Cuando Dorian Gray se aferra a la inmutabilidad de su retrato, no está sino representando un temor mundano, patético y propio hasta del ser humano más racional. El tiempo pasa, la desfiguración de nuestro aspecto sólo es comparable a la transformación que sufre la memoria. La piel se rinde y nuestro reflejo nos da esperanzas vanas de vencer a la entelequia de la muerte que es la vida. No hay victoria posible; pero todos, a menudo, somos Dorian.
El trauma es otra fuerza irrefrenable: lo que nos duele desde las entrañas y no podemos arrancarnos, porque ya forma parte de nuestra columna vertebral. Esa pieza del puzzle que nos hace daño, nos abrasa cuando se despierta, pero no podemos desprendernos de ella; está encajada hasta las últimas consecuencias.
En Layers of Fear la aceptación es un proceso crucial para el desarrollo de nuestro personaje. Poniéndonos en la piel de un pintor frustrado, con demasiadas cuestiones personales por resolver, pasaremos varias horas en una suerte de walking simulator. El proceso de creación del arte nunca es fácil. Es, con frecuencia, innecesariamente doloroso. Un camino lleno de espinas que no podemos apartar. Algo que no debería ser así.

La obra de Bloober Team juega con nosotros, conoce las herramientas y predispone el tablero de cara a nuestros tropiezos. Somos un artista que trata de vencerse a sí mismo; a sus miedos, sus errores y su pasado. Al borde de la locura por luchar contra las heridas del tiempo, busca en su arte la salvación. Un error humano, como el de no asumir la erosión de cada instante en nuestros cuerpos, lleva al artista a dibujar lo irreal para tratar de recobrar la cordura.
Somos un juguete roto en manos de una lección tan sabia como enrevesada. Cuando no hay fácil solución, todo parece retorcido; al igual que los pasillos de la casa, donde pintamos a nuestra mujer, con la esperanza de recuperarla. Quienes escribís, componéis, os dedicáis al dibujo o a cualquier otro campo creativo, lo sabéis: no hay nada bonito en destrozarse a cambio de crear, y sin embargo lo hacemos.
Lo que parece un tren del terror con un ideario ágil y capaz, torna en un bosquejo costumbrista. Todas sus acciones están supeditadas a un contexto tenebroso; no sé si más tenebroso que levantarse de resaca cuando ya hace años que has pasado la adolescencia. Su fin no es el miedo que nos haría escondernos debajo de las mantas. No se trata de temer al monstruo, sino de comprendernos a nosotros mismos, en lugar de huir toca mirar hacia dentro, e ir apartando espejos.
Hay un ligero encanto macabro en Layers of Fear, una inclinación por el arte oxidado y perdido en la rueda del tiempo, como ese libro dejado a medias que nunca verá la luz. El entorno es nuestro hogar, pero aun así no deberíamos estar ahí, al igual que nos ocurre a diario. Dispone de una serie de armas con las que atormentarnos; su baza es transformar la realidad de tal forma que nunca estemos seguros de qué hay a nuestro alrededor.
No usa más herramientas que las propias de un videojuego donde la interacción es observación, pero sí las retuerce hasta el extremo de confundir lo que hacemos con lo que vemos; o o que no hacemos con lo que creemos ver. Cuesta decir si tras la estética vino el diseño de niveles o la historia. El trío se compenetra y la suma no es precisa; es un cuadro pintado en varios tiempos, con las capas enfriándose a medida que damos el primer y último vistazo, antes de que caiga la noche y adivinemos el resultado final con nuestras manos, a oscuras.
A nuestros ojos, la historia es el desencadenante de lo demás. Los giros en la tuerca clavan el tornillo que es la vida del pintor, pero también de quienes le rodean. No hay nada que temer ahí fuera, sino aquí, justo donde estamos, sin tener que mirar hacia ningún lado.
El horror del proceso creativo es algo que no merece la pena. No hay victoria en ello, sólo cabe alcanzar un siguiente estadio de salud mental; avanzar, recuperarse, vencernos al fin y al cabo. Cuidarnos un poco, lentamente, para seguir ejerciendo la vanidad de crear.

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