Unplugged: la única pretensión aquí es la de recordarnos jugar.
En el Japón de 1987, el mismo que alcanzaba la mayor renta per cápita mundial, gobernaba un emperador nacido en 1901, Hirohito, conocido de forma oficial a día de hoy como el emperador Showa. La misma generación que conoció las devastaciones de una guerra a nivel mundial, vivió una evolución industrial y tecnológica sin precedentes. No es de extrañar que para buena parte de su cultura popular, en las décadas insignes de dicha evolución, fantasear con seres robóticos fuera algo habitual. Desde Astroboy, Mazinger Z, Super Sentai, hasta el propio Mega Man; la lucha contra el mal ha estado ligada a rayos láseres, robots antropomorfos, y una omnipotente capacidad para transformar la realidad.
Si por algo se ha caracterizado la emblemática saga de Capcom ha sido por gestar una serie de señas de identidad a las que se ha aferrado, sabiendo aprovecharlas y evolucionar junto a ellas. Heredando parte de la estética del citado Astroboy (junto a la obra en sí de su autor, Osamu Tezuka), la labor de diseño realizada originalmente por Akira Kitamura y Keiji Inafune ha trascendido en el tiempo, llegando hasta hoy. Más de tres décadas después, reconocer una referencia estética a Mega Man nos cuesta el mínimo esfuerzo. El casco, la paleta de colores, su archiconocida arma principal, el mega buster, o su particular forma de saltar. Toda su idiosincrasia visual es una herramienta tan potente, que es imposible pensar en que algún día deje de explotarse una marca tan estandarizada.

A pesar de su fuerza estética, ésta no habría llegado a suponer una carga simbólica tan importante de no ser por el contenido del videojuego propiamente dicho. El conocido en Japón como Rockman, ya en aquel 1987, nos brindaba la oportunidad de escoger nuestra propia aventura, en términos prácticos. En una suerte nada casual de juego basado en “piedra, papel y tijera”, los seis niveles disponibles desde el inicio funcionaban al igual que ese ancestral y equilibrado juego competitivo de azar. Al final de cada nivel nos espera un robot master, otorgándonos en su derrota una nueva arma. Cada uno de esos jefes finales de turno, será débil al arma que nos proporciona otro de sus compañeros. Esto convierte a la ruta que queramos seguir en un camino de exploración y experimentación. Una libertad primigenia que funcionó durante toda la serie de entregas principales, prácticamente a la perfección; por no decir que sigue funcionando, realmente. Una nueva entrega de Mega Man suponía adentrarse en un mundo conocido, con posibilidades desconocidas.
Sobrevivir a los tiempos de NES, donde vivió sus seis primeras entregas, supuso aumentar el número de niveles, secretos, habilidades que acompañaban a las armas, personajes secundarios de mayor importancia, nuevos movimientos, o una complejidad a nivel mecánico inaudita para las limitaciones creativas de la máquina. Desde mostrar el concepto de los niveles en apenas unos segundos, hasta introducirnos en juegos de ritmo camuflados en plataformas que siguen patrones musicales. Nunca nada podía darse por sentado cuando el chico robot entraba en acción, y ese concepto sigue vigente al ponernos a los mandos.
Algo que comenzó a popularizarse entre los videojuegos de género similar que reinaban en la época, fue la inclusión de una barra de vida. Un gestor de salud que nos permitía recibir una cantidad de golpes abundante, que abría un abanico de posibilidades ofensivas de cara a nuestros enemigos. Así, el plantel de enemigos y trampas a disposición de los diseñadores de niveles, era lo suficientemente amplio y rico, tanto como para ofrecer todo tipo de pesadillas a quien no soportara el ensayo y error. Una mecánica, esta de intentarlo y aprender en la derrota, habitual y bien medida en la mayoría de ocasiones. El balance entre las múltiples posibilidades, las situaciones desfavorables y las ventajas o rutas idóneas, es lo que incentiva y permite seguir adelante a nuestra curiosidad.

Por derecho propio, la franquicia de Capcom es una enciclopedia básica de generar retos y fomentar la creatividad a partir de ideas básicas. Llegando hasta 1993 con el primer ciclo del “Megahombre”, lo que llegó a ser una sobreexplotación a todas luces, hoy sirve de marco evolutivo y reflexivo.
Alargar la vida útil de Mega Man no ha sido tarea sencilla. Sus inicios se corresponden a la transición entra la década de los años ochenta y noventa, donde el videojuego pasó de ser un embrión a un ser vivo en pleno desarrollo de sus aptitudes. Con las fauces de Nintendo y Sega sobrevolando todo el mercado, Capcom vio nacer a su criatura en Famicom, pero terminó difundiendo su legado por todo tipo de sistemas, ya en una edad prematura. Es cierto que, en tiempos de Mario y Sonic, un robot de apariencia humana que luchaba contra diseños industriales tan vivos como él mismo, se hizo un hueco en la historia del videojuego. De la idea sencilla y nuclear, hemos pasado a un universo inabarcable de entregas, líneas temporales y variedad de conceptos jugables.
Con las facilidades que da la comunicación en esta bendita época, y bajo la premisa de que aprendamos al unísono, os he querido reunir aquí, frente a la hoguera del final de texto. Las posibilidades que da la franquicia de Mega Man para entender el videojuego son cruciales, pero también abrumadoras. Esto no pretende ser un análisis, bajo ninguna circunstancia. Escribimos demasiado y jugamos muy poco, o jugamos lo justo y necesario para satisfacer nuestra necesidad de contar lo que ya sabemos, una vez más. Como un concierto que se ha desprendido de sus mayores artificios, que se desnuda musicalmente, entender Mega Man es tan fácil como jugarlo, con atención y dedicación.
Si Marta Peirano catalogaba en su libro El rival de Prometeo cómo la creación de autómatas, de ese jugar a ser Dios, es una meta inherente al ser humano, en un futuro no tan lejano será de rigor documentar cómo la creación de videojuegos es lo más cercano a ser omnipotente. Cómo con muy poco, apenas un sistema analógico de botones que permiten la respresentación visual de un salto y un disparo, puede crearse un universo y una imaginería capaz de arrastrar al ser humano consigo.

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