No sé qué sentido tiene seguir escribiendo. A medida que pasan los años, el calor humano es más frío, perdemos el tacto en las palabras y no queda leña para el invierno.

Sé, sin embargo, que todos mis monstruos son de papel, que hay una ligera suciedad entre las cajas de la estantería, y que a falta de compañía, en el armario siempre hay infortunio esperando, entre corcho y cristales.

No sé demasiadas cosas, siendo honesto. Apenas tengo un puñado de líneas con recuerdos, entre una amalgama de emociones. Bajar a las profundidades nunca es un camino fácil. La inercia es relativa, y lo que parece una caída libre termina siendo una sucesión de pruebas de estoicismo.

Los colores en las sombras se diluyen, como el estado de ánimo de las ventanas cuando llueve; no quieren estar tristes, pero qué elección hay cuando el cielo se nubla. No es como si hubiera pena en ello, sino que nos arrimamos a la dulce felicidad melancólica; al quebranto de las mañanas que no han tenido noche alguna. Se pierde entonces, entre el contraste, la poca aflicción que nos queda. Sin vista, como vivimos siempre que perdemos la brújula, nada puede hacernos daño.

Era precipitarse al vacío cuando eras joven. Ahora es un paso en falso uno tras otro, que sin orden ni concierto terminan dando pie a un ballet con tintes de comedia. Un ritmo improvisado, una armonía sin más adornos que nuestros errores. Aquel recuerdo fugaz pero recurrente.

En las últimas horas de la noche el descenso siempre es más acelerado, y cuando estiras el brazo para intentar alcanzar los dedos que salen de la oscuridad, siempre hay una ligera inclinación hacia el equívoco. Vuelta a aprender de los errores. Es una sensación de hastío aceptado, ¿verdad?

A medida que la edad avanza, dejamos de aprender. Nos damos cuenta, quizás, de que lo supimos todo al principio, cuando no había nada; fuimos olvidando en el proceso y ahora nos queda el eco d nuestros aciertos y el fango de lo irremediable. Otra vida perdida, otra enseñanza inútil; alrededor nuestro siguen avanzando sin girar la cabeza tan siquiera.

No puedes transmitir lo que sentías cuando tenías tanto que decir y nadie escuchaba, así que te limitas a darle vueltas antes de dormir. Entre sueños, que a veces es la vida y a veces es la negación de la misma, alquilas un tanto de esperanza y otro poco de suavizante. La ropa es el espejo del alma cuando todos estamos vacíos. Ligereza a cambio de un desvanecimiento prematuro.

A tientas, buscando una nueva oportunidad en el cajón de las bombillas, encuentras un poco de luz y algo de analgésicos. Un respiro antes de dar otro par de saltos hacia ninguna parte. Ya no importa si hay un colchón sobre el que descansar, porque todos los días son una visita guiada por el limbo.

No me gustaría dejaros con un mal sabor de boca, porque estás leyendo a alguien que escribe gracias a no saber de nada. A alguien que aprendió lo que es estar solo gracias a olvidar lo que es el valor de la existencia; que, si me apuráis, estamos por estar y me estáis leyendo porque estáis en la más absoluta soledad ahora mismo, mientras dejáis de negar estas desaliñadas divagaciones. Es aposta, creo.

Tenéis en vuestra mano llegar al fondo del pozo, y jugar con la ilusión de que todo es parte de algo mejor. La comida entre horas de una dieta funesta. Mirad un poco a vuestro lado, otro poco hacia vuestros adentros, no juzguéis dónde está la razón, ni de ser ni de discusión, y continuad. Alguien más estará esperando. Todo llevará hacia algún lugar. La compañía son las ausencias que dejamos por el camino. O algo así, porque al final puede que dé todo un poco igual, pero tan sólo al final.


Espada y Pluma te necesita

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