que está sucediendo en la serie en hebreo para dar una falsa sensación de unión, a través del lenguaje, con el pueblo judío. En vez de decir abuela decimos savta y en vez de decir réquiem decimos kaddish. Sin embargo, cuando tenemos la oportunidad de meter una pieza musical que es una reescritura del himno checo en una ópera que está siendo escuchado por un general que no tiene ni idea de lo que está escuchando, es mejor reducirlo a que los nazis mataban a los judíos porque no apreciaban la música de Wagner.

Lo mismo pasa, en otro orden de cosas, con el elemento del ajedrez. Históricamente se ha ido construyendo una mirada en torno al ajedrez —probablemente influida por el Séptimo sello— en el que el juego constituye no solamente un wargame clásico, sino que representa el juego entre dos inteligencias que compiten por la Verdad. En este sentido, la serie ha intentado equilibrar de forma morbosa y poco ética la inteligencia del pueblo judío sobre los nazis. Me parece interesante destacar este aspecto, como puede hacer Taika Waititi en JoJo Rabbit y del mismo modo que lo hace Imgard Keun en Después de medianoche en los años 30, en tanto que se crean mecanismos textuales en los que se usa la inteligencia y la ironía contra el régimen nazi que queda ridiculizado ante una notable ignorancia de todo aquello que no concierna a los tres gatos que componen su canon cultural. De igual modo, estas dos obras no corresponden de por sí a una literatura concentracionaria como sí lo pretende Hunters —costumbrismo en los campos—, por lo que el juego que Keun puede hacer a través de un ojo en el exilio en el 1936 o Taika desde la perspectiva de un niño de 8 años, en Hunters y en su condición de experiencia de la concentración se reduce el espacio de interpretación de esta dinámica de poder entre opresor y oprimido. La forma de resolverlo que tiene Hunters es cruel. No creo que haya otra palabra para describir la capacidad de los guionistas de fantasear con procesos de diversion macabra inventados que no tienen ningún aporte estructural —ni siquiera anecdótico— a la trama, aún teniendo el material que disponemos sobre la experiencia en los campos, sólo para demostrar cómo los nazis son capaces de superar los límites de lo humano.
También me hace mucha gracia el trato de los propios judíos. Al Pacino y su terrible, horrible, anticlimático y desinteresado final nos traza un recorrido que ha hecho que su personaje se configure con dos únicos polos: el testimonio y la memoria de los judíos muertos en los campos y la matanza poco regulada de alemanes americanos. Un señor que ya se nos presenta en su analogía y, en la propia naturaleza de su espacio, ya nos demuestra que es una persona atrapada en un pasado del que no va a poder salir jamás. Esto nos da la idea de que Meyer Offerman (Al Pacino) es igual que los primeros judíos que salieron de los campos. Como ya he comentado dos veces, el Holocausto se dio a conocer a un público más allá de los 4 gatos intelectuales de la crème a través de una serie americana de Meryl Streep y de una angustia inhumana. Bien, antes de eso tenemos gente como Hannah Arendt quien, en su idea de Europa como un camino al progreso, repetía la máxima de que la Shoá había sido un bache para la culminación de la idea Ilustrada de Europa (que luego continuaría Habermas) o gente como Elie Wiesel, autor yiddish bastante conocido por ser uno de los principales impulsores del silencio sobre los campos. De hecho, en su crítica a Holocaust, se horrorizaba al pensar de que el dolor de su pueblo iba a ser conocido por americanos que no habían conocido esa experiencia y que parecía que, al conocerla, iban a profanarla. Esta idea se mantiene en los discípulos de Theodor Adorno, que sin entender la obra de su maestro, creyeron que cuando éste proclamaba el fin de la poesía después de Auschwitz lo creyeron en un sentido literal. Por suerte, como hermeneutas tenemos poetas como Celan que testimoniaron la Shoá. Sin embargo, aquí he venido a comentar el leitmotiv mal aplicado de Meyer a la condición de testimonio.
Al igual que en el terrible texto de Elvira habíamos tenido que aguantar su teoría sobre que el amor es lo que salva al mundo y lo que salvó a una niña de la muerte —todos los supervivientes lo son por casualidad, nada más— y que los gitanos lograron sobrevivir por un maravilloso y soleado sentimiento de comunidad en los campos, en Meyer la idea del testimonio que tienen, por ejemplo, Ruth Klüger o Grete Weil (no os voy a mencionar ni a Primo Levi ni a Semprún ni a ningún señor en lo posible, lo siento) como constructoras de un sujeto masacrado como en Seguir viviendo de Klüger no existe en Meyer y tampoco existe en la serie. Llegamos a entender en un punto de la historia que realmente Meyer es un simple asesino y que los demás cazadores de nazis son igual de asesinos que los propios nazis. Y de hecho, la tasa tan baja de nazis muertos que tenemos en la serie nos demuestra que la premisa de cazadores de nazis se va al traste y queda al descubierto un esqueleto poco sólido, sórdido e informe de premisas bien pensadas y mal ejecutadas que llevan a nuestro querido protagonista a una profunda reflexión sobre si matar nazis está realmente bien o mejor dejamos que los nazis sean juzgados por el mismo sistema que los salvó de la muerte.

Si hay algo que caracteriza Jojo Rabbit, por ejemplo, es que detectas inmediatamente que la naturaleza de la mirada está construida, de un modo u otro, por un ojo sucumbido a un horror que aún no es capaz de comprender. No es la mirada de un niño de ocho años, es la mirada de una humanidad que es incapaz de concebir la crueldad de su propia identidad. En Jojo, el elemento límite está presente todo el tiempo; en Hunters, el elemento límite es la premisa de una banda organizada para cazar nazis. En Jojo, sin embargo, este sobrepaso del límite está marcado por una clara sensación de hiperrealidad: los judíos con cuernos y cetros demoníacos, Hitler quemando libros, haciendo natación sincronizada o cenando unicornio asado, o el kapo y su ayudante llevando una disimulada e íntima relación platónica y homosexual. Los planteamientos están radicalizados y desde ese elemento aurático Taika rompe el horizonte de expectativas plantando a las SS en la casa del niño. Es muy claro el cambio entre los nazis de pueblo y los verdaderos nazis. Es muy clara la diferencia entre aquellos nazis que fueron nazis y un niño al que le gusta vestir con uniformes, sentirse parte de un grupo de amigos y llevar esvásticas. Y Taika aprovecha esa clara diferencia para meter el verdadero puñal crítico contra un régimen que no deja, en ningún momento, de mostrarse como una bestia inhumana y atroz. No necesita grandes alardes de tortura en cámara ni necesita grandes discursos de viejos rabinos que confundan a nuestro pequeño protagonista que acaba de descubrir lo que son los nazis. Solamente necesita unos zapatos y un señor alto y vestido de negro. Y esa magistralidad atroz de Taika se revuelve y se convierte en todo lo contrario cuando vemos Hunters.
Uno de los mejores personajes de la serie es el nazi americano. Un nazi que no es alemán y por lo tanto, sus compañeros nazis alemanes le hacen bullying. Una serie de cazadores de nazis en la que el arco evolutivo y argumental más interesante de todos sea el de un nazi implica que desde el primer momento tenemos un problema. No es Jeremy Irons, el nazi americano no está construido de tal forma que sea un villano absoluto y el carisma nazca de su maldad. El nazi americano está construido desde su condición de nazi y, como hemos estado viendo a lo largo de la serie, no es tan raro que un nazi también sea humano. El primer nazi que vemos en la serie, el que mata a su familia en los 5 primeros minutos de la serie, es un nazi tradicional que no deja de ser el ideal de nazi que hemos estado construyendo hasta ahora, un malévolo narcisista que tiene un único derecho: el de que le metan un tiro entre ceja y ceja. Pero por lo demás, el resto de nazis se nos presentan como amables ciudadanos que solamente cumplían órdenes de arriba y que en realidad no querían hacer daño. No hay, en realidad, ningún tipo de redención de la comunidad judía en la caza de nazis. Solamente hay un deseo personal de enfocar las frustraciones de los protagonistas en personas que casualmente también son nazis. Y esta idea de otorgar humanidad al nazi es la peor idea que podrían haber tenido. Es la misma que empezó haciendo Spielberg con la Lista de Schindler, haciendo que los mil judíos que salvó le dejaran una florecilla en su tumba para que descansara en paz ignorando a las millones de muertes judías de las que fue cómplice directo. Esa terrible idea de otorgar humanidad a un ser inhumano, de otorgar un aliento de esperanza a una cloaca de brea con patas es lo que peor se puede hacer para mostrar una experiencia tan atroz como fue el Holocausto.
El producto cultural en torno al Holocausto es casi inabarcable. Sin embargo, esta cantidad ha conseguido que la memoria de un exterminio quede a manos de ineptos como Elvira Lindo o Pérez Reverte en su audaz estupidez cuando lloraba porque todas las profesiones de Auschwitz ya estaban cogidas y no podría cagar su próxima novela sobre un romance entre un señor construído a lo largo de 600 páginas y una puerca con tetas turgentes. Es responsabilidad de cada uno el construir una memoria colectiva con el objetivo de hacer crecer al individuo. No podemos seguir perpetuando la lágrima fácil con películas, series y libros sobre pequeñas anécdotas de campo que sucedieron mientras exterminaban a millones de personas. No podemos entrar en la banalidad de una masacre industrial que parece que no ha servido para reflexionar sobre la Historia, sino que se ha convertido en un clickbait actual para atraer a suscriptores temporales y a lectores ávidos de un romance en tiempos revueltos. Os dejo un fragmento de un libro de Grete Weil que aún no está traducido al español a modo de reflexión abierta y final:
Cuanto más se aleja Auschwitz, más se acerca, los años de por medio borrados. Auschwitz es realidad, todo lo otro un sueño. No en Mauthausen, el lugar en el que asesinaron a Waiki y a mi con él, el horror se ha desplazado desde el destino propio al de muchos. Auschwitz es un código, no un lugar en el mapa. […] Mi enfermedad se llama Auschwitz, y es incurable. Yo tengo Auschwitz como otros tienen tuberculosis o cáncer. […] No puedo huir de mi enfermedad, sólo morir de ella.»
GRETE WEIL, GENERATIONEN (FISCHER, 1989)
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